LEER DE NOCHE

Algunos solo leen de noche, según dicen, pero también es cierto que acaban reconociendo de una u otra manera que siempre es algo de noche. O, visto de otra manera, que no son capaces de leer si hay mucha luz. Incluso encuentran la noche, o ella les encuentra, a cualquier hora del día. Y del mismo modo que Derrida confiesa que nunca escribe sin luz artificial, ellos reconocen que, si no hace falta claridad, no dan con esa necesidad que les convoque a leer. Con esa necesidad o con la debida decisión.

Es cierto que de noche todo cobra otra presencia, quizá literalmente la que tiene. Tal vez dada esa situación de nocturnidad, contrariamente a lo que pudiera parecer, es más difícil refugiarse y esconderse de uno mismo. Aunque creamos hacerlo de la mirada de los demás, esta parece en ocasiones más próxima, fija y penetrante que a cualquier otra hora. Tanto que, como decimos, esa noche, en ocasiones, no sabe de horas. Es tal la intensidad de lo que no ocurre, que se ofrece como un acontecimiento y se dan las condiciones para que lo que hace falta brille más intensamente. No es que se abra un espacio desocupado, es que estamos dispuestos a una ocupación de cuidado, la de nosotros mismos. Y es tal la penumbra, que nos sentimos convocados más a abrirnos paso que a completar o rellenar un espacio. Es de noche, y quizás alguna fogata, algún atisbo de hogar, nos ofrezca las sombras e imágenes que como en la caverna de Platón nos convoquen. Podríamos contentarnos con ellas, pero la lectura nos llama a buscar alguna liberación.

La intensidad de la noche nos invita a eludir toda precipitación y toda prisa. Que sintamos urgencia no significa que hayamos de descuidarnos. Es el momento de proceder minuciosa y cautelosamente y con ojos y mirada de tigre, apagados en cierto modo por la vida, el de deambular sin embargo sin buscar ya necesariamente una presa. Con ese sigilo de vigilia, en efecto vigilantes, velamos con esmero lo que la lectura nos va ofreciendo. Es también la ocasión de ser más arriesgados, de tener más valor, de atrevernos a pensar, a sentir. La noche no nos permite eludir la cuestión. Incluso es un buen momento para soñar la vida que no vivimos y para soñar también la que vivimos. Este sueño no es, sin más, fruto de una imaginación adormilada. Nace del pensamiento y produce asimismo pensamiento. Eso sí, como tal, es bien efectivo y acostumbra a escapar de nuestro control. La lectura no se asienta en el principio de razón suficiente, ni pide cuentas, ni da cuenta y razón de lo que ocurre. De noche, algo podría suceder. Y lo que es más enigmático y sugerente, es que no sabemos a ciencia cierta qué. O, lo que también ocurre, quizá comprendamos lo que jamás tendremos, ni seremos, lo que nunca viviremos, lo que inexorablemente no nos pertenecerá. Al leer de noche se produce una cierta despedida. Y no solo del día. También de la vida no vivida. No solo de la que se nos fue, sino asimismo de la que nunca alcanzaremos ni nos alcanzará.

No es infrecuente levantar los ojos del texto, incluso del suelo, pero no siempre para volar, sino para aproximarnos más a la tierra de lo que somos y vivimos. Leemos repasando, reviviendo, añorando. Y lo hacemos de otro modo, gracias al libro que nos desplaza de los planteamientos habituales, de los circuitos rutinarios, del aburrimiento tan lleno de ocupaciones. Sentimos que nos sucede muy singularmente, a nosotros, que es personal e intransferible. Y, en efecto, es así. Pero también nos acompaña, en esa soledad radical de la noche, la vida de los otros, que sienten, que sufren y que gozan. La propia postura, reclinados, echados como en un cierto Symposium, invita al banquete de la amistad, a un convivium con quienes a nuestro modo sentimos cerca.

Siempre hay alguna noche que nos convoca a abrir un libro, que a su vez parece dormir en cierta penumbra esperando ser alcanzado por nuestra mirada. Los objetos, como las letras, sílabas y palabras, los hechos, como las frases, se perfilan con una nitidez distinta. Luz de luna, decimos. Y, así, tenue, sin excesos, sentimos el alivio y la placidez de lo que parece abrigar, hasta acunar un sueño por venir. Y no es infrecuente leer desde la noche de las noches, que nos sabe como mortales, y atisbar una despedida mayor que la de un desfallecimiento. Eso otorga un alcance a cada instante, que se ofrece con una plenitud extraordinaria. Y hemos de reponernos y de sobreponernos para recuperar la sencillez indispensable para leer. Es hora de entregarnos. Ya no hay excusas. Estamos a solas. Nada nos perturba. Salvo todo, que cobra una presencia radical y que se ofrece sin miramientos, y que nos sitúa ante lo que somos y lo que no somos. Y quizá necesitemos alivio, el del placer de la lectura, el de historias extraordinarias, más o menos entrañables. Y que alguien nos cuente algo antes de dormir. Y que lo haga, si es posible, con afecto. Y sea o no un relato o una narración, que ofrezca sentimiento o pasión. Incluso en estas condiciones de noche disfrutaríamos de algo o de alguien que nos despierte ilusión. Un verso, un poema, una reflexión pueden resultar una aventura. Hay muchas maneras de vivir noches inolvidables.

Leer de noche tiene en algún sentido algo de redundante. Quizá porque la propia noche forma parte del día, y siempre la lectura exige que no todo sea luminoso. Sobre el fondo blanco del texto brillan oscuras las letras como estrellas de un cielo invertido.