LA MESILLA COMO BIBLIOTECA

A nuestro lado, apilados, nos encontramos con unos pocos libros que comparten la mesilla con algunas medicinas. No siempre son propiamente medicamentos, pero nos resultan imprescindibles. Pongamos tal vez también un poco de agua y algún objeto personal. Incluso asimismo un reloj o un teléfono móvil. Quizá resulte convencional este bodegón que podría resumir nuestro botiquín de primera mano. Necesitamos pertrecharnos de esta indumentaria de compañía para iniciar el descanso que, con tantas precauciones y equipamientos, puede sin embargo imponerse sin miramientos. No resultaría descabellado deducir de todo ello un cierto concepto de salud que desde luego es más amplio que la mera ausencia de enfermedades. En todo caso, queda claro que los libros son sustento y no pocas veces para nuestros afectos. No solo compañía. También desafío. Siempre hay analistas expertos que podrían escudriñar bien a fondo quiénes somos o deseamos ser con una ojeada a este conglomerado, en ocasiones bien armonioso. Pero lo que ahora nos ocupa es mediante qué procedimientos un texto puede llegar a ocupar ese lugar privilegiado. No es suficiente con decir que es el libro que estamos leyendo y solemos hacerlo al acostarnos o al despertar. De hecho ese privilegio se alcanza por mecanismos bien diferentes. Puede accederse a ese lugar porque siempre se está pendiente, a la espera, a punto, con la confianza de que tarde o temprano lo leeremos. O tal vez porque esporádicamente necesitamos abrirlo casi al azar para acceder a un poema, o para detenernos en una breve reflexión o consideración. Quizás es tal su alcance, su volumen, su importancia que siempre está para otra ocasión, pero su mera presencia ofrece consistencia, solidez, rigor a nuestra voluntad de reflexión y de formación. Algunos son tan ocasionales o superficiales que podrían resultar frívolos para quien tratara de deducir demasiado al encontrarlos en ese ámbito tan personal.

No suelen ser muchos. Más bien componen un racimo inclasificable. Incluso podrán no ser sino dos o tres. O simplemente uno. O lo que tampoco es infrecuente, ninguno. Sin embargo juntos forman una suerte de biblioteca fantástica, la compuesta esta vez no por todos los libros que existen o podrían existir, sino por cuantos desearíamos leer. Y a veces haber leído. Y esta distinción no es inocua.

Hay libros que nos gusta leer, hay libros que nos gustaría haber leído pero que no nos sentimos convocados a leer y hay textos que nos gusta leer y haber leído. Son textos que releeremos o, en caso de no hacerlo, que tendremos siempre con nosotros, en nosotros. En nuestra mesilla habitan más libros que los que se ven a primera vista. Llegan a componer una biblioteca breve que se entreteje con nuestra identidad, con nuestra voluntad de saber y de vivir, con nuestro deseo. Y, en su caso, con nuestra necesidad de olvidar. O de hacer memoria de quiénes somos y buscamos ser, tras un día azaroso de ocupaciones no siempre todas gozosas o exitosas. Esa biblioteca de mesilla también nos hace suponer que no nos reducimos a cuanto hemos vivido diariamente. Ella nos permite en efecto decir quizá con Séneca, al acabar la jornada, «Hoy he vivido». O tal vez tener el valor, la valentía, de ponerlo en cuestión.

En realidad, no es el tamaño de una biblioteca lo que por sí mismo da cuenta de su importancia, lo que en todo caso no carece de interés cuando centenares de lectores buscan y se buscan en ella. Pero una biblioteca personal, la que entorna algún lugar haciendo de un espacio una casa, tiene su riqueza en su capacidad de vincularse con la vida de quienes la habitan. Y de ofrecerse como máxima expresión de hospitalidad a quienes se acercan. Del mismo modo la mesilla tiene algo de auxiliar, de emergencia. Están ahí a nuestro alcance, para cuando la noche dice su palabra, para cuando la soledad hace su trabajo, para cuando la incomunicación pone a cada quien en su sitio. O para cuando precisamos la cálida o emergente voz de cuantos acompañan sin intromisión y dicen preservándonos. O son mano amiga.

Una biblioteca es siempre una recolección. También por tanto lectura y elección, selección. En su conjunto tiene su propio decir. Los libros hablan entre sí, como Ovidio nos recuerda al ser separado de ellos, lo que constituye su verdadero exilio. Y su conversación se deposita misteriosamente a nuestro lado para ofrecernos cuanto podemos precisar. No son un sustituto de lo que no vivimos, sino un modo de vivirlo. Y quizás, al abrirlos y tenerlos junto a nosotros, con nosotros, la lectura fluya generosa y cordial, diciéndonos incluso lo que ni esperábamos ni reconocíamos necesitar.