121. EL CUMPLIMIENTO DE UN SUEÑO MILENARIO

(TEL AVIV, RESIDENCIA DE POLA Y DAVID BEN-GURIÓN, MADRUGADA DEL 14 DE MAYO DE 1948)

La habitación se encontraba a oscuras y en completo silencio, pero aun así a David Ben-Gurión le resultaba imposible conciliar el sueño. Sólo podía darle vueltas y vueltas a la cabeza, pensando en todo lo que le aguardaba durante el día que acababa de comenzar. Le abrumaba la responsabilidad y no hacía más que dar vueltas en la cama. Intentó dormir, pero como otras veces le había sucedido, cuando se sentía preocupado o nervioso, volvía a recordar vívidamente su niñez en Plonsk, cuando aquel pueblo polaco aún formaba parte del inmenso imperio ruso. Entonces aún se llamaba David Grün y el mundo era muy diferente.

Al rememorar aquellos días no pudo evitar esbozar una sonrisa. A pesar de todo, durante su niñez y juventud había sido feliz, aunque había sido un joven inquieto y algo rebelde. Siempre recordaría al viejo maestro rabino que le recriminó un día en plena calle. El hombre, con amargura, le reprochó que no fuese lo suficientemente judío, como si no le importasen aquellos interminables rituales y tradiciones que marcaban la vida de la comunidad judía. Imprudente, tal vez soberbio, replicó irritado que para ser judío no hacía falta otra cosa que querer serlo. Más tarde se arrepintió de haber contestado en aquel áspero tono al rabino, que nunca más volvió a dirigirle la palabra. ¡Cuánto tiempo había pasado! ¡Cuántas cosas habían cambiado a su alrededor!

Se removió en la cama sintiendo a Pola muy cerca. Ella era su refugio, su consuelo, su consejera. Estaba seguro de que también ella se mantenía despierta, y como casi siempre silenciosa, atenta a sus reacciones. Se sentía muy afortunado por haberla encontrado, casi todo se lo debía a ella. Últimamente los dos sabían que ya no habría lugar para el descanso, que el tiempo transcurría implacable, inexorable, ¡demasiado rápido! Con sesenta y dos años se negaba a aceptar que aún lo tenía casi todo por hacer. Agobiado por esos pensamientos, respiró profundamente. Entre otras muchas cosas, de entre la lista cada día más larga de deseos y obligaciones incumplidos, deseaba poder estudiar la Biblia, aprender de ella, ser capaz de adquirir la sabiduría que aún no poseía y que tanto admiraba en muchos de sus compañeros. No lo había hecho en su juventud, con la certeza de que en la vida tendría tiempo para todo, pero en aquellos momentos comprendía que apenas le quedaba tiempo para poder realizar algunos sueños.

Volvió a moverse haciendo tintinear la vieja cama de metal que había encontrado en un chatarrero de Jerusalén. ¡Idéntica a la que habían tenido toda la vida sus padres en Plonsk! Llegó a dudar de si sería la misma, pero terminó descartándolo por imposible. Después, la primera noche que durmieron en ella, Pola le convenció de que el azar empleaba extraños caminos. ¡Tal vez! Se incorporó y la cama pareció quejarse de su brusco movimiento con un fuerte crujido. No podía seguir allí tendido, escuchando el interminable y monótono tictac del despertador. Dándole más vueltas a la cabeza, pensaba en lo mucho que aún le quedaba por hacer. Lanzó una fugaz ojeada a la inmóvil silueta de Pola que le daba la espalda.

Se levantó e intentando no hacer ruido, caminó descalzo por el largo pasillo, cruzó el despacho y abrió la puerta cristalera que daba a la terraza. Respiró profundamente el fresco aire de la madrugada, estiró los brazos y como siempre miró al cielo. Una vez más le sorprendió la enorme cantidad de estrellas. Tenía la certeza de que aquellas noches todas ellas estarían mirando a Eretz Israel.

Volvió a entrar y tomó asiento en su mesa de trabajo. Sobre ella se encontraba el original de la Declaración. Había discutido aquel documento una y otra vez hasta terminar de perfilarlo con todos y cada uno de los líderes del Yishuv. Algunos de ellos opinaban que debían cuidar su redacción hasta la última coma. Personas que nunca se daban por satisfechas, como Yitzchak Ben Zvi, Rabbi Yehuda Leib, o aquella tozuda mujer con fuerte acento ruso, Golda Meir, que jamás parecía satisfecha y siempre discutía con todos ellos apasionadamente. Sí. Entre todos habían aportado lo que pudieron, convencidos de la trascendental importancia de aquel texto.

Asintió conmovido. El hombre que más había hecho por conseguir aquello no podría estar allí para firmarlo, aunque seguiría estando en la mente de todos los presentes. Theodor Herzl, el visionario padre de aquella idea extraordinaria, presidiría espiritualmente la reunión de los líderes del pueblo judío, en un escenario provisional, pero tan simbólico como el Museo de Arte de Tel Aviv.

En aquel momento escuchó a Pola, llamándole en voz baja para que volviera a la cama.

—¡David! ¡Mañana estarás fatigado, intenta dormir un poco!

Negó con la cabeza. No. No era capaz de acostarse. En aquellos momentos sólo le interesaba aquel documento escrito a mano con las hermosas letras del alfabeto hebreo, conteniendo un texto que cambiaría las cosas de una vez por todas para los judíos. Nada menos que el Acta de Independencia del Estado de Israel. El Meguilat Ha-Atzmaút. Suspiró mientras acariciaba con delicadeza la fina textura del pergamino, observándolo con suma atención. Aquel no era un documento cualquiera, sino el resultado de una profunda reflexión, la culminación de un proceso para muchos utópico, por no decir imposible. Una gestación de décadas, repleta de dudas, de discusiones interminables, incluso con alguna que otra durísima diatriba. ¡Sólo él sabía lo que costaba convencer a tantos judíos tozudos! ¡Pero había merecido la pena! ¡Después de tantos disgustos, tantas noches en vela, tantos temores y esperanzas, que en algunos momentos se les antojaron rotas para siempre! Finalmente aquella mañana la Declaración sería rubricada por los treinta y siete miembros que componían la Asamblea del Pueblo.

Había discutido infinidad de veces con todos y cada uno de ellos, tantas que podría recitar todos sus nombres de memoria sin dejarse ninguno. Se concentró un instante antes de repasarlos. ¡Cuánto les deberían los futuros ciudadanos de Israel a todos ellos! Algunos habían sido protagonistas y en ocasiones víctimas de tremendas historias personales, experiencias que les servían para comprender mejor que nadie lo que su pueblo se estaba jugando con aquella declaración. Movió los labios musitando apenas los nombres. Daniel Auster, Mordecai Bentov, Yitzchak Ben Zvi, Eliyahu Berlingne, Fritz Bernstein, Rabbi Wolf Gold, Meir Grabovsky, Yitzchak Gruenbaum, el doctor Abraham Granovsky, Eliyahu Dobkin, Meir Wilner-Kovner, Zerach Wahrtaftig, Herzl Vardi, Rachel Cohen, Rabbi Yitzchak Meir Levin, Meir David Loewenstein, Zvi Luria, Golda Myerson, ahora Meir, Nachum Nir, Zvi Segal, Rabbi Yehuda Leib, Hacohen Fishman, David Zvi Pinhas, Aharon Zisling, Moshe Kolodny, Eliezer Kapplan, Abraham Katznelson, Felix Rosenblueth, David Remez, Berl Repetur, Moderkhai Shattner, Ben Zion Sternberg, Bekhor Shitreet, Moshe Shapira, Moshe Shertok. Cierto que con algunos de ellos las relaciones no resultaban fáciles, pero con todos había coincidido en lo fundamental. La necesidad de que tras muchos siglos los judíos volvieran a tener su propia patria, que no podría ser otra que Israel.

No tenía la más mínima duda de que en aquel escogido grupo de personas, que representaban no sólo a los que se encontraban en la tierra prometida, sino a los millones de judíos de todo el mundo, desde el mismo Tel Aviv, al más remoto lugar del planeta, se hallaba el espíritu íntegro del que iba a ser el nuevo Estado de Israel. Una voluntad férrea que impregnaba a todos ellos, como si desde el principio el texto escrito en aquel pergamino ya hubiera estado decidido.

Se colocó las viejas gafas de concha, alejó un poco el documento para enfocarlo y volvió a leer el original, notando un nudo en la garganta.

«Eretz Israel fue la cuna del pueblo judío. Aquí se forjó su identidad espiritual, religiosa y nacional. Aquí logró por primera vez su soberanía, creando valores culturales de significado nacional y universal, y legó al mundo el eterno libro de los libros…».

Asintió satisfecho. Sí. Le gustaba aquel poético y espiritual encabezamiento. Contenía la sutil mezcla de poesía y profundidad literaria que podía encontrarse en la Biblia. No en vano era el referente del que todos habían bebido, y que les sirvió de fundamento para la redacción final de la Declaración.

Se sintió agotado. Se quitó las gafas con un gesto de cansancio mientras se restregaba los ojos con las manos. Apenas había dormido. ¡Pola siempre tenía razón! Se puso en pie y como si hubiera escuchado una llamada volvió a salir a la terraza. Allí a lo lejos, en el lejano horizonte que apenas se distinguía en la oscuridad, hacia el oeste, en aquellos momentos, miles y miles de judíos estarían dirigiéndose a su hogar ancestral, anhelantes por llegar de una vez, por poder pisar la arena de sus playas, algunos tan cansados, tan ancianos o tan golpeados por la vida, que sólo aspirarían a poder ser enterrados en la sagrada tierra de Israel. Los maapilim, los inmigrantes ilegales, que arribaban en barcos oxidados, abollados, algunos de ellos, como el «Exodus», auténticas ruinas flotantes que muchas veces hacían su última singladura, para llegar al que consideraban su único hogar, intentando burlar los estrictos controles británicos, arriesgándolo todo, dejándose en numerosas ocasiones la piel en ello, para poder cumplir con la ancestral promesa repetida una y mil veces, como un deseo imposible, inalcanzable, una frase que con el paso de los siglos había ido transformándose en un ritual de buena voluntad más que otra cosa, y que él había podido escuchar muchas veces en su vida: «El año que viene en Jerusalén». Unas palabras que contenían la añoranza y el deseo de retornar a la tierra ancestral, pero también la voluntad de generaciones y generaciones de judíos, convencidos de que allí, en la mítica y sagrada ciudad fundada hacía treinta siglos por el rey David, les aguardaba el Muro de las Lamentaciones con sus piedras milenarias que, no le cabía duda alguna, volverían a ser el lugar más sagrado para su pueblo. Todos los que llegaban hasta el pie de la muralla tenían un mismo deseo: volver a apoyar la frente en los grandes sillares de piedra que llevaban siglos aguardándoles, para poder musitar su agradecimiento al Todopoderoso, por haberles concedido la gracia de conseguirlo, de haber podido superar los terribles obstáculos del interminable camino en el que tantos habían dejado su vida.

El espejo del fondo del pasillo le devolvió un destello plateado. Su revuelto e indómito cabello que servía de referencia cuando se encontraba entre la multitud. La prensa le había comparado más de una vez con un viejo león de melena blanca. Incluso durante su visita a los Estados Unidos le habían bautizado como «El león de Judá». Volvió a sonreír. ¡Sólo él sabía que el viejo león tenía las fuerzas justas para poder terminar aquella gesta! Suspiró. ¡Qué rápido pasaba el tiempo! Todo estaba aún por hacer y no sabía si tendría la oportunidad de ver algún fruto de aquella arriesgada y sublime decisión. En cualquier caso, en aquellos momentos, lo único importante era firmar aquel pergamino ante la asamblea constituida como la representación de los hombres y las mujeres de Israel, rubricar el documento que expresaba de manera inequívoca la voluntad de todo un pueblo, que había pasado increíbles vicisitudes a lo largo de su larguísima historia, para terminar estampando al pie el sello de lacre, y después confiar en Dios. Todos eran conscientes de que salvo un milagro divino, a partir de aquel mismo instante, la pesadilla volvería a comenzar, y desde los cuatro puntos cardinales, los ejércitos árabes de Egipto, Transjordania, Líbano, Siria, Irak y Yemen, atacarían con todas sus fuerzas al recién nacido estado de Israel. ¡Pero no eran momentos para la duda ni el temor! El pueblo judío había tomado una decisión histórica, y ninguna amenaza por terrible que fuera podría apartarle de ella.

Mientras observaba el firmamento sugestionado por su belleza, sin poder apartar la mirada de la impresionante y lejanísima bóveda en la que brillaban millones de estrellas, meditó que David tuvo que ver el mismo cielo la víspera de su transcendental encuentro con Goliat. Cuando era apenas un muchacho, un rabino le había contado que el destino del pueblo de Israel estuvo una vez en el aire. El lapso de tiempo que tardó la piedra en salir de la honda de David hasta impactar en la sien de Goliat. De eso hacía casi tres mil años, y en ese enorme lapso de tiempo por dos veces el templo había sido destruido y el pueblo de Israel obligado a exiliarse. Era ya tiempo de volver definitivamente a la Tierra Prometida.

Se asomó a la terraza. La brillante luna rielaba sobre el Mediterráneo, y su reflejo creaba un luminoso sendero de luz que parecía querer dirigir a la costa de Israel a los que llegaban. Ya nunca más habría destierros, ni nadie, en ningún lugar del mundo, podría llamar apátrida a un judío. Esos azarosos tiempos habían terminado para siempre.

Y eso, el segundo párrafo de la Declaración lo dejaba muy claro. Leyó sintiendo la emoción de unas palabras que sólo narraban la verdad histórica. Él, como tantos y tantos otros judíos, lo había vivido personalmente. Nunca podría olvidar la inquebrantable fe de los viejos rabinos de Plonsk. Ellos jamás se habían rendido ante los pogromos y las asechanzas. Mantuvieron la fe hasta el último instante. Y allí estaba escrito, sin ambigüedades:

«Luego de haber sido exiliado por la fuerza de su tierra, el pueblo guardó fidelidad durante toda la dispersión y jamás cesó de orar y esperar su retorno a ella para la restauración de su libertad política».

No podía negar que se sentía cansado, pero él también seguía notando en su interior la profunda fe que le proporcionaba la fuerza para seguir. Todos ellos estaban viviendo el verdadero y hermoso milagro en el que tantos y tantos judíos habían confiado durante milenios, y tampoco podía dejar de pensar en cómo el destino le había colocado a él, ¡precisamente a él, que en modo alguno se sentía merecedor de aquel privilegio!, al frente de su pueblo en un momento que se atrevería a llamar estelar. Y esa sensación de euforia contenida, de tensión y de responsabilidad, era la que le impedía irse a dormir. Mucho menos sabiendo lo que su pueblo se jugaba en las decisivas horas siguientes.

Sintió un profundo escalofrío y entró de nuevo en el despacho, como siempre desordenado, repleto de libros, documentos, papeles amontonados, impregnado del olor a tabaco por la tardía reunión que había mantenido hacía apenas unas horas con los más allegados: Meir, Pinhas, Kaplan, Fishman y Datznelson. De entre ellos, al menos aquella larga noche, Golda Meir era la que parecía más segura, más tranquila, una roca firme en su fe y sus convicciones. Habían leído y releído cien veces la declaración, retocado algunos puntos, dado una última redacción al tercer párrafo. ¡Cuánto se podía decir! ¡Cómo envidiaban la exacta y bellísima prosa de la Torá, a la que parecía no faltarle ni una coma! Ellos también lo habían intentado, poniendo todo su corazón, toda su voluntad en ello.

«Impulsados por este histórico y tradicional vínculo, los judíos procuraron en cada generación restablecerse en su patria ancestral. En los últimos decenios retornaron en masa. Pioneros, maapilim y defensores hicieron florecer el desierto, revivieron el idioma hebreo, construyeron ciudades y pueblos, y crearon una sociedad pujante, que controlaba su economía y cultura propias, amante de la paz, pero capaz de defenderse a sí misma, portadora de las bendiciones del progreso para todos los habitantes del país, que aspira a la independencia y a la soberanía».

Suspiró mientras apagaba la luz. ¡Qué cierto era! Él había insistido en la poética frase: «hicieron florecer el desierto». Muchas veces le había contado a Pola el sueño que le acompañaba desde siempre. Hacer florecer el Neguev, como un jardín del desierto. Cuando todo aquello pasara, él también iría hasta allí, a aquel precioso y primitivo lugar, para colaborar con los duros pioneros. Algún día llevarían las aguas para regar las áridas tierras del sur. ¡Pero aún faltaba mucho para que pudiera descansar en Sdé Boker! ¡Era lo único a lo que aspiraba, aunque en los últimos tiempos temía no ser capaz de llegar! Cerró los ojos y echó la vista atrás.

Todo había comenzado para él cuando tuvo noticias del primer Congreso Sionista en 1897. Tenía sólo once años y se estaba preparando para su Bar Mitzvá. Entonces corrió a decirle a su padre que debería pagar el shekel, y añadió convencido, como si ya no pudiera ser de otra manera, que le acompañaría a Basilea para asistir al Congreso. Era sólo un sueño, un sueño que llegó a obsesionarle cuando escuchó por primera vez el nombre de Theodor Herzl, ¡Herzl! Los miembros del Consejo del Pueblo eran conscientes de lo mucho que los judíos de todo el mundo le debían a aquel hombre. Un visionario que al presenciar la infamia cometida contra un hombre justo, por el solo hecho de ser judío —¡Dreyfus y el azar!— sufrió una absoluta catarsis. De inmediato Herzl se encerró en su habitación del hotel de París y en un estado febril, emocionado al darse cuenta del torrente de palabras que brotaban de su pluma, lloró de alegría cuando escribió la frase que lo cambió todo. «El Estado Judío es una necesidad universal; por consiguiente, nacerá». No. No habían olvidado al padre espiritual del Estado que estaba a punto de nacer. Por ese motivo en el texto se hacía una especial mención:

«En el año de 5657 (1897), respondiendo al llamado del padre espiritual del estado judío, Theodor Herzl, se congregó el primer Congreso Sionista que proclamó el derecho del pueblo judío a la restauración nacional en su propio país».

Benjamín Zeev[11] se había ganado con creces su lugar en la historia y en el corazón de todos los judíos.

En su autobiografía, Herzl había escrito: «No me acuerdo de haber escrito nada en un estado de tan solemne emoción. Heine dice que al componer ciertos versos, oyó un batir de alas de águila por encima de su cabeza. Yo también, cuando escribía ese libro, creía sentir algo como un batir de alas sobre mi cabeza». El proceso a Dreyfus transformó sus ideas al comprender que la asimilación era una solución imposible, y en su mente nació el concepto de sionismo.

Pola le llamó de nuevo:

—¡David, intenta dormir un poco! ¡Tienes un largo y duro día por delante!

¡Ah, Pola, Pola! ¡Qué haría sin ella! Tendría que hacer caso a los prudentes consejos de su mujer. Sería lo más sensato, pues tal vez no podría dormir durante los próximos días, y además, aunque le costaba reconocerlo, comenzaba a sentir en sus viejos huesos la fatiga de tantas batallas. Desde que siendo apenas un muchacho había colaborado en la fundación en Plonsk del movimiento «Obreros de Sión», en el que por primera vez los principios socialistas se mezclaban con los sionistas. Hacía mucho tiempo desde que aquel muchacho impulsivo había llegado a Palestina. En 1906. ¡Cuarenta y dos años! ¡Y sin embargo, apenas un suspiro! Recordaba aquellos primeros días, lleno de entusiasmo, dispuesto a trabajar en una colonia, a tocar la tierra con las manos, con la profunda fe de que la tierra prometida fructificaría tras veinte siglos de ausencia. Sonrió al recordar aquellos tiempos, en los que el único valor era la esperanza, y todo lo demás apenas tenía sentido. Trabajando sin sentir fatiga alguna hasta la madrugada en la redacción de su periódico, el «HA-ADJUT», la unidad, en Jerusalén. Fue allí cuando una noche decidió cambiar su apellido para conseguir la sonoridad del hebreo. Tras algunas dudas eligió Ben-Gurión. Era rotundo como él, y a partir de entonces cuando le preguntaban su nombre, lo remarcaba con orgullo. ¡David Ben-Gurión!

Por aquellos días comprendió que necesitaría entender mejor el sistema legal si deseaba ayudar a cambiar el mundo. Fue a Constantinopla a estudiar derecho. La rápida decadencia del Imperio Otomano, el desmoronamiento de un mundo con siglos de antigüedad, abría al tiempo una puerta a la ilusión de conseguir aquel utópico Estado Judío que Herzl había predicho, en una tierra que parecía aguardarles desde siempre.

Una luminosa tarde paseando por aquella hermosa y trágica ciudad que lo había visto todo a lo largo de la historia, se hallaba cerca del Gran Bazar, cuando inmerso en sus pensamientos, vislumbró que alguna vez los judíos volverían a la tierra prometida. Fue al cambiar unas palabras con un anciano sefardí sentado delante de su tienda de libros viejos. El hombre se hallaba inmóvil, con la mirada perdida en sus recuerdos, contemplando pasar el tiempo. Era uno más de los miles de sefardíes que vivían en Turquía. Siguiendo un irresistible impulso le preguntó a aquel hombre que cuántos años llevaba en Constantinopla, y el viejo judío se le quedó mirando unos instantes antes de contestarle con socarronería. ¡Cuatrocientos veinte años! ¡Más de cuatro siglos! Aquel hombre seguía contando el tiempo que le faltaba para retornar a Sión, desde que sus antepasados habían sido expulsados de España en mil cuatrocientos noventa y dos por los Reyes Católicos. Probablemente él, sus hijos, los nietos de aquel viejo sefardí se habrían ganado el pleno derecho a volver a la tierra prometida. El ascenso moral que significaba la dignidad de ser hijo de Israel, mientras de nuevo volvían a cantar con la misma fe: «¡Ya estamos, ya se posan nuestros pies en tus puertas, Jerusalén!».

¡Claro que se sentía cansado! ¡Sobre todo por tan larga espera! No podía meterse en la cama y cerrar los ojos, mientras la tensión aumentaba en todo el mundo, ante la inminente expectativa de lo que iba a suceder en Tel Aviv, en aquella Colina de la Primavera, donde se estaba preparando el trascendental cambio que el mundo judío aguardaba expectante, temeroso de que algo inesperado pudiera complicar el último y decisivo paso.

Los recuerdos bullían en su mente en aquella noche mágica, como si estuviera a punto de llegar también a una nueva vieja tierra[12], a las playas de un lugar mítico en el que todos ellos se transformarían en hombres y mujeres distintos. Sí. ¡Todo iba a ser diferente en unas horas! Al final los náufragos de la historia iban a encontrar la playa de la salvación, desde Gaza a San Juan de Acre.

Respiró con fuerza, mientras observaba sus fuertes manos. Allí, en Degania se curtió su piel, mientras contaba a los nuevos colonos que llegaban anhelantes, olvidándose de la fatiga, de los sinsabores de la larga travesía. En el pergamino de sus propias manos también estaba escrita una historia. Eran los días en que no faltaba mucho para que tronaran los cañones, ni para que Lord Balfour, un hombre honesto, tal vez el mejor ministro que había tenido nunca Gran Bretaña, publicara su famosa Declaración, aunque el verdadero mérito debía atribuirse a los esfuerzos de Weizmann, Rothschild y Sokolov. Gracias a ellos, a su tenaz forma de ser y de entender la vida, habían transformado una mera idea que flotaba en el aire, en una roca inexpugnable.

«Este derecho fue reconocido en la Declaración Balfour del 2 de noviembre de 1917 y reafirmado en el mandato de la Liga de las Naciones que, específicamente, sancionó internacionalmente la conexión histórica entre el pueblo judío y Eretz Israel, y al derecho del pueblo judío de reconstruir su Hogar nacional».

Con respecto a él, sus fuertes convicciones se habían ido formando en los últimos años. Ahora estaba plenamente convencido de que aquella iba a ser la oportunidad histórica que los judíos anhelaban desde siempre, consecuencia también de la ética toma de posición de Jabotinsky, Trumpeldor y Pinhas Rutenberg, al alinearse a pesar de todo con los británicos frente a los Imperios Centrales. ¡No! ¡No habían llegado hasta allí por casualidad! Recordaba el inmenso esfuerzo que él mismo junto a Isaac Ben Zwi había tenido que realizar para convencer a los voluntarios americanos. ¡Uno a uno! Reclutar casi a cuatro mil hombres, todos ellos instalados en la que ya era su patria, los Estados Unidos, y convencerles de que Israel los necesitaba. Aquellas personas tendrían que cambiar su confortable vida y arriesgarlo todo por una idea, ¡una loca y maravillosa idea! Una lluviosa noche al llegar agotados a su hotel en Nueva York, Isaac le había dicho con una mezcla de sorna y respeto: «¡Tú te crees la reencarnación de Eleazar ben Yair!». Aunque se lo dijo en aquel tono mientras sonreía cachazudamente, a él le llenó de orgullo la comparación. ¡Qué tiempos aquellos! ¡Sí! ¡Claro que tenían todo el derecho a volver a su ancestral tierra! Ahora de nuevo la Nación de Israel, y aquel pergamino que sujetaba entre las manos, escrito a mano con todo esmero, enlazado con un primoroso cordón de lana, que tras firmarlo se sellaría con lacre, mostraba la voluntad de todo un pueblo que había sabido aguardar miles de años, ¡más de cien generaciones! Sin olvidar sus deberes, ni tampoco sus derechos. Aquel documento era mucho más que una declaración formal, él lo sabía bien, un texto impregnado de fe, de esperanza, de paciencia, de dignidad y de amor. Sobre todo de amor. Construido tras tantas amarguras, penalidades y sacrificios, que al acariciar el pergamino creía poder sentirlas entre sus dedos.

¡Sí! ¡El tiempo pasaba demasiado rápido! Hacía ya seis años desde la reunión en el hotel Biltmore en Nueva York, en mayo de 1942. Y para conseguir que el mundo cambiase su criterio, había tenido que ocurrir la Shoah, ¡la peor pesadilla que nadie podría haber imaginado! ¡La aniquilación de millones y millones de judíos por el solo hecho de serlo! El absoluto horror que se desencadenó en 1933, para evidenciar la necesidad de un estado nacional judío. ¡Sólo recordar aquello se llenaba de indignación! Se cubrió el rostro con las manos al recordar los nombres de la ignominia: ¡Auschwitz, Majdanek, Treblinka, Bergen-Belsen, Mauthausen, Birkenau, Buchenwald, Chelmno, Theresienstadt, Sobibor, Belzec… y muchos más!

Resopló de furia y de impotencia, como le sucedía cuando aquellos nombres volvían a su mente. ¡Millones y millones de seres humanos inocentes! ¡Niños, jóvenes, ancianos, hombres y mujeres, víctimas de un odio criminal! Veía, a través de una densa neblina gris, la fila interminable descendiendo de los vagones de ganado, apaleados, hostigados, torturados, brutalmente asesinados. No le hacía falta concentrarse para poder escuchar las brutales amenazas y los inhumanos gritos de unos verdugos que mostraban un odio irracional hacia sus víctimas, seres humanos que iban a ser convertidos en humo tras aniquilarlos en las cámaras de gas. ¡Le resultaban insoportables aquellas visiones! ¡Jamás podría aceptarlo! Se puso en pie apretando los puños. Se había jurado que los judíos nunca olvidarían. ¡Levantarían un memorial de piedra en el que honrarían para siempre a aquellos que no habían tenido la oportunidad de llegar a pisar la Tierra Prometida! Las futuras generaciones sabrían lo que una vez el mundo había permitido. ¡La peor ignominia era el olvido!

Junto a sus compañeros de asamblea habían tomado la decisión de que tampoco iban a olvidarlo en aquel trascendental momento. ¡También las víctimas estarían presentes en el acto! ¡Era lo menos que podrían hacer por ellas! Embargado por la emoción, respiró profundamente y leyó, ajustándose las gafas:

«La catástrofe que recientemente azotó al pueblo judío —la masacre de millones de judíos en Europa— fue otra clara demostración de la urgencia por resolver el problema de su falta de hogar, restableciendo en Eretz Israel el Estado Judío, que habrá de abrir las puertas de la patria de par en par a todo judío y conferirle al pueblo judío el status de miembro privilegiado en la familia de las naciones».

Suspiró. En unas horas el Estado de Israel volvería a surgir de sus cenizas. Ya Samuel lo había descrito en la Biblia como el territorio poblado por las tribus de Israel. ¡Y allí habitarían de nuevo las tribus! Los hijos de Jacob volverían presurosos a la llamada de Herzl. No era una idea reciente, pues ya Montefiore había comprado un huerto de naranjos, sentando el principio de la propiedad judía en la Palestina otomana. Pero no era el primero, allí llegaron los judíos del Hidyaz huyendo de las persecuciones de los primeros musulmanes en el siglo séptimo, los Karaím, en el noveno, o los trescientos rabinos europeos que emigraron a Israel en 1211. Sin contar a los miles de yishuv que desde siempre habían habitado Palestina. A fin de cuentas al-Filistiya. La tierra de los Filisteos. ¡No! ¡Jamás se habían rendido! Aquella era su tierra y la llamada del shofar, el cuerno de carnero, seguía vibrando en el aire, poderoso y melancólico al tiempo, atrayendo a los judíos de todo el mundo. Rusos, polacos, alemanes, sefardíes de Grecia y de Turquía, marroquíes, yemenitas, iraquíes, iraníes, etíopes, americanos del norte y del sur. No cesaban de llegar cada día y las puertas de Israel permanecerían abiertas para todos los que quisieran llegar hasta allí:

«Supervivientes del holocausto nazi en Europa, como también judíos de otras partes del mundo, continuaron inmigrando a Eretz Israel superando dificultades, restricciones y peligros, y nunca cesaron de exigir su derecho a una vida de dignidad, de libertad y de trabajo de su patria nacional».

Se sentía tan inquieto que no era capaz de permanecer sentado. Con un gesto metódico volvió a abrir las puertas cristaleras de la terraza. Eran apenas las cuatro de la madrugada y unos nubarrones habían cubierto parcialmente el cielo. La luna no se dejaba ver. Sintió un nuevo escalofrío al meditar sobre todo lo que tendrían que luchar aún. Los ataques de los árabes a las colonias no habían cesado desde la votación de las Naciones Unidas, en la sesión plenaria en la que se aprobó la partición del territorio en dos estados: árabe y judío. Los mandos militares del Tzaal habían tomado Haifa, Iafo, Tzfat, Treria y Ako. Era un ejército irregular, prohibido y atacado con extrema violencia por los británicos, que pretendían destruirlo por todos los medios. Pero también era el embrión de una fuerza que seguía teniendo la misma fe que el joven David cuando hizo ondear la piedra que contra todo pronóstico terminaría por derribar al gigante Goliat. Sabía muy bien que los judíos no podrían dejar de luchar hasta hacerse respetar por los países árabes. Estaban decididos y seguirían luchando de nuevo.

«Durante la Segunda Guerra Mundial, la comunidad judía en este país construyó con todas sus energías en la lucha de las naciones amantes de la libertad y la paz en contra de la iniquidad nazi, y la sangre derramada por sus soldados y el esfuerzo bélico desplegado le valieron el derecho de contarse entre los pueblos que fundaron las Naciones Unidas».

Percibió en el horizonte hacia el este una leve penumbra rojiza. Pocos días antes había releído La Odisea. Homero seguía vivo, allí estaban los rosados dedos de la temprana aurora que parecían augurar un espléndido día, y él como el inesperado líder de un milagro, en aquella hermosa ciudad que brotó en pocos años de las arenas de la playa. Intuía que la única solución era confiar en el Todopoderoso y rezar para que todo saliera bien. El tiempo iba muy deprisa, hacía apenas seis meses desde aquel hecho trascendental que lo había cambiado todo:

«El 29 de noviembre de 1947, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó una resolución que disponía el establecimiento de un estado judío en Eretz Israel. La Asamblea requirió de los habitantes de Eretz Israel que tomaran en sus manos todas las medidas necesarias, para la implementación de dicha resolución. Este reconocimiento por parte de las Naciones Unidas sobre el derecho del pueblo judío a establecer su propio estado era irrevocable».

No. Ya no habría vuelta atrás. Sentía como la responsabilidad de esa certeza le atenazaba. También la íntima satisfacción de comprobar cómo el increíble milagro se estaba haciendo real. ¡Tantos siglos aguardando! La diáspora forzada estaba terminando y desde remotos lugares llegaban ansiosos por pisar la tierra prometida. De todos ellos, ni Herzl, ni Jabotinsky, ni muchos de los innumerables líderes que habían señalado con su dedo hacia la Colina de Sión, se encontrarían allí físicamente, pero sus espíritus les acompañarían, al saber que por fin se estaban cumpliendo sus anhelos:

«Este derecho es el derecho natural del pueblo judío de ser dueño de su propio destino, con todas las otras naciones, en un estado soberano propio».

Apretó los puños con fuerza. Aquella era su tierra ancestral y lo seguiría siendo para siempre. ¡Nadie podría arrebatársela jamás! ¡Ay de quien lo intentara! La aurora se intuía por el ventanal que daba al Este. Ya sería inútil acostarse, no podría conciliar el sueño, aunque no eran los nervios, pues a pesar de todo se sentía tranquilo, daba la impresión de una víspera más del shabat como otra cualquiera, y ella, Pola, tendría que encargarse, como casi siempre, de los preparativos. En cualquier momento sonaría el teléfono. Había quedado en verse a primera hora de la mañana con algunos de sus colaboradores. Se trataba de una ceremonia tan esperada por todos que debían cuidar hasta el menor detalle. Hacia levante vio aparecer el sol, con el oeste aún sumido en la penumbra. Israel se hallaba en el centro, en un equilibrio aún inestable entre la luz y la oscuridad. Eran ellos todos los hombres y mujeres de una tierra sagrada, los que sin duda alguna lograrían cambiar las cosas. Todo en la vida era cuestión de fe y de voluntad:

«Por consiguiente, vosotros, miembros del Consejo del Pueblo, Representantes de la Comunidad Judía de Eretz Israel y del Movimiento Sionista, estamos reunidos aquí en el día de la terminación del Mandato Británico sobre Eretz Israel y, en virtud de nuestro derecho natural e histórico y basados en la Resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas, proclamamos el establecimiento de un Estado Judío en Eretz Israel, que será conocido como el Estado de Israel».

¡El sueño surgido de la visión histórica de Theodor Herzl! Le habían contado que al leer «El Estado Judío» un amigo de Herzl estalló en sollozos de incredulidad y de esperanza. La autobiografía del creador del sionismo terminaba con estas palabras: «No sé cuándo moriré, pero sí que nunca morirá el sionismo. Desde los días de Basilea, el pueblo judío ha vuelto a tener una representación nacional; esto quiere decir que el Estado Judío nacerá en su propio país».

Y al final la profecía se había cumplido, a punto de proclamar a los cuatro vientos que, tras tantos sinsabores, los judíos volvían a tener su propio Estado. La fe puesta por todos se había convertido en realidad. Sin poder refrenarse, de memoria, en voz alta, prosiguió su discurso mental:

«Declaramos que, desde el momento en que termina el Mandato, esta noche, víspera del Shabat, el 6 de iyar, 5708 (14 de mayo de 1948) y hasta el establecimiento de las autoridades electas y permanentes del estado, de acuerdo con la Constitución que habrá de ser adoptada por la Asamblea Constituyente a ser elegida, a más tardar el 10 de octubre de 1948, el Consejo del Pueblo actuará en calidad de Consejo Provisional del Estado, y su brazo ejecutivo, la Administración del Pueblo, será el gobierno provisional del Estado Judío, que se llamará Israel».

Observaba el sol naciente que iluminaba las lejanas colinas, y murmuró sin necesidad de memorizar: «Y dijo el ángel, tu nombre no será más Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y con los hombres y los has vencido. Luego Jacob engendró trece hijos y las doce tribus de su descendencia, y después del alejamiento forzoso, había llegado el momento de retornar». Por eso todos los que habían colaborado en redactar el texto, por unanimidad decidieron que figurara en la Declaración:

«El Estado de Israel permanecerá abierto a la inmigración judía y al crisol de las diásporas; promoverá el desarrollo del país para el beneficio de todos sus habitantes; estará basado en los principios de libertad, justicia y paz, a la luz de las enseñanzas de los profetas de Israel; asegurará la completa igualdad de derechos políticos y sociales a todos sus habitantes sin diferencia de credo, raza o sexo; garantizará libertad de culto, conciencia, idioma, educación y cultura; salvaguardará los Lugares Santos de todas las religiones; y será fiel a los principios de la Carta de las Naciones Unidas».

Caminó por el pasillo hacia la cocina, necesitaba un café bien cargado. Pola estaba preparando el desayuno. Le observó en silencio, con una larga mirada de preocupación, reprochándole que no hubiera dormido. Luego sus rasgos se distendieron en una leve sonrisa de apoyo y comprensión. Le devolvió la sonrisa agradecido, para él esa comprensión valía su peso en oro. Sabía que mientras, en el resto del mundo, muchos observaban el proceso con gran recelo. Sin embargo, ellos, todo el pueblo judío, estaban dispuestos a cooperar. ¿No lo decían bien claro? Era una rotunda afirmación:

«El Estado de Israel está dispuesto a cooperar con las agencias y representantes de las Naciones Unidas en la implementación de la resolución de la Asamblea General del 29 de noviembre de 1947, y tomará las medidas necesarias para lograr la unión económica en toda Eretz Israel».

Mientras bebía el café que le había preparado Pola, reflexionaba con preocupación y algunas dudas que le obligaban a fruncir el entrecejo. ¿Querría el mundo colaborar con el nuevo Estado Judío? ¿Proseguiría el antisemitismo cuando los judíos tuvieran su propio estado? Necesitaban no sólo a los grandes países, sino a todos, y eso llevaría tiempo y enormes esfuerzos de comprensión y voluntad. Pero estaban acostumbrados a aguardar, a creer, a tener fe. Otras naciones hablaban por años o por décadas, ellos, los judíos, podían hablar por décadas, por siglos, o incluso por milenios con la mayor naturalidad. Sin embargo, sabían que necesitaban ayuda desesperadamente:

«Apelamos a las Naciones Unidas para que asistan al pueblo judío en la construcción de su Estado y a admitir el Estado de Israel en la familia de las naciones».

Durante el resto de la mañana habló con unos y otros. A las ocho comenzó a sonar el teléfono y el timbre en la «residencia oficial», el eufemismo que empleaban para designar el hogar que compartían Pola y él llegaron algunos de los líderes que firmarían con él aquella tarde. Todos le sonreían embargados por la esperanza y la certeza de haber llegado al final del duro camino. Después les dejaron solos.

Almorzaron temprano la comida que Pola había cocinado para él como cualquier otro día. A medida que se acercaba el momento, una sensación de serenidad, de paz interior le invadía. No temía las consecuencias de la Declaración; antes o después tendrían que hacerla. Tenían asumido que los árabes no iban a aceptarla en un primer momento. Los servicios de inteligencia le habían advertido telefónicamente de la concentración de tropas en las fronteras de Eretz Israel con Siria, Líbano, Jordania y Egipto. Sabía que la Legión Árabe se había juramentado para luchar sin descanso y sin piedad hasta conseguir echar a los judíos al mar. Pero eso no era nada nuevo. Sintonizó en la radio algunas emisoras árabes. Repetían una y otra vez que los judíos deberían abandonar su idea de crear un estado o se arrepentirían.

Pola eligió la corbata de entre las dos que tenía. Ella le había planchado la camisa, y los gastados zapatos brillaron de nuevo. Se vistió lentamente. El espejo le devolvió la figura de un hombre cargado de preocupaciones y esperanzas. Se introdujo los dedos entre el indómito cabello. El león de Juda. Sonrió.

En el coche dio un último vistazo a los papeles. Llevaba cuidadosamente enrollado el manuscrito de la Declaración. El documento más importante de los últimos siglos para los judíos. Un día se convertiría en un mito, en otra más de las épicas pugnas del pueblo de Israel frente a todos. Recordó el párrafo de memoria:

«Exhortamos —aún en medio de la agresión sangrienta que es lanzada en contra nuestra desde hace meses— a los habitantes árabes del Estado de Israel a mantener la paz y participar en la construcción del Estado, sobre la base de plenos derechos civiles y de una representación adecuada en todas sus instituciones provisionales y permanentes».

El coche se detuvo ante el edificio del Museo de Tel Aviv, en la calle Rothschild, aquel hombre había colaborado de manera decisiva. Allí, en la misma acera, frente a la puerta principal, le aguardaban en fila todos los firmantes que le saludaron envarados. Iban trajeados, con camisas recién planchadas, casi todos con corbata oscura. A algunos se les veía emocionados, la tensión del momento les traicionaba.

Penetró el último, caminando despacio en la gran sala decorada para la ceremonia presidida por el retrato de Theodor Herzl, situado entre dos largas banderas blancas con bandas azules que enmarcaban la estrella de David, el emblema que otro David, Wolfsohn Hertzl, diseñó para la Organización Sionista, que la ondeó en el primer Congreso en Basilea. Un precioso símbolo de las remotas raíces de su pueblo, el Maguén David, aquella antiquísima estrella de David, que tenía no menos de cinco siglos en cada una de sus seis puntas. Sí, sus raíces eran profundas en aquella ancestral tierra, conocida como Palestina hasta aquel día. Uno de los últimos párrafos lo dejaba bien claro:

«Extendemos nuestra mano a todos los estados vecinos y a sus pueblos en una oferta de paz y buena vecindad, y los exhortamos a establecer vínculos de cooperación y ayuda mutua con el pueblo judío soberano asentado en su tierra. El Estado de Israel está dispuesto a realizar su parte en el esfuerzo común por el progreso de todo el Medio Oriente».

Los presentes aplaudieron su entrada. Movió la cabeza saludando a unos y otros. Todos eran conscientes del significado de aquellos momentos. Algunos le abrazaron, otros le dieron la mano ceremoniosamente, unos pocos incluso le besaron. Eran la representación de todos los que habían luchado por la supervivencia del mundo judío, allí estaban todos, los rabinos de Europa del Este, de Rusia, los sefarditas de Turquía, Grecia, España, de todo el Mediterráneo, los askenazis, los que llevaban generaciones en América, judíos de Marruecos, Túnez, Libia, Egipto, Irán, Irak, Siria, Líbano, Yemen, de Asia Central, de remotos lugares, todos ellos convencidos de la enorme trascendencia del precioso, único, legado que aportaban a la diversidad única del nuevo Estado de Israel.

Tras los saludos, la bienvenida, el tenso silencio roto por un carraspeo, se puso en pie, lanzó una larga mirada en silencio y comenzó a leer desde el principio, intentaba hacerlo con toda solemnidad y decisión, haciendo un gran esfuerzo de concentración, hasta llegar a los párrafos finales:

«Hacemos una llamada a todo el pueblo judío en la diáspora para que se congregue en torno a los judíos de Eretz Israel, y lo secunde en las tareas de inmigración y construcción, y estén juntos en la gran lucha por la materialización del sueño milenario, la redención de Israel».

Levantó los ojos y pudo ver que todos le observaban arrobados. En la gran sala imperaba el silencio. Mientras, sin ser casi capaz de pronunciar, emocionado, terminó su lectura acercando el micrófono a sus labios. Sus palabras estarían siendo materialmente bebidas por millones de judíos de todo el mundo, que se abrazarían llorando de alegría en aquellos momentos:

«Poniendo nuestra fe en el Todopoderoso, colocamos nuestras firmas a esta proclamación en esta sesión del Consejo Provisional del Estado, sobre el suelo de la patria, en la ciudad de Tel Aviv, en esta víspera de sábado, el quinto día de Iyar de 5708 (14 de mayo de 1948)».

Movió la cabeza lentamente, asintiendo, y todos los que se hallaban sentados junto a él, los secretarios, los notarios, los representantes de algunos países que habían sido invitados a asistir, todos los presentes, rompieron en un larguísimo aplauso que volvía a enlazar con la ovación al Rey Salomón hacía tres mil años, cuando abrió el templo al culto, en el pacto eterno entre Dios y el pueblo de Israel, tal y como una vez en la noche de los tiempos, un patriarca mítico, Abraham, había establecido.