112. EL BATALLÓN JUDÍO
(PALESTINA Y HUNGRÍA, FEBRERO Y MARZO DE 1944)
El recién formado batallón paracaidista que se estaba preparando en el desierto del Neguev disponía de un instructor y dos expertos paracaidistas británicos. El brigadier Thomas, el sargento Sloane, y el cabo primera Smith. Entre los voluntarios judíos se encontraba Eduard Hirsch. Le había reconocido a Selma que tal vez fuera algo mayor para aquellos trotes, pero por otra parte había sido nombrado capitán y alguien tendría que poner orden entre aquellos jóvenes y entusiastas judíos de la nueva Brigada Judía de la Haganah.
El azar había llevado hasta ella a Lewis Auster, un profesor neoyorquino de aspecto tímido que no salía de una para meterse en otra. Recién casado con Esther Dukas, se sentía preocupado con la sensación de que la había abandonado en el mismo momento en que comenzaban una nueva vida, aunque lo cierto era que a ella también le hubiera gustado estar allí, durante los entrenamientos, lanzándose desde la inestable torre de madera de veinticinco metros, y dándose costalazos contra la caliente arena. Solo disponían de tiempo y presupuesto suficiente para lanzarse media docena de veces desde un avión de la RAF antes de partir para su primera misión. Aún no sabían dónde, pero todo lo que fuera luchar contra los alemanes les parecía suficiente.
Eduard pensaba que al menos los nazis habían sido vencidos en el norte de África, también en Sicilia, en Stalingrado, y las últimas noticias eran acerca de la gran paliza que los rusos les estaban propinando en todo el frente abierto desde Leningrado hasta el Mar Negro. Al menos ya se veía un poco de luz al fondo del largo túnel. Nadie dudaba de que los nazis terminarían por ser eliminados a costa de sangre, sudor y lágrimas. Las relaciones entre ingleses y judíos oscilaban entre el amor y el odio. En aquellos días ambas partes acudieron al pragmatismo, y cada una puso lo que podía. Lo único importante era acabar con los nazis, destruir el Tercer Reich.
Sin embargo las noticias que Selma Goldman recibía en la Agencia Judía planteaban un escenario trágico y difícil. El ejército alemán estaba invadiendo Hungría. En aquel país vivían casi tres cuartos de millón de judíos, y en la Agencia temían una terrible venganza, que la pagarían los más débiles.
Eichmann y otros como él estaban empeñados en eliminar al mayor número de judíos sabiendo que tenían la guerra perdida. A través de los servicios de inteligencia judíos que ya comenzaban a operar con cierta eficacia, los informes decían que las prodigiosas armas secretas de Hitler no llegarían a tiempo. Los aviones a reacción, los cohetes con sistemas electrónicos de guiado, las bombas de increíble potencia, los torpedos volantes y los proyectiles cohetes, también las baterías múltiples de gran radio a punto de ser instaladas contra el sur de Inglaterra, o los astilleros alemanes que estaban terminando el prototipo de una nueva flota de U-Boots de inmersión continua. Los informes que llegaban a la Agencia aseguraban que con el ritmo de avance aliado y soviético, los nazis no dispondrían de tiempo para llevar al combate aquellas armas.
Pero eso no significaba que aun viendo cómo se acercaba el inexorable final del Tercer Reich, los nazis no fuesen capaces de seguir con sus metódicos trenes de la muerte, su cuidadoso y burocrático sistema de asesinatos, rellenando minuciosamente fichas y archivadores, estadísticas, memorandos, llevando un control exhaustivo de las poblaciones judías. Ya no era el momento de engañar a nadie. Los judíos capturados debían morir en el plazo estipulado en los protocolos de la Solución Final. La Agencia intentaba salvar a todos los que pudieran, pero en Hungría los nazis mantenían todo su poder y su fuerza. Era increíble que estuvieran distrayendo numerosas tropas, trenes, logística, solo para llevar a cabo el asesinato de judíos, a costa de perder otros frentes. Era algo tan monstruoso que no tenía sentido.
Cuando el avión despegó de algún lugar el este de Italia, veinticuatro paracaidistas de la Legión Judía sabían que les había llegado el día de la verdad. El capitán Hirsch y el cabo Auster, los que les acompañaban dispuestos a todo, sabían que se estaban jugando la vida. Eso no tenía importancia. Miles de judíos eran asesinados cada día y alguien tendría que hacer algo. Volaron en silencio, no tenían nada más que decir. Solo recordar a los suyos, esperando poder volver a verlos. Fue apenas unos minutos antes de que comenzara el lanzamiento cuando las baterías antiaéreas del 88 comenzaron a disparar. Uno de los proyectiles acertó en el timón de cola y el avión cayó girando sobre sí mismo. En aquel remolino de humo y fuego, en el último instante, Hirsch solo pudo pensar que al menos lo habían intentado.