118. DESCUBRIENDO EL HORROR

(POLONIA Y ALEMANIA, PRIMAVERA DE 1945)

Entre los acuerdos secretos tomados entre el Alto Comisionado Británico y la Agencia Judí figuraba la posibilidad de extender salvoconductos a unas cuantas personas designadas por la Agencia. Tanto Selma Goldman como Esther Dukas figuraban entre los designados. A su vez cada uno de los agentes podía designar a su vez a un ayudante o secretario. Selma dio el nombre de Lowe Lowestein. Esther eligió a una joven llamada Miriam Appelbaum, sus padres habían sido llevados a Auschwitz y desde entonces no tenía noticias.

El salvoconducto iba amparado por un pasaporte británico temporal, una especie de pasaporte diplomático que complementaba el de cada uno. Selma seguía conservando el suyo austríaco. Esther era ciudadana de los Estados Unidos, de Francia y de Austria. Lowe Lowestein conservaba el antiguo pasaporte polaco, y Miriam Appelbaum, que había nacido en Alemania de padres alemanes, solicitó un visado en el consulado británico en Tel Aviv. El 5 de mayo volaban en un avión militar de transporte con destino al aeropuerto de Viena.

Selma y Esther se emocionaron al sobrevolar Viena antes de aterrizar. Las huellas de los bombardeos se apreciaban por toda la ciudad. Aquella ciudad era parte de su vida y nunca podrían borrarla de su mente. Al aterrizar el teniente York enviado por el comandante británico fue a buscarlas. Les explicó que tenía orden de conducirlas al campo de Mauthausen a primera hora, pero que para ello necesitaban un pase del comandante americano, ya que ellos iban a entrar en el campo al día siguiente. Pasaron por el centro y todo estaba destruido, envuelto en una atmosfera gris y polvorienta. Se veía muy poca gente por la calle como si aún continuase la guerra, y creyeran que proseguirían los bombardeos. Caminaban sin rumbo, vistiendo pesados abrigos que ya estaban fuera de lugar, llevado algún saco, cestas, maletas, dispuestos a malvender lo que tuvieran o a cambiarlo por algo de comida. Selma recordaba aquella Viena elegante, a pesar de haber perdido la guerra y el imperio.

El teniente las condujo en un jeep al edificio donde se albergaba el mando americano, y allí les proporcionaron el pase sin problemas. El resto de la tarde el teniente les enseñó los distritos a los que podían acceder. La zona soviética estaba vedada salvo si se obtenía el pase, lo que podía demorarse varios días. Ello obligaba a la gente a dar grandes rodeos para circular por la ciudad, y los límites de cada zona eran como fortalezas inexpugnables, donde había que identificarse para entrar, o resultaba imposible salir como la rusa.

Apenas amanecido se vistieron y bajaron a la calle. El jeep del teniente York llegó unos minutos después de la hora acordada. Antes las condujo al barracón militar donde pudieron tomar una taza de café tibio y una tostada de mantequilla amarilla. Después aguardaron al autocar del ejército que las conduciría a Mauthausen. Todos iban en silencio, intuyendo lo que iban a encontrar. Los americanos querían que su entrada en el campo tuviese testigos objetivos, por lo que además de la Agencia Judía habían invitado a varios reporteros.

Para su sorpresa, al llegar al campo encontraron una pancarta en español sobre la puerta principal. Selma y Esther pudieron traducirla sin problemas: «LOS ESPAÑOLES ANTIFASCISTAS SALUDAN A LAS FUERZAS LIBERADORAS». En letras más pequeñas en inglés y ruso. Luego supieron que en aquel campo se hallaban un importante número de españoles del bando republicano, prisioneros entregados a los alemanes por Vichy tras su huida a Francia.

Antes de entrar el teniente York les explicó que Mauthausen era el campo principal de un complejo de campos, Gusen I, Gusen II, Ebensee y Melk, Gunskirchen, y otros secundarios, de gran importancia estratégica e industrial para los nazis, además de un campo adjunto abierto en septiembre de 1944 destinado a prisioneras y niños procedentes de Auschwitz, Ravensbrück, Bergen Belsen, Gross Rosen, Buchenwald, y otros campos del Este trasladados al comprobar el avance de los soviéticos.

Los americanos y los representantes de la Agencia Judía y de la prensa aliada penetraron en los campos de Mauthausen aquella neblinosa mañana. No era solo niebla, un humo procedente de hogueras nauseabundas de los campos auxiliares. Una mezcla de olores que obligó a utilizar pañuelos e incluso mascarillas a algunos de los recién llegados, a los que les pareció insoportable. Excrementos, cuerpos en descomposición, cadáveres de personas recién fusiladas, hogueras hechas de cuerpos humanos ardiendo, basura humeante entre la que se veían huesos y calaveras humanas. Pasaron entre un numeroso grupo de silenciosos y expectantes prisioneros, que los observaban sin terminar de creer que aquellos fueran sus liberadores. Casi todos los prisioneros se hallaban al límite de sus fuerzas. Deshidratados, enfermos, totalmente agotados. Algunos no tenían ni fuerzas para contestar a las preguntas.

Luego visitaron Gunskirchen. Aquel campo era aún peor, como descubrir el infierno al que los alemanes habían condenado a aquellas personas. Era algo indescriptible, y Selma, Esther y Lowe sobrepasadas por lo que estaban viendo, eran incapaces de hacer ningún comentario. Sentían náuseas, y una extraña sensación de vacío como si no pudieran aceptar lo que estaban presenciando. Lowe que se creía fuerte y animosa en cualquier ocasión vomitó. Esther sollozaba y tuvo que taparse los ojos en más de una ocasión.

El teniente York quería aprovechar la visita y las condujo al campo de mujeres. Allí se derrumbaron anímicamente. Aquellas mujeres y niños habían llegado meses atrás de lugares como Auschwitz o Bergen Belsen. Seres humanos depauperados, al límite soportable para la vida. Niños a los que se les marcaban los huesos, amontonados en la parte inferior de las literas de tres pisos observándolas en absoluto silencio con los ojos muy abiertos, sin ser capaces de hablar. Algunos de ellos estaban muertos o iban a morir en pocas horas. Tropezaron con los cuerpos caídos de algunas mujeres. No sabían qué hacer, ya que a medida que entraban en los pabellones lo que podían ver era aún peor. Al final, incapaces de seguir, le pidieron a York que las sacara de allí. Tendrían que asimilarlo y volver a entrar preparadas, sin saber muy bien por dónde empezar.

Al salir al exterior, en aquel ambiente gris que lo envolvía todo, las tres comenzaron a sollozar. Aquella era su gente, sus hermanos, sus niños. Notaban una sensación insoportable, agobiante, terrible, como nunca antes en sus peores pesadillas. Los americanos y los británicos enviaron médicos y enfermeras militares, alimentos, medicamentos, vendas, y el nuevo específico milagroso para las infecciones de todo tipo, la penicilina.

Pudieron hablar con varios de los prisioneros. No solo hombres y mujeres judíos. También con rusos, polacos, franceses. Les contaron las terribles torturas, los métodos empleados por sus verdugos, les enseñaron las celdas de castigo con duchas de agua helada, donde resultaba imposible sentarse, los látigos utilizados por los guardianes y los capos para flagelarlos, les enseñaron «la escalera de la muerte», en la que debían subir una y otra vez pesadas piedras hasta la parte superior desde donde muchos eran empujados para que cayeran. Pudieron entrar en las cámaras de gas, y comprobaron que aún se percibía el terrible hedor exhalado por la muerte lenta, donde aún les parecía escuchar los estertores de los moribundos. Vieron la clínica de la muerte, donde se llevaban a cabo truculentos experimentos con hombres, mujeres y niños, en un ambiente de terror inaudito. Allí encontraron las meticulosas fichas enviadas a distintos institutos científicos de Alemania, compartiendo las atrocidades médicas, con una frialdad y una burocracia ausentes de cualquier humanidad. Las acompañaron al patio de los patíbulos, al muro de los fusilamientos, a las cámaras de los horrores donde eran torturados hasta la muerte. Esther había visto antes el gueto de Varsovia, pero lo que estaba comprobando superaba todo lo imaginable.

Su trabajo era seguir comprobando los otros campos de Alemania y Polonia. Incluso los rusos parecían interesados en que se informara sobre los que se hallaban en zona soviética. Aquello era historia, tal vez la más malvada y terrible que hubiera ocurrido nunca, pero debía conocerse. Intentar comprender cómo aquel pueblo de gente culta y educada había podido ser cómplice de algo tan espantoso.

Durante las siguientes dos semanas visitaron Bergen Belsen. Allí los británicos habían encontrado más de sesenta mil personas famélicas, torturadas, enfermas, de disentería, tifus, muchas de ellas a punto de morir, incapaces de superar la situación en la que se hallaban. Cerca de treinta mil cadáveres sin enterrar. En Dora-Mittelbau era lo mismo, aunque la diferencia era que apenas quedaban presos con vida. En Buchenwald solo quedaban veinte mil, prácticamente esqueletos andantes, de los que algunos provenían de Auschwitz. En Gross Rosen encontraron una verdadera montaña de zapatos de las víctimas. A pesar de todo, el holocausto aún no había terminado. Los servicios de inteligencia británicos sabían que aún estaban muriendo judíos en Alemania. Muchos irrecuperables, catatónicos, moribundos.

Lowe les confesó que no se veía capaz de seguir. En cualquier caso su visado se estaba acabando. Tendrían que redactar el informe para la Agencia Judía. Volvieron a Tel Aviv en el avión militar. Se observaban sabiendo que ya no eran las mismas. Algo muy profundo había cambiado en ellas. Eran tres mujeres experimentadas y comprometidas, pero nunca hubieran creído que los nazis pudieran haber llegado hasta tales extremos.

Unos días después Esther, que seguía indignada con lo que había presenciado, decidió enrolarse en la Brihah, en hebreo «la huida», de muchos judíos que no tenían donde ir en aquellos momentos. Lowe se enroló unas semanas más tarde. Querían ayudar a la Aliyá Bet, la emigración ilegal a Palestina. En Polonia no querían a los judíos, en Alemania eran los judíos los que no querían quedarse. En Tesalónica apenas quedaban unos cuantos centenares, los demás habían sido asesinados, en Hungría, Rumanía, Austria, Checoslovaquia, las poblaciones de judíos habían descendido dramáticamente. Selma formaba parte de la Agencia y su misión era la relación con el Comité Judío Americano para la Distribución para conseguir financiarlo.

Selma no podía dejar de darle vueltas a la cabeza. Ella había perdido a Jacques, a su marido Eduard Hirsch, a sus padres, al padre de sus hijos, Paul Dukas, a muchos amigos. Había sido testigo privilegiado de lo sucedido, viendo como a lo largo de los años la catástrofe se acercaba sin que nadie hiciera nada por evitarla. Salvo unos pocos que intuyeron y dieron la cara para que no sucediera, la mayoría se dejó arrastrar por las fuerzas del mal. Tanto ella, como Esther y Lowe, estaban convencidas que ocurriera lo que ocurriera, todo aquello no debería olvidarse jamás.