117. EL DÍA DEL JUICIO
(BERLÍN-30 DE ABRIL, VIENA-1 DE MAYO DE 1945)
Tras el asesinato de su hijo David, Ilse Edelberg no había conseguido recuperarse. El inspector Jürgen Kruger iba a dormir allí cuando no estaba de guardia, aunque daba la impresión de sentir por ella una mezcla de sentimientos contradictorios. Le dijo que su mujer había muerto en un bombardeo y que él necesitaba otra mujer. Hacían el amor con urgencia pero sin pasión alguna, luego ella hacía como que dormía mientras él bebía aguardiente barato destilado en Berlín. Jürgen siempre intentaba llevar algo que comer, también algún obsequio, como unas medias, o algo de tabaco cuando encontraba, ya que el café era un lujo impensable. Ella se lo agradecía cocinando algo con carbón comprado en el mercado negro, unas patatas blandas y oscuras, unos nabos, lo que hubiera, en ocasiones añadiendo un pedazo de tocino rancio, aunque era preciso subir el agua a cubos desde el sótano, el único lugar donde llegaba el agua corriente en el barrio. Luego comían sin hablar, escuchando Radio Berlín que cada vez ponía más música, como si lo que hubiera que contar fuera preferible silenciarlo.
Ya no había ninguna duda de que aquel era el verdadero Tercer Reich, y soportar aquello por mil años se les hacía insoportable. A Ilse la consolaba que al menos su madre hubiera muerto a tiempo y se hubiera librado de aquellas privaciones, de ver cómo todo se desmoronaba. Ilse recordaba su vida anterior allí como si fuera una película en la que ella solo hubiera sido espectadora. De vez en cuando pensaba en sus hijos. De Elisa seguía sin tener noticias, probablemente también habría muerto. En cuanto a Klaus prefería no pensar en él, y aunque no deseaba seguir viviendo, había soñado con que su hijo un día volvería a casa. Del edificio solo quedaba en pie la fachada y algo más de la mitad del interior, el resto se había desplomado en un bombardeo nocturno. Pronto se habituaron a subir la crujiente escalera sin mirar hacia el vacío. Era mejor lo que quedaba de aquel edificio en ruinas que nada, había tantos berlineses que merodeaban entrando en las ruinas para ver lo que encontraban o dónde podían guarecerse.
El 1 de mayo la noticia de la muerte de Hitler corrió como la pólvora por aquel Berlín destruido y polvoriento. Parecía imposible, absurdo. Cuando el vecino de arriba, un exfuncionario nazi bajó cariacontecido para decírselo, le costó creerlo. Le explicó que al comprobar que los rusos se hallaban en la periferia de Berlín, y que ya no tenía escapatoria, el Führer había tomado la decisión de suicidarse al igual que su amante, Eva Braun. ¿Sería cierto aquello? ¿Es que el diablo podía morir? Ilse se sirvió una copa de aguardiente y brindó por el fin de una época. Aquel hombre había matado a su marido, a dos de sus hijos que supiera, tal vez a los tres, a millones de alemanes, millones de judíos, polacos, rusos, franceses. Destruyendo el mundo, y a ella la vida. Que se fuera al infierno.
Más tarde llegó Jürgen trayendo la misma noticia. Le dijo que muchos dudaban de si sería cierto, algunos aseguraban que el muerto sería uno de los dobles preparados por las SS para que el Führer pudiera huir. En cualquier caso, le aseguró, él ya no pensaba volver a la comisaría. Aquella mañana el comisario había muerto en la puerta de su casa durante un bombardeo. Los rusos estaban cerrando la trampa y era mejor intentar escapar, ya que aquella gente querría vengarse. Mientras iba metiendo cosas en una maleta, le dijo que se preparara, que él sabía por dónde huir. Ilse se negó a abandonar su piso. Replicó que si Elisa o Klaus volvían, ella estaría allí aguardándoles. Jürgen la miró como si se hubiera vuelto loca mientras murmuraba que eso era una tontería y que se iban. Fuera de sí, Ilse le gritó que no se movería de allí. Él se encogió de hombros y cerró la maleta, le lanzó una última mirada y le oyó bajar la escalera corriendo.
Jürgen murió de un disparo un minuto después de salir a la calle. Los que corrían despavoridos intentando escapar no le dedicaron ni una mirada. El cuerpo se quedó allí tirado hasta que ella, que acababa de presenciar lo ocurrido desde la ventana, bajó y arrastrándolo entre el polvo y los cascotes lo introdujo en el sótano donde lo depositó en el suelo, intentando evitar un charco y las goteras. Solo entonces comprendió que estaba muerto y se puso a llorar mirando el rostro de aquel hombre al que no había amado. Se sentía vacía, agotada, rota, con la certeza de que ya no había esperanza para ella.
Los cañonazos sonaban cada vez más cerca, señal de que los rusos estaban allí mismo. Una vecina bajó corriendo a la calle con sus dos hijas de catorce y doce años. Pero ya era tarde, un tanque ruso avanzaba por entre los escombros seguidos de la infantería.
Luego unos comisarios políticos soviéticos rebuscaron por todo el edificio. El nazi jubilado se disparó un tiro en la escalera. A ella la encontraron junto al cadáver, la única que quedaba con vida. Pensaron que aquella mujer estaba mal de la cabeza y se marcharon. Allí no había nada ni nadie que mereciera la pena y tenían que peinar todo el barrio, asegurándose de que no quedaban francotiradores ni enemigos.
Durante varios días se escucharon obuses estallando, detonaciones, incendios en los pocos edificios que permanecían en pie. Ilse dejó el cuerpo de Jürgen en sótano y salió a la calle, un paisaje de montañas de escombros entre ruinas fantasmales de fachadas y chimeneas que amenazaban con desplomarse en cualquier momento. Otros como ella rebuscaban intentando encontrar algo que comer, poco más allá una mujer con una herida en la cabeza orinaba de pie. Vio unos niños famélicos sentados en el suelo, aguardando. Ella también llevaba tres días sin probar bocado, pero no sentía hambre, solo una intensa sed a causa de la humareda, el polvo acre que se pegaba a la garganta.
De pronto se sintió mareada y volvió a su piso casi arrastrándose. Encontró a una familia que se había refugiado en él. No les dijo nada, le daba lo mismo. Se metió en el dormitorio intentando descansar pero le resultaba imposible. Luego le pareció ver entrar a Charlotte y a Matthias Lamberg. Pensó si se estaría muriendo, entrar en el otro mundo e ir encontrando a los que ya habían muerto.
Durante tres días más debió tener mucha fiebre. Alguien entró en el dormitorio, rebuscando lo que hubiera. Ilse notaba como algunas sombras cuchicheaban a su alrededor. No tenía fuerzas para levantarse, tampoco le importaba que se llevaran su abrigo de piel de los viejos tiempos y parte de su ropa. Cuando volvió en sí notó que alguien la estaba auscultando, luego percibió como la pasaban a una camilla y la bajaban a la calle. No entendía lo que decían. De improviso la oscuridad.
Dos días más tarde, el 8 de mayo, el Alto Mando alemán se rindió incondicionalmente a la Unión Soviética. La guerra había terminado oficialmente. El Tercer Reich había dejado de existir algo más de doce años después que Hitler proclamara el Reich del milenio. El barrio residencial donde años atrás los Edelberg habían adquirido su lujosa vivienda de estilo «Bauhaus», de un tal Walter Gropius, era una absoluta ruina. Berlín estaba arrasado hasta los cimientos. Las grandes ciudades de Alemania no eran más que gigantescas escombreras repletas de ratas y de seres humanos sumidos en el estupor, incapaces de comprender lo que estaba ocurriendo, convencidos de que había llegado el día del juicio final.