122. UN PATCHWORK DE RECUERDOS

(TEL AVIV, BONN, BOSTON, NUEVA YORK, BERLÍN, ELMEN, CUXHAVEN-1960)

Una tarde de final de marzo de 1960, Selma Goldman tuvo una llamada telefónica en su casa de Tel Aviv. Era de Hannah Richter, que se identificó como una profesora alemana de Bonn. Le dijo que había ido hasta allí para verla y que iba a estar en Israel durante unos días. Dijo que tenía algo para ella y que debía dárselo en persona. Selma le contestó que sí querría ir a comer a su casa sería bienvenida. Cuando la profesora Richter le dijo que aceptaba encantada, Selma le pidió que anotara la dirección de su apartamento, en la calle Bialik 152, en el barrio de Ramat Gan, una zona residencial en rápido crecimiento a las afueras de Tel Aviv. Luego se despidieron hasta el día siguiente y Selma se quedó intrigada por aquella mujer, le sonaba aquel nombre de algo, como si lo hubiera escuchado alguna vez.

Se despertó en plena noche recordando que aquella Hannah Richter había sido la prometida durante unos años de Joachim Gessner, el hermano mayor de Eva Gessner, la mujer con la que Paul Dukas se había casado cuando se divorció de ella. Por lo que recordaba, Hannah no habría llegado a casarse con aquel hombre, un alto cargo de los nazis que de pronto desapareció de la escena política.

Selma vivía en Tel Aviv desde 1943, cuando tuvo que huir de Tesalónica. En 1944, su marido, Eduard Hirsch, con el que había contraído matrimonio pocos meses antes, murió participando en una acción del Batallón Judío. El implacable y extraño azar hizo que Lewis Auster, el marido de su hija Esther muriera con él.

Lewis Auster, profesor judío de la Universidad de Nueva York, decidió abandonar Nueva York y volver a Israel para luchar en el Batallón Judío. El avión que los trasladaba al interior de Hungría donde iban a lanzarse en paracaídas había sido derribado por las baterías antiaéreas alemanas. Ninguno de los ocupantes sobrevivió. Cuando le llegó la noticia Selma no quería creerlo, sabiendo que lo más importante de su vida había desaparecido. Era un doble golpe también para su hija, apenas aún de luna de miel. El único consuelo era que ambos habían muerto intentando ayudar a otras personas para evitar que fueran asesinadas, defendiendo al pueblo judío.

Fue por entonces cuando la amiga de ambas, Lowe, que seguía soltera viviendo en un kibutz, se trasladó a Tel Aviv. Selma y Esther le pidieron que se fuera a vivir con ellas. En aquellos momentos estarían mejor las tres juntas. No solo las unía el cariño personal y una historia común. Selma seguía perteneciendo a la Agencia Judía para Israel, Sojnut Ha’Yehudit Le-Eretz Israel, como Esther y Lowe.

Hannah Richter llegó cerca de las doce. Una mujer alta y elegante de alrededor de sesenta años, con el cabello blanco y los ojos muy azules. Las abrazó a las tres emocionada, como si volviera a ver a unas personas muy cercanas, aunque ninguna de ellas la había visto nunca hasta aquel momento. Hannah traía un gran paquete con ella y se lo entregó a Selma que lo abrió en silencio. No pudo reprimir un grito al terminar de desenvolverlo. ¡Era el Talmud de Viena que había pertenecido a su padre! Hannah dijo que mientras investigaba en Tesalónica, al preguntar en la parroquia ortodoxa, un sacerdote se lo entregó diciéndole que se lo hiciera llegar a alguien de la familia Goldman. Selma se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar. Esther y Lowe tampoco pudieron reprimir su profunda emoción.

Luego Hannah les explicó que tuvo relaciones durante unos años con Joachim Gessner, hermano de Eva Gessner, coincidiendo con lo que Selma recordaba. Ella entonces residía en Berlín, y a finales de 1927 decidió romper la relación que mantenía con Joachim. Les explicó que algo no funcionaba entre ambos y que ella tomó la decisión cuando conoció a un hombre muy diferente, Werner Scharf, del que se enamoró perdidamente y con el que contrajo matrimonio civil. Tiempo después Werner fue detenido y enviado a un campo de prisioneros. Dado su precario estado de salud no pudo resistir las continuas torturas, la falta de atención médica, la crueldad de los nazis. Hannah les contó cómo había intentado por todos los medios que liberaran a Werner, lo que le resultó imposible. Por lo que ella pudo indagar, Werner murió prisionero de los nazis en el campo de Sachsenhausen, en Oranienburg, cerca de Berlín a finales de 1938. Alguien muy importante en la cúpula nazi impidió que fuera liberado. Ella siempre había estado convencida de que no había sido otro que Joachim Gessner, despechado porque lo había abandonado por aquel hombre. Incluso lo intentó a través de la nueva prometida de Joachim, y aunque Constanze von Sperling se portó muy bien, ayudándola en lo que pudo, al final resultaron inútiles los esfuerzos.

Indagando en los archivos nazis, a los que ella tenía acceso como investigadora desde su cátedra en la universidad de Bonn, supo que el hermano de Joachim, Stefan Gessner, un alto cargo de las SD, los servicios de seguridad de las SS, se había suicidado en Berlín a finales de 1943, al descubrirse por la Gestapo, tras la muerte de María Gessner, que los hermanos Gessner tenían sangre judía. Joachim desapareció el mismo día, y todo el mundo estaba convencido de que la Gestapo o las SS lo habrían asesinado. Era la manera de terminar con los problemas de los nazis. De hecho no se había vuelto a saber de él desde entonces.

Selma asintió al escuchar aquello. Recordaba bien lo sucedido, se sentía responsable de aquella muerte ya que María y Eva Gessner se habían arriesgado mucho por ella, y por todo lo que ocurrió, incluso durante unos días llegó a dudar de si la habrían delatado.

Les explicó que había conseguido averiguar que Markus Gessner, el hermano gemelo de Joachim, como tantos otros refugiados de la guerra vivía en la Costa Este de los Estados Unidos, en algún lugar cercano a Boston.

Había intentado ponerse en contacto con Markus, pero no había conseguido contestación, lo que le pareció extraño, ya que aquel hombre, al que conoció muchos años atrás en una reunión familiar cuando era prometida de Joachim, era sin duda alguien que merecía la pena. En aquel momento se había dado cuenta de que en dos cuerpos idénticos se albergaban paradójicamente espíritus muy diferentes.

Pero lo que la había hecho pensar era lo que había ocurrido unos meses atrás, a finales de 1959, cuando recibió una carta de Constanze von Sperling en la que le decía que había encontrado su dirección en una agenda que Joachim había olvidado muchos años atrás en su casa de Elmen. La habían encontrado metida en un sofá al tapizarlo de nuevo. Le explicó que conocía su trabajo como investigadora a través de otro profesor de la universidad amigo de ella, y que al haber mantenido relación ambas con Joachim quería comentarle algo.

Una antigua sirviente que había trabajado para ella en Elmen, María Stadler, emigrada también a los Estados Unidos, ya que había contraído matrimonio con un suboficial americano, le había escrito contándole que creía haber visto a Joachim Gessner en Salem, al norte de Boston en octubre de 1959, donde ella estaba trabajando como asistenta en un colegio. En la carta decía que estaba segura de que era él, mucho mayor, con la cabeza afeitada y barba, pero aun así lo había reconocido. Insistía en que tenía que ser él, ya que aunque sabía que tenía un hermano gemelo, aquel no podría ser otro que Joachim Gessner, ya que seguía teniendo aquel particular tic en los ojos muy frecuente en él.

Constanze se mostró muy extrañada por aquello, y contestó a vuelta de correo a María Stadler pidiéndole más información, ya que era imposible que se tratara de Joachim, al que todos daban por muerto. En cuanto a Markus Gessner por lo visto también había conseguido emigrar a los Estados Unidos. Esa era al menos la información que ella tenía.

Maria Stadler tardó casi dos meses en contestar. Le envió una carta asegurándole que podría jurar que aquel hombre no era otro que Joachim Gessner. Le contó que su marido lo siguió un día desde un centro comercial hasta el lugar donde en apariencia vivía, en el extrarradio de Lawrence, una pequeña población cercana a Salem, en el interior, en una zona boscosa donde existían algunas casas aisladas. Cuando el coche al que seguía se introdujo en una de ellas, pensó que no podía detenerse sin despertar sospechas y tuvo que seguir hasta encontrar donde aparcar su coche. Volvió andando a través de los árboles y aguardó hasta que lo vio subir a su coche y marcharse. Se acercó al buzón y pudo leer «Markus Gessner». Cuando volvió a su casa y le contó todo a María, ella le dijo que allí había algo extraño. ¿Por qué Joachim Gessner se estaba haciendo pasar por su hermano?

Al leer la carta de Constanze se había sentido intrigada y decidió ir a visitarla. La llamó por teléfono y se dirigió a la estación. Tuvo que hacer trasbordo para llegar a Travemünde, donde la aguardaba Constanze von Sperling. No se conocían personalmente pero desde el primer momento hablaron con toda confianza. Ambas pertenecían a una misma generación, habían vivido la guerra y sobrevivido. Además habían mantenido relaciones con el mismo hombre, aunque ninguna de los dos quiso seguir con él cuando supieron quién era en realidad.

Constanze le volvió a contar lo que María Stadler aseguraba. Le dijo que estaba muy interesada en averiguar la verdad al punto que había decidido viajar hasta allí y comprobarlo personalmente. Por supuesto intentaría que él no la reconociera. Para ello se tintaría el cabello, vestiría al estilo americano, intentaría no cruzar la vista con él. Pero quería estar segura. Una grave sospecha la había asaltado conociendo a Joachim Gessner.

Hannah le dijo que ella pensaba lo mismo. Joachim Gessner había sustituido la personalidad de Markus Gessner, y eso solo podía suceder si tenía la certeza de que su hermano no iba a aparecer más. De ahí se deducía que Markus probablemente estaría muerto y, si era así, que Joachim Gessner tendría mucho que ver en ello.

Hannah se quedó todo el fin de semana en Elmen con su nueva amiga que la acogió como si se conocieran de toda la vida. Le habló a Constanze del libro que estaba escribiendo sobre lo que había sucedido a la gente cercana en aquel terrible conflicto que se había llevado por delante a tantos familiares, amigos y conocidos. De aquella espantosa pesadilla en que se había trasformado el Tercer Reich, de cómo los alemanes habían pagado un altísimo precio por seguir a un individuo sin principios, que les presentó una filosofía de la vida basada en el relativismo ético, la eliminación de los otros, y la aniquilación de los judíos europeos. Muchos alemanes habían sido cómplices de la destrucción moral de Alemania y de los millones de asesinatos cometidos, ya que sin aquella complicidad nunca hubiera conseguido llevar a cabo sus fines.

Constanze asintió. Ella había estado muy cerca y le reconoció que durante largo tiempo no quiso aceptar la realidad. No en vano era la propietaria de la casa colindante a la villa en Wannsee donde se había fraguado «la solución final». Ella había tenido allí, en Elmen, sentados como invitados el día de su boda y su divorcio, a Goering, Goebbels y Himmler. Los tres hombres que llevaron a cabo la ejecución material de los designios de Hitler. Los tres hombres que fueron capaces de convertir la esotérica visión de un iluminado en una espantosa realidad, en el mayor crimen de la historia. Le explicó que también ella había decidido anotar todo lo que recordaba, indagar qué había sucedido con unos y otros. Le habló de aquella mañana en la pastelería de Travemünde cuando presenció cómo deportaban a aquellas familias judías, lo que la hizo tomar conciencia de lo que estaba sucediendo en realidad en el Reich. De pronto comprendió que junto a ella se estaba fraguando un estado criminal, basado en la codicia, la maldad humana, la ambición desmesurada, como aquel «lebensraum» que incitó a los alemanes a apoderarse de las naciones colindantes, y aniquilar, deportar y maltratar a sus habitantes, con la idea de que solo por ser alemanes tenían derecho a esclavizar a los demás seres humanos. De la valentía de su amiga, Angélica von Schönhausen, que se atrevió a pararles los pies nada menos que a los tres hombres fuertes del régimen nazi. De cómo algunos alemanes lucharon por evitar que aquello siguiera. Gentes a las que ella conocía o a sus parientes, que se arriesgaron y se lo jugaron todo para que la era de Hitler acabara cuanto antes, como von Stauffenberg y otros muchos que pagaron con la vida su heroica decisión.

Fue entonces cuando Hannah le propuso escribir juntas el libro, ya que ambas tenían mucho que aportar y eran puntos de vista diferentes. Hannah siempre se había opuesto al régimen nazi, mientras que Constanze había convivido con él hasta que se dio cuenta de lo que estaba pasando. Ella le decía que de pronto se dio de bruces con la realidad y comprendió que debía alejarse de aquella gente. Constanze no solo aceptó colaborar. Fueron a visitar a Angélica von Schönhausen, que seguía viviendo en Timmendorfer, acompañada de Rebeca Cohen a la que había prohijado. Tanto Angélica como Rebeca dijeron que querían colaborar, y que algo podrían aportar. Constanze sabía que la experiencia que Angélica había vivido en el campo de concentración aquellos días sería importante. En cuanto a Rebeca durante meses vivió una terrible experiencia, ver asesinar a su propia familia la había marcado para siempre. Hablaron de que necesitarían incorporar a alguien más que hubiera estado en el lado de las víctimas. Encontrar a la persona adecuada no iba a resultar fácil. En 1960 apenas quedaban unos pocos miles de judíos en Alemania, al menos en la nueva República Federal, y los que había se mostraban muy recelosos con los alemanes, lo que por otra parte era lógico.

Se despidieron quedando en verse con frecuencia. Constanze iba a viajar a los Estados Unidos dos semanas más tarde. A pesar de todo podía permitírselo ya que seguía siendo una mujer rica, y no iba a quedarse con la intriga. A su vuelta se pondría en contacto con ella y comenzarían la colaboración. Mientras le entregó la agenda de Joachim Gessner y lo que ella había ido escribiendo sobre el tema. Le dijo que hiciera una copia de todo, ya que ella no iba a utilizarlo hasta su vuelta.

Cuando Hannah volvió a Bonn, al repasar sus notas tomó la decisión de viajar a Israel. Quería hablar con Selma Goldman, intentar implicarla, conseguir que las ayudara en su proyecto. Aquel era el motivo de encontrarse allí, con ellas.

Para su sorpresa, Selma aceptó colaborar en el libro con lo que pudiera aportar. Ella también había comenzado a escribir sobre lo sucedido en Europa tras el Tratado de Versalles, mucho antes de que comenzara el conflicto. Incluso antes de que Hitler llegara al poder. Lo había podido hacer con conocimiento de causa, ya que ella había estado allí. Recordaba muchas cosas ya que había ido tomando notas desde el primer día, con la intuición de que tal vez algún día aquella información fuese útil. Añadió que le gustaría colaborar ya que consideraba fundamental que todo aquello no se olvidase nunca.

Para Hannah significó una buena noticia. Ella también deseaba ir incorporando testimonios, retazos de lo ocurrido, de aquí y de allá. Al final surgiría un relato completo que se iría hilvanando con las aportaciones de unos y otros. Esther y Lowe quisieron aportar su parte. Plasmar lo que ellas habían vivido. Estaban entusiasmadas con la idea. Incluso se podría hablar por los que ya no estaban, poniéndose en su lugar, como en el caso de Lowe, a la que Paul Dukas había ayudado a escapar de Varsovia y a incorporarla a su familia en Viena. Ella eso no podría olvidarlo nunca.

Quedaron en mantenerse en contacto, en intentar encontrar a otras personas, como era el caso de Ilse Edelberg, hija de David Goldman y por tanto hermanastra de Selma. Ella creía que Ilse seguía viviendo en Berlín. Quedó en buscar su dirección y escribirle. El caso de Eva Gessner, junto con Markus, los dos supervivientes de la familia Gessner que se supiera. Eva había estado casada con Paul Dukas. Lo mismo que Constanze von Sperling, casada y divorciada inmediatamente de Joachim Gessner. Eran las que habían sobrevivido a un terrible desastre humano, al Holocausto de millones de judíos, gitanos, eslavos. Tenían la obligación de contar aquella historia, intentar que la gente conociera las causas, cómo había comenzado todo, quiénes habían sido los instigadores, los causantes, no solo los que habían actuado como perpetradores, también a los que habían hecho todo lo que podían, sacrificando incluso su vida por ayudar a los demás.

Hannah volvió a Alemania dos días más tarde. El proyecto que había emprendido sola estaba tomando forma. Se incorporó a su cátedra en Bonn y siguió indagando en los archivos a los que tenía acceso. Se puso en contacto con el Colegio de Notarios de Viena y por su mediación consiguió que el notario que había atendido a Eva Gessner la recibiera. Viajó a Viena y habló con él. Muchos judíos austríacos habían emigrado a aquel país y los notarios estaban sirviendo de enlace en muchas ocasiones. Tras algunas dudas, al decirle que tenía noticias de que un hermano de Eva, Markus Gessner, vivía en los Estados Unidos, el notario le proporcionó la dirección de Eva Gessner, en Manhattan, junto a Park Avenue. También le proporcionó el número de teléfono. El notario le confirmó que por sus datos, María, Stefan y Joachim habían muerto durante la época nazi y que le gustaría confirmar aquella noticia.

Hannah regresó a Bonn y escribió al hotel de Boston en el que se hospedaba Constanze von Sperling durante su estancia allí, enviándole la dirección de Eva. Luego siguió escribiendo, manteniendo correspondencia con Selma. Fue Selma la que logró dar con la dirección de Ilse Edelberg, de soltera Ilse Wilhelm, en un remoto lugar en Cuxhaven, en la costa norte. Hannah le escribió que quería verla e Ilse aceptó que fuera allí, ya que le dijo que ella no se sentía con fuerzas para viajar. De nuevo Hannah fue hasta allí, alquiló un coche en Bremerhaven y se dirigió a Cuxhaven, un hermoso lugar en la desembocadura del Elba. La casita de Ilse Edelberg era muy pequeña, con una chimenea de piedra de la que salía humo. Una mujer mayor pero aún esbelta cavaba un pequeño jardín delantero. Detrás, muy cerca, un poco más abajo, se divisaba la playa. Cuando se acercó Ilse se quedó mirándola. Ella caminó y le estrechó la mano. Luego la abrazó.

Entraron en la casa. Hannah pensó que era como ella se había imaginado siempre las casitas de los cuentos de hadas. Todo era antiguo pero sin pretensiones, un ambiente acogedor, cálido y hermoso. Ilse le preguntó si le aceptaría una taza de té. Ella asintió. Durante un rato permanecieron en silencio, como dos viejas amigas que ya se lo hubieran dicho todo. Ilse preparó el agua caliente en la misma chimenea. Sacó unas galletas de nata de una estantería. Colocó las tazas y la tetera en una pequeña mesita junto a la ventana. Luego sirvió el té y se quedó mirándola. En el sillón Ilse estaba haciendo un precioso patchwork en tonos azules y morados.

Hannah pensó que aquella mujer tendría que haber sido muy hermosa, pero que la vida la había golpeado con dureza, lo que se adivinaba en su rostro, en sus ojos cansados pero aún brillantes. Sorbió el té y se quedó mirándola mientras Ilse le contaba quién era ella y por qué la vida la había llevado hasta allí.

Le habló de sus hijos. Klaus, suboficial de blindados, desaparecido en la guerra con Rusia. Elisa, enfermera de la Cruz Roja Alemana, muerta en un bombardeo aliado. David, el más pequeño, asesinado por los nazis por ser hiperactivo. De Karl Edelberg, su marido, prisionero en un lugar cercano a Peenemünde, un hombre bueno que optó por suicidarse. De su madre, Charlotte Wilhelm, de la relación que había mantenido en su juventud con un judío de Viena, David Goldman, de la que había nacido ella. De que no había sabido aceptar ser hija de un judío, y que cuando comprendió que el hecho de que fuera judío o fuera gentil no tenía ninguna importancia; ya era tarde. Comentó que se había puesto en contacto con ella un notario de Viena. Goldman la había incluido en su testamento, como una hija más. Aunque los nazis habían querido destruir y anular los testamentos de los judíos, aquel notario había escondido algunos protocolos cuando el anschluss. Los fantasmas del pasado, murmuró. Aquel dinero le permitía seguir viviendo.

Entonces Hannah le contó que hacía apenas un mes había estado en Israel. Allí se había encontrado con Selma Goldman, también con su hija Esther. En realidad y por lo que le estaba contando, Selma era su hermanastra y Esther su sobrina. Ilse asentía, como si quisiera saber más. La interrumpió para contarle que una vez, hacía muchos años, Selma había viajado a Berlín para hablar con ella. Dijo que en aquel tiempo ella pensaba de otra manera y no pudo entenderla. Luego se había arrepentido de ello. Añadió que le gustaría tener la oportunidad de escribirle y pedirle perdón, que le gustaría mucho conocerla aunque fuera tan tarde.

Hannah le explicó el proyecto. Escribir sobre lo que había sucedido, como una catarsis espiritual, que les ayudaría a librarse de los demonios que aún las asolaban con los viejos recuerdos. Sería como demostrarles que no les tenían miedo. Intentar reencontrase con los recuerdos de los seres queridos, comprender, recuperar lo que existió de positivo en los que las habían rodeado.

Ilse sollozó. Confesó que ella no había sabido entender lo que en realidad sucedía. Como millones de alemanes y alemanas que habían creído que las cosas serían de otra manera. Que cuando quiso reaccionar ya era tarde.

Hannah lloró con ella. Era cierto, incluso ella que no había creído en el nazismo, que siempre pensó que la aventura en la que Hitler estaba embarcando a Alemania y a Europa acabaría mal, tampoco había hecho todo lo que podía por evitarlo. En ocasiones mirar hacia otro lado era la mejor solución. Sin embargo, aún estaban a tiempo de dejar un testimonio humano de todo ello.

Aceptó quedarse a dormir en un pequeño dormitorio de invitados que era también de juguete. Una vieja litera en la que en tiempos durmieron aquellos jóvenes que creían estar asistiendo al nacimiento de una nueva Alemania, y que se habían quedado en el camino.

Permaneció el fin de semana con su nueva amiga. Ilse le pidió que volviera, y ella le dijo que la siguiente vez le llevaría a su amiga Constanze, y que confiaba en poder traer alguna vez a Selma y a Esther. Mientras se lo decía los ojos de Ilse mostraban su ilusión.

Al día siguiente se despidieron. Ambas estaban emocionadas y tuvo que prometerle que no tardaría. Luego mientras conducía de vuelta a Bremerhaven, no pudo impedir que una lágrima corriera por su mejilla.

Un mes y medio más tarde Constanze von Sperling la llamó diciéndole que estaba de vuelta de su viaje a los Estados Unidos y que tenía que verla. La invitó a pasar unos días a Elmen diciéndole que tenía novedades pero que prefería contárselas cuando se vieran. Aprovechó que había un día festivo por medio para viajar a Elmen. Dispondría de cinco días para estar con Constanze, que fue a buscarla a la estación de Travemünde.

Constanze le explicó que tras recibir la carta había decidido ir primero a ver a Eva Gessner, que le aseguró que le gustaría colaborar en el libro. Recordaba muchas cosas que no deseaba que terminaran perdiéndose. Tampoco sentía ningún rubor en que se publicaran a pesar de contar cosas muy duras de sus propios hermanos. Le entregó muchos documentos, incluyendo copias de la carta de Ada Rothman y de la herencia de su madre, Hilda Horvath que quiso acompañarla a buscar a Markus, y le dijo que empezaría a escribir todo lo que le viniera a la mente y que se lo iría enviando, por si les era útil. Dos días más tarde fueron a Boston y de allí a Salem. Cuando buscaron a María Stadler no pudieron dar con ella ni con su marido. Nadie supo darles razón, simplemente les dijeron que se habían marchado. Le pareció extraño, ya que le había escrito diciéndole que iba a ir a verla. Fueron entonces a la dirección donde vivía Markus Gessner según María. Observaron con estupor que la casa había sufrido un incendio y unos vecinos que vivían media milla al norte le dijeron que apenas quince días antes la casa había ardido y que el hombre que habitaba en ella, un tal Gessner, se había marchado de allí. Nadie en Salem ni en Lawrence parecía saber nada más.

Volvieron decepcionadas a Nueva York ya que Eva le confesó que se sentía muy sola y deseaba que se quedara con ella una temporada. Decidió quedarse un mes en casa de Eva en lugar del hotel. Constanze le contó a Hannah que había descubierto a una persona sensible y cariñosa que a pesar de todo echaba de menos Viena. La invitó a Elmen cuando quisiera ir, ya que Eva, que se había jurado a sí misma no volver jamás a Austria, estaba dispuesta a romper su juramento. Cuando llegó el día de la partida, Eva la acompañó al muelle donde estaba atracado el barco que la devolvería a Europa en un convoy. Se abrazaron al despedirse como si fuesen parientes y le reiteró que fuera cuanto antes. Quería reunir a Selma, Esther y Lowe, de las que tanto le había hablado Hannah en Elmen, para que Hannah les dijera lo que pensaba sobre el libro. Eva asintió, diciéndole que por supuesto ella tenía muchas cosas que contar.

Hannah le habló de la experiencia que había tenido con Ilse Edelberg, la hermanastra de Selma. Quizás no lo escribiría, pero si lo contaría. Era una mujer a la que la vida había maltratado, pero con una memoria excepcional que tampoco quería que se perdiesen.

Hablaron de cómo se había ido formando un grupo de siete mujeres muy diferentes. Tres mujeres alemanas, Hannah, Constanze y Angélica, tres mujeres judías, Selma, Esther y Lowe, y una mujer alemana de ascendencia judía por parte de padre, Ilse, todas ellas vinculadas por un pasado doloroso y trágico que en aquellos momentos las unía. Personas que habían pasado por muchos avatares, que habían ido cambiando a lo largo del tiempo, y terminando convencidas de que la traumática y terrible experiencia del nazismo, el Tercer Reich, el espantoso y criminal Holocausto, no deberían olvidarse jamás. Ellas escribirían el patchwork de aquella hermosa, terrible y trágica historia.

Una tarde de enero de 1961, ya oscureciendo, a la entrada de la autopista, la policía del estado de Washington dio el alto a un hombre de nacionalidad alemana identificado como el autor material de un doble asesinato cometido tres años antes en Lawrence, un pueblo del estado de Massachusetts. El hombre intentó huir al tiempo que esgrimía un arma, falleciendo en el intercambio de disparos. Tras la autopsia fue identificado como un antiguo nazi alemán, Joachim Gessner, descubriéndose que se hacía pasar por su hermano de nombre Markus Gessner. Las huellas dactilares enviadas desde Viena al FBI por Simon Wiesenthal, el cazador de nazis, lo delataron.