114. LOS FUGITIVOS
(ELMEN Y TIMMENDORFER STRAND, AGOSTO DE 1944)
Tras su terrible experiencia, Angélica von Schönhausen sufría alucinaciones y ataques de ansiedad. Constanze le pidió que le contase lo que le sucedía. Angélica le dijo que intentaría superarlo, ya que si huía arrastrando sus propios fantasmas nunca conseguiría librarse de ellos. A pesar de ello Constanze le dijo que sería ella la que iría allí, como tantas otras veces en tiempos pasados, ya que la servidumbre se había marchado dejándola sola. Constanze sugirió que sería mejor que estuvieran juntas. Desde la desaparición de Joachim Gessner, del que no se había vuelto a saber nada, ella tampoco las tenía todas consigo. No tenía la menor duda de que quisiera vengarse, al igual que había hecho con Angélica.
Cuando llegó el verano y el tiempo se hizo caluroso, aprovechaban para bañarse en la playa a los pies de la casa de Angélica que quería aparentar normalidad, pero le resultaba imposible. Ni siquiera un largo día de playa, sabiéndose privilegiadas, con la terrible situación en que se encontraba el país. De noche cuando en ocasiones escuchaban pasar los aviones en formación por encima de Timmendorfer Strand, eran conscientes de que una hora más tarde estarían descargando sus mortíferas bombas sobre Berlín u otras ciudades de Alemania. Pasaban a centenares y Angélica se ponía muy nerviosa. Al rato, todo comenzaba de nuevo al regresar a sus bases en Inglaterra. Una vez pudieron ver como uno de ellos caía en el mar envuelto en llamas, y Angélica quiso salir en la lancha de paseo para intentar ayudar a los supervivientes. Tuvo que razonarle que después de aquella caída en picado y de la explosión en el mar era del todo imposible que se hubiera salvado ninguno.
Decidieron pasar unos días en Elmen. Constanze seguía teniendo allí a Maria Stadler. El resto de la familia se había marchado. Quería supervisar como estaba todo y al tiempo sacar a Angélica de su casa. Se resistía a volver a dejarla sola. Al principio Angélica no quiso ni oír hablar de salir de allí, pero al final al ver que su amiga se marchaba aceptó acompañarla.
Al llegar a Elmen, María Stadler le dijo que ya que estaba allí ella quería aprovechar para ir el fin de semana a Lübeck, donde estaba su hermano. Constanze aceptó y le prestó incluso el coche viejo, sabiendo que así se vería obligada a no demorarse como ya había ocurrido anteriormente.
Fue aquella noche cuando Angélica se despertó de madrugada diciéndole que había escuchado un ruido afuera. Ella le dijo que no se preocupara, sin embargo terminaron bajando con una linterna. No vieron nada extraño y volvieron a acostarse. A la mañana siguiente al ir a coger su coche para acercarse a Travemünde, un hombre mal vestido, casi harapiento, terriblemente delgado salió del granero. Cuando se acercó comprobó que se trataba de Chaim Cohen, el médico de Travemünde. En aquel momento el hombre se echó a llorar y cayó al suelo de rodillas. Corrieron hacia él intentando ayudarlo.
—¡Pero por Dios, doctor Cohen! ¿Qué hace usted aquí?
Cohen explicó que el campo de concentración de Neuengamme, donde se encontraban, había sufrido un bombardeo, y que tuvieron la oportunidad de escapar. Además de su hija Rebeca, la única superviviente de la familia, le habían seguido algunos que confiaban en él. Habían pasado muchas penalidades y los que llegaron estaban agotados y desfallecidos.
Constanze le preguntó que cuántos eran. El doctor Cohen caminó hacia el granero y señaló hacía el interior.
—Siete mujeres y yo, señora von Sperling. Durante el trayecto falleció una, fue un milagro que llegáramos hasta aquí. Una de las que han llegado había sido propietaria de una importante empresa de mudanzas en el extrarradio de Hamburgo. Ella fue hasta allí y consiguió que un camión de la empresa donde seguía trabajando su hermano nos trajera hasta un lugar cercano. No sabemos si a estas horas nos seguirán buscando o creerán que desaparecimos pulverizados entre las ruinas del barracón.
El doctor Cohen les presentó a su hija Rebeca y a las demás. Una de ellas tenía una herida de metralla en un hombro. Angélica tuvo el impulso de abrazarlas a todas y Constanze la imitó. Le proporcionaron vendas, alcohol y lo que encontró en el botiquín para que el doctor Cohen le hiciese una cura. Mientras Cohen contaba todo aquello, Angélica iba preparando café. Después les dieron galletas y pan con mantequilla aunque el doctor insistió en que era mejor que comieran solo un poco cada vez.
Le contó que cuando los conducían hacia la estación a través de las calles de Travemünde, él pudo ver su expresión y como discutía con uno de los guardianes. Durante el cautiverio recordó aquello con la esperanza de que algunos alemanes no odiaran a los judíos. Aquel había sido el motivo de esconderse allí. Cuando llegaron creyeron que en la casa no estaba nada más que ella ya que vieron el coche en el patio.
Angélica sugirió que estarían mejor en su casa en Timmendorfer Strand. Se encontraba mucho más aislada, y existía una antigua granja abandonada separada de la casa principal por un bosque. Aquel lugar sería el lugar perfecto para que pudieran refugiarse durante un tiempo. En el coche de Constanze solo cabían dos personas, pero en la vieja camioneta que se usaba para la recogida y llevar los productos al mercado cabrían todas. Quedaron que aquella misma tarde, cuando ya hubiera oscurecido, los conduciría allí. Mientras, dijo que era recomendable que se escondieran cuanto antes en un lugar cercano para evitar problemas.
Fue como si Angélica hubiera tenido una intuición. Apenas Constanze acababa de volver después de ocultarlos cuando vieron llegar un coche negro. Constanze le dijo a Angélica que subiera y se acostase. En su estado anímico podía delatarse. Unos minutos más tarde entraba en el patio un coche con cuatro hombres con gabardinas y sombreros. La Gestapo. Respiró profundamente y salió afuera.
El que parecía ser el jefe se dirigió a ella sin más, identificándose como el inspector jefe Matthias Prater, preguntándole que si habían visto algo extraño y que si estaba sola. Constanze intentó controlarse y negó con la cabeza.
—Arriba se encuentra mi amiga, la señora von Schönhausen. No se encuentra muy bien y está acostada. ¿Les apetece un café caliente y unas galletas?
No hicieron ni intento de entrar en la casa, pero le aceptaron el café de pie ya que dijeron que tenían prisa. Sacó al patio una bandeja con cuatro tazas y un azucarero. Se lo bebieron de un tirón, subieron al coche y se marcharon. En la mesa de la cocina estaban aún sin retirar las tazas y los platos de Cohen y los suyos. Se había librado por los pelos.
Por la tarde, cuando oscureció, fue a buscarlos en la camioneta mientras Angélica conducía su coche sin encender los faros. Los llevaron a la granja abandonada y les dejaron algunas provisiones, suficientes para varios días. Les advirtió que no debían encender la chimenea ni hacer fuego.
Volvieron a Elmen cada una conduciendo un vehículo confiando en que nadie se diera cuenta, la propiedad de Timmendorfer era bastante extensa y la mayoría de los campesinos vivían lejos. Nadie tendría por qué llegar hasta allí.
Al día siguiente se acercaron al mercado semanal en Pansdof. Andaban escasas de víveres y necesitaban comprar algunas provisiones, aunque cada día resultaba más difícil encontrarlas. Seguía habiendo un mercado en el que los campesinos intercambiaban sus productos. Querían comprar harina, café, legumbres, latas de arenques y sardinas, para poder llevar lo imprescindible al doctor Cohen y a las mujeres. Leche, huevos y aves tenían tanto en Elmen como en Timmendorfer. Los precios se habían disparado, ya que la gente prefería cambiar productos que pagarlos. El queso, la manteca, la carne de vacuno o de cerdo costaban ya diez veces más que al comenzar la guerra, y solo se encontraban con suerte en el mercado negro.
Constanze y Angélica se consideraban privilegiadas, ya que a pesar de todo por el momento no tenían problemas económicos. Como la mayoría de la gente en aquellos días, pensaban en el futuro como algo muy relativo, lo importante era el cada día. El mañana estaba muy lejos, si es que existía, y era mejor no pensar demasiado en él.
Mientras recorrían el mercado en aquella soleada mañana en aquella encantadora aldea, Angélica murmuró que a la guerra no podía quedarle mucho tiempo. Los alemanes estaban hartos de guerra y de penurias. Le comentó que Hitler era un maníaco que había llevado a la ruina al país, y tendría que haber muerto en el atentado. Angélica era pariente lejana de Claus von Stauffenberg y se encontraba muy afectada por lo sucedido.
El cartero rural fue el que les contó en voz baja que París había sido reconquistado por los aliados. Aquel hombre, ferviente antinazi, sabía bien a quien le podía contar aquella noticia y a quién no. Otra señal inequívoca de que la guerra no se ganaría. Añadió que se estaban cerrando muchos campos de concentración por la región y destruyéndolos hasta los cimientos, como si los nazis quisieran borrar cualquier huella de lo que en ellos había sucedido, negar su existencia. Sin embargo cuando cerraban un campo conducían a los prisioneros hasta otros.
—¡Criminales! ¡Y además estúpidos! ¿Pero es que no se dan cuenta de que muy pronto tendrán que rendir cuentas de todo esto?
Se dirigieron directamente a la granja. Angélica se encontraba mucho mejor desde que estaban ayudando a los fugitivos. Constanze sabía lo que estaba pasando en aquellos momentos por la mente de su amiga. Ella también había podido ver la película, aunque no se lo había contado a nadie. Sería algo que permanecería dentro de ella.
Llegaron cerca de la granja. Una suave colina que les permitía ver si alguien las seguía. Luego descendieron hasta allí. Nadie salió a su encuentro. Constanze intuyó que algo no iba bien y le pidió a Angélica que permaneciera en el coche. Entró en la casa. Los cuerpos de las mujeres se encontraban tirados en el suelo. Todo estaba lleno de sangre. Tuvo que hacer un esfuerzo por controlarse. Volvió a salir y rodeó la casa. Encontró el cadáver de Cohen. Lo habían ahorcado de una viga.
No podía permitir que Angélica contemplara aquello. Volvió al coche conteniéndose.
—No hay nadie. Vamos a comprobar si han ido a tu casa. Tal vez vieran algo sospechoso.
Arrancó sin decir nada más. Notó que Angélica permanecía en silencio. De alguna manera intuía lo ocurrido. Volvieron a Elmen. No podían haber sido otros que los cuatro tipos de la Gestapo. Era su forma de actuar. Le dijo que permaneciera allí, que ella tenía que salir pero que no tardaría. Fue hasta Travemünde y se dirigió a la comisaría de la Gestapo para denunciar el hecho. En aquel momento llegaba el coche del que descendieron los cuatro hombres. Estaba segura de que habían sido ellos. El que iba al mando sonrió cínicamente colocándose a su lado mientras ella ponía la denuncia.
—¿Dice que ha encontrado varias mujeres asesinadas y un hombre ahorcado en una granja abandonada? ¿Podría usted decirnos si eran judíos? ¿Qué hacía usted allí?
Contestó intentando no contradecirse. No sabía si eran o no judíos. Habían ido buscando un potrillo de su amiga la señora von Schönhausen, propietaria de las tierras, que la acompañaba aunque no se bajó del coche y por tanto no había visto nada.
El inspector Prater de la Gestapo se la quedó mirando, en sus ojos veía que no creía nada de lo que les estaba contando.
—Mire, señora von Sperling. Ya sabe usted lo que les pasa a los que ayudan a los judíos. Lo mismo que a los judíos que intentan escapar de los campos. Le daré un consejo, y trasmítaselo también a su amiga. No jueguen con fuego, ni menosprecien a la Gestapo. No crean que por muy aristócratas prusianas que sean ustedes eso les proporcione patente de corso. Y ahora váyase. No quiero verla por aquí más. Por cierto, su café es excelente.
Constanze volvió a Elmen pensando en que aquellos nazis eran unos criminales que creían que nunca tendrían que dar cuenta de sus actos, y que hicieran lo que hicieran saldrían impunes. Angélica no quiso hablar de ello, estaba muy afectada. De pronto comenzó a hablar.
—Sé lo que viste dentro de la casa. He vuelto allí mientras tú ibas a Travemünde. Tenía que hacerlo, algo me impelía a ir. Encontré a Rebeca escondida cerca de la casa. Había salido a orinar cuando llegaron los de la Gestapo. Cuatro hombres con gabardinas. Los que me dijiste. Rebeca está arriba durmiendo, le he dado un tranquilizante. Sé que lo hiciste por mí, pero mira Constanze, al contrario de lo que piensas estoy vacunada contra el horror, la verdad es muy diferente de lo que cuentan. Los que no son seres humanos son ellos. Cuando esto acabe denunciaré a todos estos nazis. Pagarán por lo que han hecho.
Constanze se quedó perpleja. La abrazó diciéndole que se sentía orgullosa de ella, y que por supuesto, cuando llegara aquel día, sin duda alguna ella la acompañaría a presentar la denuncia.