116. YALTA

(LONDRES Y YALTA, RUSIA-FEBRERO DE 1945)

Markus Gessner había sido escogido por el comandante Thompson, secretario, consejero y amigo de Winston Churchill, para asesorarlo en relación a los asuntos internos del Reich. Lo había elegido por ser un alemán que merecía su confianza después de la reunión que mantuvieron en el ministerio meses atrás. Desde entonces le habían solicitado varios informes confidenciales en algunos temas que concernían a Alemania: la falta de alimentos en Alemania, la sensación de pérdida de poder del partido nazi, quiénes y por qué se afiliaban a las SS. En aquel momento, acerca de cómo estaban viendo los alemanes el avance de los aliados. Le enviaban una copia de los periódicos nazis, casi siempre con una semana de retraso, y él daba su opinión sobre los distintos temas. También acerca de la realidad de lo que estaba ocurriendo en los campos de concentración. Resultaba algo tan increíble que Thompson le comentaba que no era fácil que los políticos creyeran que ni siquiera los nazis hubieran caído tan bajo.

—Usted convenció al primer ministro. Pero hay mucha gente a la que le cuesta trabajo aceptarlo. Usted nos va a acompañar a una conferencia, vendrá como asesor del grupo británico. ¡Eso es un gran honor! Ahora no estoy autorizado a decirle adónde. Así que dispóngase a viajar dentro de un par de días. Creo que después volveremos a Londres pero al primer ministro siempre se le ocurren ideas.

Dos días más tarde, el primero de febrero voló con Thompson y un grupo de asesores y militares a La Valeta. Allí pasaron parte de la noche y le sorprendió la cálida temperatura comparada con Londres. De madrugada subieron a un avión de transporte. El aeródromo estaba lleno de aviones ya que mucha gente acompañaba a los políticos, Thompson le aseguró que cerca de setecientas personas entre americanos y británicos. Ya le habían informado de que la conferencia sería en Yalta, en Crimea, entre Roosevelt, Stalin y Churchill, aunque tomarían tierra en Saki y desde allí los llevarían hasta Yalta en autobuses.

Todos los que acompañaban al primer ministro estaban convencidos de que la guerra acabaría en pocos meses. Los informes decían que Alemania no sería capaz de seguir por falta de materias primas, por agotamiento militar, por falta de liderazgo político. Se sabía que en Alemania la gente quería que acabara la guerra cuanto antes.

Desde el aeródromo viajaron en un autobús con miembros del ministerio de asuntos exteriores. En la carretera cubierta de nieve hasta Yalta cada cincuenta metros un soldado vigilaba. Llegaron al anochecer y los hospedaron en un viejo palacete en la costa del Mar Negro. Se asomó a un balcón en ruinas observando cómo ascendía la luna desde el oscuro horizonte que hacía bueno el nombre. Se sentía cansado de la guerra, harto de todo aquello, deprimido por una situación que le había cambiado la vida como a centenares de millones de personas en todo el mundo. Todo había comenzado en una cervecería en Múnich, con unos cuantos individuos sin preparación intelectual, elucubrando sobre razas superiores e inferiores, el superhombre ario, los espacios vitales, las conquistas, el reich de los mil años, transformando la política en una mezcla de esoterismo, ocultismo, y maldad, aderezado todo con música de Wagner, un excelente músico que sin embargo una vez había escrito: «Reflexionar que existe un solo medio de conjurar la maldición que pesa sobre nosotros, la aniquilación». El Tercer Reich era como el buque fantasma de la ópera de Wagner, un enorme navío sin tripulación destinado a estrellarse contra los acantilados y hundirse en las profundidades. Sintió un profundo escalofrío y se introdujo en la habitación que tendría que compartir con dos funcionarios británicos.

Al día siguiente los llevaron en el mismo autobús al lugar donde se celebraría la conferencia. El palacio Yusúpov. Allí iba a discutirse el destino del mundo por las potencias vencedoras. El comandante Thompson lo invitó a pasear por los jardines.

—Le seré sincero. Mañana comienza la conferencia y el primer tema sobre la mesa es qué va a pasar con Alemania. Usted es alemán. El primer ministro me ha encargado un sondeo de opiniones. La suya le interesa muy especialmente. Le ruego que me diga lo que piensa.

Markus no se sorprendió. Comenzaba a entender a los ingleses y su pragmatismo. Les gustaba estar bien informados, aunque luego hicieran lo que les convenía.

—Verá, comandante. Anoche me costaba dormir y pensé en cómo todo había comenzado. Recordé a Wagner. Creo que los nazis se apropiaron de la parte que les convenía en cada caso. Los alemanes de a pie no fueron conscientes de dónde estaban cayendo hasta que ya era tarde. Muchos alemanes eran antisemitas antes de los nazis, pero nunca pensaron en aniquilar a los judíos, han sido los nazis los que han pervertido a todo un país. Por otra parte los alemanes no resistieron la apología de la violencia y el autoritarismo en unos tiempos de inacción política en los que Alemania se sentía profundamente humillada tras Versalles. Quiero decirle que más que complicidad ha sido ignorancia, permitiendo que los peores marcaran el camino. El temor a las represalias de la mayoría, la codicia de algunos, la estupidez de otros, la falsa propaganda, la mitificación del líder supremo, el Führer. Si me pregunta si será posible que los alemanes olviden el nazismo cuando el Tercer Reich caiga definitivamente, le diré que nada que se mantiene por la fuerza, la coacción y la mentira puede permanecer en el tiempo. Ustedes han sabido mantener la democracia, la libertad, la justicia. Ellos también querrán incorporarse a ese mundo. Si se actuara con prudencia castigando públicamente a los culpables, haciendo ver a la gente que se imparte justicia, ese sería el mejor camino para retornar a Alemania a Europa.

Thompson asintió.

—Señor Gessner, su opinión me ha interesado mucho. Así se lo haré saber al primer ministro. Tendrá usted un pase acreditándolo como miembro especial de nuestra delegación para que pueda asistir a la conferencia. Gracias.

Markus almorzó con varios diplomáticos americanos y británicos. También con un alto oficial francés que no terminaba de asimilar que su país no hubiera sido invitado a la conferencia. Terry Morton, un alto funcionario inglés escéptico con el futuro de Alemania, comenzó la conversación:

—Habrá que desmilitarizar definitivamente a Alemania. No podemos permitirles otra nueva aventura a esos bastardos. Les adelanto que vamos a dividir su país en cuatro zonas de ocupación: británica, francesa, rusa y americana. Por supuesto deberán abonar importantísimas reparaciones de guerra. ¡Pueden imaginar el costo de reconstruir solo lo que han destruido en Londres, en Coventry, en toda Gran Bretaña! Y por supuesto a esos capitostes nazis habrá que juzgarlos, condenarlos y colgarlos. ¿Y usted, coronel Laffite? ¿Qué opinión tiene?

—¡No sé por qué me pregunta! ¡Aquí los franceses no tenemos ni voz ni voto! ¡Creo que no estamos comenzando bien las cosas! ¿Por qué no se ha invitado a Francia a esta conferencia? En fin. Aquí tendría que estar el general De Gaulle. Luego nos llamaran cuando ya todo esté pactado. ¡Claro que habrá que desarmar a Alemania! ¡Claro que habrá que juzgar a los nazis! ¡Aunque a veces pienso que esos tipos no merecen ni un juicio justo! ¡Ellos no han dado esa oportunidad a nadie! Ahora bien, si me pregunta si imaginamos una Europa sin Alemania. Le contestaré con la cabeza olvidando mi corazón. No, no es posible. ¡A ver cómo lo hacemos!

En la mesa cada uno tenía su opinión. Unos más apasionados que otros. Markus permanecía en silencio.

—¿Y usted, señor… Gessner? ¿Qué opina de todo esto?

—Verán… yo soy alemán, nacido en Prusia, aunque los últimos tiempos me siento apátrida. Markus Gessner, doctor en arte por la universidad de Viena. Tuve que huir porque los nazis querían llevarme otra vez a un campo de concentración, y con una vez tuve bastante. Ellos me hicieron perder un ojo y la vista parcial del otro. Ahora tras mucho tiempo puedo distinguir los contornos y poco más. Pero al menos no me considero ciego, puedo valerme. Es cierto que eso me ha enseñado a mirar al interior, a intentar ver el fondo y no la forma.

»Contestando a su pregunta, si me lo permiten les diré que las potencias que van a ganar la guerra deberán ponerse de acuerdo… y eso, les aseguro, que no resultará fácil. Por otra parte como decía el coronel Laffite, aquí faltan al menos Francia y China. Lo principal será construir mecanismos de diálogo permanente entre las potencias. Evitar que algo así pueda volver a suceder. En cuanto a los nazis deben ser castigados, pero cuando pienso en ellos creo que no puedo ser objetivo, no va a ser fácil comprender lo ocurrido. También habrá que juzgar a los fascistas, a los militaristas japoneses. Pero más importante que el castigo será erradicar el nazismo, el fascismo y el militarismo para siempre. En cuanto a cómo, creo que debería ser un tribunal internacional, para juzgarlos en Múnich, o en alguna de las ciudades de Alemania que ellos corrompieron. Después será preciso reeducar a todo un pueblo, propulsar nuevos valores, erradicar viejos mitos, impulsar la democracia en el mundo, y como les he dicho no confundir justicia con venganza. Eso es lo que creo.

Terry Morton lo observó con cierto respeto.

—¡Vaya! ¡Tendré que hablar con el primer ministro para ver qué hacemos con usted! ¡A fin de cuentas alguien tendrá que hacerse cargo de Alemania!

Al día siguiente comenzó la conferencia en el palacio de Livadia. En total, diez soviéticos, diez estadounidenses y ocho británicos se sentaron a la mesa de conferencias. Entre los presentes destacaban Stalin, Mólotov, Stettinius, Churchill, Eden, Brooke, Roosevelt, y el general Marshall. Pudo entrar en la sala de sesiones. Los tres líderes y sus principales ministros estaban sentados alrededor de una mesa circular que Stalin presidía como anfitrión. Detrás de cada uno sus asesores personales con las carpetas de documentos. Los invitados que podrían ser señalados como asesores o consejeros puntualmente se hallaban en la prolongación del salón.

Markus Gessner reflexionó que probablemente algunos de los presentes serían judíos, pero que tal vez el único que había estado preso en un campo nazi sería él. No pensaba en su madre, por lo que ahora sabía, judía bajo el concepto racial de los nazis y de las leyes de Núremberg. Por tanto él también lo era, se considerara o no judío, aunque no hubiera sido educado en su ley talmúdica, ni entrado más que por curiosidad cuando era estudiante en una sinagoga.

Comprobó que los tres grandes países tenían puntos de vista muy diferentes. El debate fundamental fue qué se iba a hacer con Alemania. Cada uno de los líderes tenía su particular punto de vista, la sombra de Versalles aleteaba sobre el salón. Cuatro horas más tarde se levantaron sin haberse podido poner de acuerdo en ningún punto. Terry Morton se acercó a él.

—Ellos van a brindar por la paz y la reconciliación, son políticos, y saben que todo lo que dicen entre ellos son solo entelequias, pero verá, alguien tiene que hablar de la realidad. ¿No le parece? ¿Le parece bien cenar con unos cuantos muchachos muy interesantes? Nos gustaría saber cómo se ven las cosas desde el otro lado.