Se dice, con razón, que cada uno tiene su ritmo. También le sucede a cada texto escrito y conviene que otro tanto ocurra con la lectura. Es evidente que no se trata simplemente de la rapidez o de la velocidad, de la parsimonia o de la lentitud. El asunto, en cierto modo, es algo distinto. El ritmo es la base de la armonía, no solo de la música, como es bien sabido, sino de las pasiones, como nos muestra Descartes. Y tanto que de ello depende la dicha y el gozo de vivir. En última instancia, Nietzsche lo subraya bien al decir que ser es respirar. Con ello no hace sino recordarnos lo que resulta bien clásico, que rythmós hace referencia al movimiento, a un modo de mover y de ser movido, como una corriente, como una sucesión de olas. Ya Aristóteles en su Poética nos implica del todo, puesto que el verdadero ritmo es el ritmo de la sangre, el ritmo de la respiración, el ritmo de la vida. Cualquier modo de decir o de hacer poético ha de acompasarse, sintonizar, corresponder a este ritmo radical de la existencia, una suerte de respiración del universo, más aún, del mundo.
Resulta de tal importancia el asunto que en rigor no seremos capaces de leer si no encontramos el ritmo adecuado para hacerlo. Del mismo modo que para hablar bien es decisivo encontrar el tono adecuado, y ello no es solo una cuestión de intensidad de los sonidos, para leer es imprescindible hacerlo con ritmo, respirar y dejar respirar el texto, oxigenarlo con nuestro propio vivir. La comprensión de un escrito radica en gran parte en hacerlo sonar adecuadamente, ofreciéndole aire fresco, renovado, libre.
En cierta medida, unas disciplinas se diferencian de otras por su modo de considerar el ritmo de la vida, por el aire que ofrecen, por el aire que respiran. Y para ello pueden ayudarnos los signos de puntuación, las pausas, los cortes, la forma de la composición. En definitiva, saber leer es saber escindir, cortar y separar palabras y frases. Eso lo comprobamos no solo con quienes se inician en la acción de leer, sino también en quienes nos han acercado desde la antigüedad este modo de lectura, que responde a una determinada posición y composición de las palabras.
Los romanos, por ejemplo, disponían de verdaderos profesionales para la lectura. Los copistas escribas no eran propiamente los lectores. Dado que los volúmenes se ofrecían en una escritura continua, resultaba singularmente complicado hacerse cargo de su contenido. Se requería para la puesta en público de lo escrito lo que hoy denominaríamos un personal altamente cualificado, capaz de cortar en palabras y frases esos textos continuos, de hacer en la interpretación las debidas puntuaciones y de leer sin cometer errores sintácticos ni fonéticos. Podría decirse en este sentido que leer era procurar que el ritmo fuera el adecuado, que se correspondiera con el latir del texto y que la sístole y la diástole fueran tanto del lector como del escrito, sintonizando así con el decir inscrito del escritor.
Tendemos a considerar, no sin razón, que es en la poesía donde el pie de la letra es determinante. Ciertamente es decisivo en la métrica latina, ya que se construye a base de pies. Pero también consideramos que ello supone ser pormenorizadamente cuidadoso en cualquier caso para velar por cada detalle, cada letra, cada posición, cada grafía, ya que todo y en todo tipo de escritura nos dice algo. No basta por tanto con deletrear. El pie de la letra es más exigente. Y no solo para el copista sino también para quien ha de leer hasta los espacios en blanco, incluso hasta aquello de lo que no se habla y sin embargo se está diciendo.
Marcar el ritmo del remar, del navegar, corresponder al ir y venir de las olas conjuga estoicamente el lenguaje con el quehacer de la naturaleza. Hemos conformado los calendarios, las estaciones y los tiempos según una armonía que incide directamente en nuestras palabras, en nuestro modo de ser y de decir. Y recíprocamente, nuestros escritos y sobre todo nuestras lecturas reescriben el ritmo de la naturaleza hasta el punto de depender directamente de esta acción tan humana que es elegir, que es leer. Pero sobre todo nuestra tarea cotidiana, diaria, el corte que supone la noción misma de día para quienes somos efímeros, nos convoca a una lectura del ritmo y de la armonía, la de considerar nuestra propia vida como un texto que ha de respirarse justa y adecuadamente, mesurada y rítmicamente. Leer sin ritmo no es leer, vivir sin él, tampoco.