123. EL ÚLTIMO CUADRO DEL PATCHWORK
(LEIPZIG, ST. MARGARETHEN Y CUXHAVEN-DE FEBRERO A SEPTIEMBRE DE 1961)
En febrero de 1961, Karl Edelberg volvió a Alemania Oriental desde una planta científica situada en la ciudad de Akademgorodok, cerca de Novosibirsk, en Siberia. Fue liberado no solo por su edad, sesenta y ocho años, sobre todo por algún leve trastorno de carácter que le impedía centrarse en su trabajo. Se le proporcionó un piso de cuarenta metros en la periferia de Leipzig, en la República Democrática Alemana y un subsidio apenas suficiente para que pudiera mal vivir. Como si lo que había hecho todos aquellos años no significara nada para los soviéticos. A fin de cuentas no era más que un prisionero de guerra entre otros millones. Aunque a diferencia de la mayoría, al menos había conseguido recobrar la libertad.
A principios de 1945, en los últimos meses de la guerra, cuando se encontraba trabajando en la planta de Peenemünde, el ejército soviético capturó a los científicos alemanes que se encontraban allí y los trasladó a Novosibirsk. Después, ya en 1958, los condujeron a la recién inaugurada Ciudad de la Ciencia, en Akademgorodok, situada a unos veinticinco kilómetros al sur de Novosibirsk. Por entonces Edelberg estaba informado desde hacía tiempo de la muerte o desaparición de sus hijos. También tenía la certeza de que su mujer, Ilse, no había sobrevivido a la guerra tras los espantosos bombardeos de Berlín. Le habían contado que el barrio donde ellos vivían había quedado totalmente arrasado. No quiso indagar más y se resignó a vivir el resto de sus días en aquel helado piso de cuarenta y cinco metros cuadrados, en el que se podía escuchar a los vecinos como si estuvieran dentro de la casa, con muebles de ínfima calidad y alimentos insuficientes para mantenerse. Sin embargo Karl creía que no le había llegado la hora. Decidió escribir todo lo que había vivido desde aquel lejano día en que una agraciada joven le ayudó a recoger los papeles que el viento arrastraba por la acera. Todo significaba todo, ya que Karl Edelberg seguía manteniendo una prodigiosa memoria. De todo lo que había ocurrido a lo largo de su vida, lo que más le seguía sorprendiendo era cómo un puñado de indeseables, sin clase ni calidad humana, se habían apoderado no solo del poder de uno de los países más poderosos del mundo, sobre todo del alma de sus habitantes. No más de media docena de hombres decididos a hacerse con el poder, para los que la vida humana era algo sin valor comparados con su tremenda ambición. Él había estado presente en alguno de los momentos trascendentales de los comienzos de aquella malhadada aventura, y había podido observar como Adolf Hitler había subyugado a unos cuantos, que a su vez, como si se tratase de un virus, expandieron unas ideas absurdas y malvadas que arrastraron a la gran mayoría a un alud de sangre, dolor y ambición, al que nadie podía oponerse impunemente.
Con su edad aún creía tener tiempo para contarlo. De hecho había comenzado el mismo día en que fue secuestrado por la Gestapo y conducido a su cárcel en Peenemünde. Allí le dijeron que si no quería que su familia sufriera un desgraciado accidente, debía convencer a su esposa de que había tomado la decisión de suicidarse. Sabía que los demás que allí estaban en la misma situación habían sido obligados a lo mismo. Era la forma en que los nazis dispusieron que se hiciera a fin de evitar filtraciones de una vez por todas, ya que estaban trabajando en la División de Altos Secretos militares del Tercer Reich. Un lugar inexistente para el resto de la población. Entonces tuvo que elegir entre aceptar y convencer a su esposa de que no deseaba seguir viviendo, o temer cada día por la vida de los suyos. Sabía por experiencia personal que los nazis no se detenían ante la vida humana.
Pero todo aquello había sucedido muchos años antes. Cuando creía que el resto de su vida, corta o larga, no sería más que un amargo final, de nuevo el azar iba a intervenir de una manera casi sorprendente. Una mañana se cruzó en el centro de Leipzig con un hombre que se le quedó observando. Luego el hombre le siguió un rato hasta que finalmente se le acercó.
—Oiga, perdone ¿No es usted el señor Edelberg? ¿Se acuerda de mí? Soy Richard Klein, el portero del edificio de su piso en Berlín. ¡Por Dios bendito! ¡Me aseguraron que usted había muerto! ¡Pero qué hace usted aquí en Leipzig! Yo es que soy de aquí. ¿Su mujer sabe que está usted vivo? Me dijeron que ella vive en un lugar cerca de Bremerhaven, en la República Federal, al menos yo le envié las cartas durante un tiempo allí.
Karl Edelberg lo miraba incrédulo. Aquella noticia le sonaba a imposible. ¡Ilse vivía! Le preguntó con voz inaudible si recordaba si el lugar en cuestión era Cuxhaven. Klein afirmó.
—¡Sí! ¡Exactamente! ¡Cuxhaven! ¿No es ahí donde desemboca el Elba?
Dos meses más tarde Karl se mudó a vivir a St. Margarethen, en una casa aislada muy cercana a la orilla oriental del Elba. Cuando la policía política le preguntó cuál era la causa de que quisiera abandonar su piso en Leipzig, alegó que aquel clima le sentaba mal, y que prefería vivir aislado para poder concentrarse mientras escribía. No era ningún delito, a fin de cuentas era un hombre mayor, ya jubilado y sus papeles estaban en regla. Se autorizó excepcionalmente el traslado, aunque le advirtieron que debería notificar su residencia si volvía a mudarse. Tiempo después adquirió una pequeña barca, la pintó de negro como las barcas de los pescadores tradicionales y comenzó a pescar cuando el tiempo se lo permitía, ni siquiera la soltaba del amarradero en el río. Siempre la misma rutina. Un viejo pescador que se las ingeniaba para poder comer algo de pescado. Los guardias de ribera se acostumbraron a verlo, e incluso más de una vez les regaló una bolsa con algunos peces. Un viejo inofensivo que no se metía con nadie.
Hasta que cuatro meses después una noche sin luna de septiembre, se introdujo en la barca y solo tuvo que soltar la amarra, la corriente la arrastró en silencio hasta llegar muy cerca de Cuxhaven. Karl Edelberg había estudiado las corrientes y las mareas y pudo comprobar con satisfacción que le conducían hacia donde había previsto. Corriendo un gran riesgo consiguió huir de la Alemania Democrática, no solo esquivando las lanchas de la policía de frontera, también el importante y peligroso tráfico fluvial. Una vez en la orilla oeste embarrancó entre los juncos, tuvo que chapotear para llegar hasta la tierra firme y una vez allí se orientó por la brújula. Divisó el lejano faro y caminó hacia él, buscando la ubicación de la casita ya que cuando los niños eran pequeños habían ido allí con frecuencia. En ocasiones recordaba aquellos años como si no tuvieran nada que ver con él, algo que le hubieran contado acerca de la vida de otro.
Casi dos horas más tarde, ya amaneciendo, se encontró de pronto delante de la casa. Se quedó mirándola sin poder creerlo, era exactamente como la recordaba, pequeña y desvencijada, pero la vio hermosa, la reconoció como parte de sus sueños. No pudo evitar sollozar de nostalgia y alivio.
Entonces pudo ver cómo se abría la puerta. Una mujer delgada de cabello blanco salió al exterior. A pesar de haber transcurrido veinticinco años desde que la vio por última vez, reconoció a Ilse. Toda una vida, pero estaba allí e intuyó que le seguía aguardando. Se incorporó y caminó hacia ella mientras pensaba que a pesar de todo debían recuperar el tiempo perdido.