EL GUSTO POR LAS PALABRAS

La mejor manera de llegar a hablar bien es leer. Así piensa Cicerón y es evidente que se trata de un camino extraordinario para lograrlo. No nos detenemos en considerar qué puede llegar a significar «decir adecuadamente», pero está claro que no se reduce a expresarse con corrección, algo en todo caso necesario. No faltan quienes le restan importancia a ser cuidadoso con las palabras, desde la errónea percepción de que lo único que interesa es que nos entiendan. También merecería atención qué puede llegar a significar eso, pero en todo caso las palabras no son meros instrumentos, ni el lenguaje un simple medio de transmisión de noticias. Necesitamos cultivar las palabras y gozar dichosamente con ellas. No es cuestión de usarlas, sin más, para procurarnos satisfacción, se trata de saborearlas, que es un modo singular de saberlas. Sapere nos lo dice con claridad. Es cosa también de paladar y de sentido del olfato. Las palabras no solo se ven y se oyen. Lo más decisivo es llegar a ser alcanzado, tocado por ellas. También es posible y necesario acariciar con ellas. Con razón repetimos que las palabras hacen, las palabras aman, las palabras matan. En definitiva, eso es Lógos, un decir que hace lo que dice, un decir que hace ser. Y desde luego légein es leer y elegir, como subrayamos.

La consideración de un texto tiene diversos niveles y puede atenderse desde diversas perspectivas, pero es decisivo no ignorar su belleza. Está claro que no se reduce a su aspecto. Y, como en todo, y como con todo, también hemos de aprender a apreciarla y a valorarla desinteresadamente, sin rendirnos a criterios de utilidad. El trato que la lectura comporta va familiarizándonos con un modo de apreciar cada palabra, de distinguir y de preferir, de sorprendernos, de detenernos, hasta llegar a pronunciar sonidos y sílabas entonadas musicalmente con ese oído interior que resulta tan literal. Esta comunión de sonidos y sentidos, que alcanza su esplendor en el decir poético, y no exclusivamente en la poesía, nos permite no tener que salir del texto para encontrar la referencia placentera, como si las palabras no fueran reales. La realidad y la verdad de las palabras potencian nuestra satisfacción. Hasta el punto de que cuando vamos cultivando el gusto por ellas, este nos procura un modo de acceso, un procedimiento privilegiado, para encontrarnos con su materialidad, donde el espíritu de la letra se disfruta, en efecto, literalmente.

Por eso es tan importante dar con las palabras adecuadas, construir bien las frases, ordenar bien el discurso y por ello la Retórica no se reduce a la elocución, a la léxis, sino que resulta determinante la construcción de lo que se dice y la argumentación. La belleza es también la de los motivos, la de las buenas razones. Eso nos mueve y moviliza. El gusto no es una simple autosatisfacción que se agota en el efecto inmediato que la palabra nos ha procurado. Nos convoca a un modo de proceder que se comunica con nuestro comportamiento. Leer con esta perspectiva nos hace cuidadosos y detallistas, rigurosos y amigos de los buenos argumentos. En efecto, este gusto es cuidado, de uno mismo y de los otros, y en gran medida nos llama a leer y a dar importancia a lo que en cada caso decimos o se nos dice. Incluso hasta la seducción de sentirnos cautivados. Pero lo que nos importa es ser persuadidos, llegar a estar persuadidos por el juego en el que se dice la palabra, un juego bien serio que en esta ocasión denominamos lectura. Algunos confunden la atención a la palabra, a lo que hace, a su modo de aparecer, de brillar y de ocultarse, con un artificio de simulación. Es más, les resulta exigente sostenerse en la intensidad que ciertos textos requieren. Y llaman juegos de palabras a lo que no es sino el juego de la palabra, el juego en el que la palabra consiste, en el que ella misma se lo juega todo. Ahora, en nuestra acción de leer.

Quien ha hecho la experiencia de leer en el modo en el que la propia escritura se produce, en los titubeos de la elección y la preferencia, sabe gozar de cada adjetivo, de cada verbo, de cada frase. Pero, más aún, de cada letra, de cada sílaba, de cada sonido. Este gusto cultivado tiene asimismo su precio. Disfruta más pero sufre también su exceso con lo que le resulta desagradable. En muchas ocasiones, oírse a sí mismo y no ser capaz de decir justa y ajustadamente. Sin embargo, nuestra propia limitación no ha de ser una coartada para no apreciar el resplandor de ciertas palabras que brillan en un texto que parece abrirse a su paso. Hay en la buena lectura un magnífico exceso de atención, de consideración, que hemos de llamar contemplación, que más que un ver, es algo otro. Ciertamente comporta admiración, pero en definitiva es una agudeza de la sensibilidad, de los sentimientos y de los afectos, que permite ver lo nunca visto, lo que hace ver, decir lo nunca dicho, lo que hace decir, y encontrar en las palabras el gusto y el placer de la palabra que destella en la lectura.