UNA OCASIÓN DIVERTIDA

Leer nos divierte. No se trata, como suele decirse, de que «puede llegar» a ser divertido, mostrando tanto lo infrecuente de la posibilidad como el esfuerzo requerido para lograrlo. Hemos de empezar por reconocer que la lectura no es simplemente un instrumento o un medio para acceder a no sé qué conocimiento o placer. Tiene sentido en sí misma y comporta su propio disfrute, no solo por los resultados. Es cierto que hay textos más áridos y exigentes y que, como es obvio, no pocos son sencillamente malos, pero resulta descorazonador encontrarse con esforzados ascendiendo hacia la cima de un libro, ansiando su final para encontrar el alivio de ya haberlo leído. Esta insistencia remeda la que se da entre aprender y saber, olvidando que aprender es más que un medio para saber. El eros nos confirma que amar y leer, que por cierto tanto tienen que ver, no son simples lugares de paso hacia alguna otra plenitud. Ya Hegel nos recordó que lo importante no es sin más el resultado, sino a su vez el proceso. Y leer es un modo de proceder, casi cabría decir que un comportamiento que todo lo alcanza, un modo de vida.

Lo que caracteriza este modo de ser de quien hace del leer una forma de vivir es que no se reduce a permanecer constantemente idéntico a sí mismo. No le importa, incluso diría que lo desea y lo necesita, ser diferente. Y no ya para diferenciarse de los demás sino de sí. Ello obedece a una experiencia de buen lector, que es la de no coincidir consigo, ser intempestivo, diferir de sí. Es como si uno no llegara nunca a ser del todo quien es. Con esa experiencia se lee como una forma de transitar desde uno a sí mismo. Y para ello precisa de los otros, de lo otro, de lo que adviene en el lenguaje, en la escritura. Así se diversifica, se divierte. Porque divertirse no se reduce a pasarlo bien, sino a ofrecer versiones diferentes de uno mismo, diferentes modos de vivirse y de vivir. Y ello no es un simple juego de disfraces, sino un juego de máscaras, que no esconden otro y verdadero rostro, sino que en su sucesión ofrecen el único y divertido rostro de uno mismo, de sí mismo. Así como se abre la portada de un libro y se pasan las páginas, lo que en el texto que relata quienes somos se dibuja solo se atisba en esa sucesión.

Nos cuesta reconocer que el peor de los aburrimientos es aquel que radica en la experiencia de lo aburridos que somos nosotros mismos cuando insistimos en ser ya quienes somos, como somos, identificados con lo que pensamos, sentimos y vivimos. Esto significaría carecer de la condición fundamental del pensamiento, la curiosidad.

Es cierto que la lectura produce eficaces desplazamientos, que es en efecto un viaje, que nos hace conocer otros tiempos y lugares, distintos acontecimientos y momentos y nos procura información, conocimiento, cultura. Pero lo más decisivo es lo que ello supone para nuestro propio cultivo y, si somos ambiciosos al decirlo, y por qué no, para el mundo. Lo más significativo es que al leer un libro nos hacemos otros, esto es realmente lo divertido. Lo divertido es convertirse en otro. Todo libro en uno u otro sentido es una paideia, nos procura educación. Pero depende radicalmente de hacer de la acción de leer no un medio, sino un procedimiento de transformación. Se dirá, y con razón, que esto no es lo más frecuente, pero tampoco hemos de confundir pasar página tras página con esta acción de retorno y de desplazamiento que es la lectura.

Tal vez en el corazón de la auténtica diversión siempre habita el sentido del humor. Y en el del buen lector, también. Es evidente que no se trata de un espíritu gracioso y puntilloso, que pretende dar por supuesto el ingenio propio para una y otra vez, como suele decirse, sacar punta a todo. Bien sabemos que no es así. El humor es un destello de la inteligencia y, en ocasiones, esta de aquel. Siempre supone una distancia y una toma de distancia, una no fijación en lo más inmediatamente dado o dicho, una mirada oblicua que otorga una nueva centralidad que se parece más a un desplazamiento, incluso a un descentramiento. Y lo es hasta tal punto que en cierta medida es un requisito indispensable para no ceder a la grandilocuencia de un sentido único que se impone señoreando el texto. En definitiva, también cada cual es en cierto modo su sentido del humor y, asimismo, un lector es un humor y la lectura una ejecución del mismo, tanto que en ocasiones desfallece inmolado para no resultar evidente.

Y si leer divierte es también porque distrae. Ahora bien, no hay distracción si no se produce una nueva atracción, si algo no nos convoca. A veces evadirse es alcanzar otra libertad. De ahí que la capacidad de seducción de un texto radica en ocasiones en que nos ofrece otras modalidades de existencia, y al distraernos, nos recrea. Incluso hasta el punto de disfrutar.