110. EL CASO DE DAVID EDELBERG
(BERLÍN Y AUSCHWITZ, NOVIEMBRE DE 1943)
Las causas por las que David Edelberg fue trasladado al Hospital psiquiátrico de Berlín a principios de octubre no se debieron tanto a su situación mental como a que el director no soportaba el desorden y el ruido. De hecho ya lo había amonestado en varias ocasiones por correr por los pasillos, por gritar en el patio de juego. En el recreo podían correr, pero debían evitar gritar extemporáneamente. Eran las normas que él había impuesto. Los niños debían aprender lo que era la disciplina, la jerarquía, la pulcritud y el orden. Sobre todo el orden.
Ilse había tenido ya algún sobresalto a causa del carácter de David. Impredecible de pronto podía salir corriendo, o perseguir a otros niños gritando sin parar. Era difícil ir con él por la calle, y el único sitio donde se tranquilizaba era cuando visitaban el zoo. La visión de los animales causaba en el niño un efecto de relajación.
Ilse Edelberg sabía bien que su hijo David era hiperactivo, que había tenido que cambiarlo de colegio por no ser capaz de adaptarse. Acababa de cumplir trece años cuando un día unos enfermeros se lo llevaron al hospital ya que el profesor se negó a seguir dando clase si aquel muchacho seguía allí. No contó que le había dado varios palmetazos en la mano abierta por no estarse quieto en su banca. El director había llamado al servicio de urgencias, y solo después llamó a su madre. Cuando Ilse le recriminó que no la hubiera llamado antes a ella, el director colgó.
Ilse se dirigió entonces al psiquiátrico, pero no consiguió ver a su hijo. Uno de los doctores le dijo que le habían puesto una inyección relajante y que se encontraba en un estado de sedación. Ella insistió que quería llevárselo a casa, que no era ningún peligro para nadie, sin conseguir nada.
Volvió a su casa llorando. Ni siquiera se dio cuenta de que llovía con fuerza y no abrió el paraguas. Se sentía desolada y enormemente triste. A su marido lo había perdido hacia años, y hasta mucho tiempo después no comprendió que era ella la que estaba equivocada. Klaus había desaparecido en Stalingrado, probablemente habría muerto en la batalla, como otros cientos de miles de muchachos alemanes, o estaría prisionero, caminando bajo la nieve con destino a una muerte lenta y terrible. De Elisa tampoco sabía nada, solo que estaba destinada en Rusia con la Cruz Roja alemana. Y ahora aquella tragedia. David era hiperactivo, pero era lo único que le quedaba, y nadie sabía la ternura que aquel niño podía darle, ya que tenía una gran dependencia de ella. En aquellos momentos no sabía que debía hacer. Echaba mucho de menos a su madre. Con ella discutía con frecuencia, pero al final se necesitaban mutuamente y siempre la ayudaba económicamente, con los niños, con cualquier problema.
Se le ocurrió que podría ir a hablar con el doctor Müllenheim. El psiquiatra de cabecera que siempre había atendido a David. Era ya algo tarde pero tomó la decisión de ir a su domicilio. A fin de cuentas ella lo había llevado alguna vez a la consulta privada cuando las cosas se ponían mal. Llegó a su casa a las seis de la tarde. Estaba oscureciendo, e intuía que no sería bien recibida, pero no podía dejar de pensar en David solo en aquel manicomio, que no era otra cosa que un hospital psiquiátrico.
El doctor Müllenheim le abrió la puerta. Se sorprendió al notar que aquel hombre estaba algo bebido. Sin embargo la dejó entrar. Ella se disculpó sollozando y el hombre le escanció un vaso de un licor insistiéndole en que aquello le vendría bien, que se lo bebiera de un trago. Se negó pero tomó asiento en la sala de recibir. Él hombre parecía escucharla con interés, pero ella vio cómo se servía otro vaso de licor. Comprendió que había llegado en mal momento, y que sería imposible que aquel doctor pudiera ayudarla. Le hablaba con la voz pastosa, diciéndole que no debía preocuparse.
—Señora Edelberg. No se preocupe. El psiquiátrico de Berlín es uno de los mejores del Reich, por no decir el mejor. A David no le pasará nada, además tal vez le sirva de escarmiento, así tal vez se tranquilice, que sea hiperactivo no quiere decir que sea tonto, y que no se dé cuenta de las cosas. ¡Hágame caso! ¡Verá como mañana estará suave como un guante! Mire, en ocasiones es mejor un pequeño susto. Pero ya que me pregunta le diré algo francamente. Mire, señora Edelberg. En Alemania estamos saturados de problemas mentales, entre esquizofrénicos, oligofrénicos, retrasados, paranoicos y demás, hay cerca de medio millón de personas, por llamarles algo. ¿Me comprende? Menos mal que el Führer emprendió una cruzada para aliviar a esos pobres desgraciados. ¡Pero no se vaya señora Edelberg, quédese un rato más, de verdad no me molesta!
Al escucharlo Ilse se levantó indignada y se dirigió a la puerta, mientras Müllenheim seguía con su perorata. Salió dejando la puerta abierta sin querer escuchar ni una palabra más. Muchos médicos se habían hecho adeptos al nazismo. Unos por sus propios intereses profesionales, ya que al expulsar del colegio de médicos a los judíos se habían quitado la principal competencia, otros influenciados por las políticas de un partido que tomaba medidas radicales con las que muchos coincidían. Caminó fuera de sí hacia su casa pensando que tendría que haberlo abofeteado. Había entrevisto una personalidad que le repelía.
Aquella noche no fue capaz de pegar un ojo. A primera hora cogió un taxi hacia el hospital psiquiátrico. Tuvo que esperar un largo rato hasta que uno de los doctores la atendió. Le explicó lo sucedido, ella conocía mejor que nadie a aquel niño, no podía negar que era algo hiperactivo, que en ocasiones se ponía pesado, que había que estar encima de él, pero era bueno. Nunca había hecho nada malo contra nadie. Amaba los animales, le explicó que tenía una ratita blanca en una jaula y que cuando se quedaba mirándola se tranquilizaba. Terminó diciéndole que lo llevaría a casa, que era donde mejor estaba, y que iría al médico de cabecera para que le recetara algún tranquilizante. Añadió que era culpa de ella, ya que se los había ido retirando poco a poco.
El médico se la quedó observando. Como si dudara tras aquellas palabras.
—Mire, señora Edelberg. El niño no puede salir de aquí por el momento. El propio director del colegio escribió una nota de su puño y letra afirmando que ayer, en el colegio, tenía un comportamiento excitado, incluso algo agresivo con los compañeros de clase. Tenemos que controlarlo, estudiar al paciente, después tomaremos una decisión. Ahora es mejor que no le vea, ni usted a él. Está medicado, relajado, y no sería bueno que se excite. ¿Lo comprende, verdad?
Ilse insistió, incluso se enfadó con el médico, que la miraba sin replicar, acostumbrado a pasar malos ratos. De repente se levantó argumentando que tenía muchas cosas que hacer, y la dejó con la palabra en la boca. Una enfermera atendió el timbre en la pared y la acompañó hasta el vestíbulo principal. Al salir se volvió un instante y vio como la enfermera la estaba señalando mientras hablaba con el vigilante de la puerta.
Volvió a su casa desesperada. No sabía qué hacer. Buscó en la guía de teléfonos y marcó el número del primer psiquiatra que encontró. La mujer que atendía el teléfono le dio cita para aquella misma tarde cuando ella le explicó que se trataba de una urgencia. Le advirtió que la consulta privada eran treinta marcos en efectivo, pago por adelantado. Se justificó diciendo que llegaban muchos locos y se iban sin pagar. Ilse le dio su conformidad. No era un problema de dinero.
Por la tarde se presentó un cuarto de hora antes en la consulta. Abonó la consulta y la enfermera le dijo que aguardase unos minutos. A la hora en punto la pasó al despacho del médico. Tenía un gramófono con música en su despacho, muy baja y tranquila. Un hombre alto y rubio se le acercó y la observó detenidamente. Se presentó con una leve inclinación de cabeza. Doctor Jäger. Le dijo que tomara asiento. Ilse se sentó mientras el hombre la seguía observando minuciosamente a través de unas gafas de montura dorada que dejaban ver unas pupilas azules escrutadoras.
—Yo no soy la paciente doctor.
El doctor Jäger hizo un leve gesto de sorpresa. Le preguntó qué deseaba entonces. Ilse le explicó el caso, intentando no perder la calma, le describió a su hijo David, le habló de lo bondadoso y sensible que era. Solo un poco inquieto, excitable, un niño a fin de cuentas. El psiquiatra jugueteaba con una estilográfica de oro y de tanto en tanto le lanzaba miradas enarcando las cejas. La dejó hablar. De pronto ella no pudo aguantar la tensión y comenzó a sollozar. Le pidió que la ayudara, mencionó que tenía dinero para responder, que le pagaría sus honorarios.
El doctor Jäger se levantó, rodeó la mesa y le puso la mano en el hombro apretándoselo ligeramente en una señal de compresión. Dijo que la ayudaría. Que después de escucharla iría al día siguiente, bueno al otro, sin falta, ya que al mirar la agenda comprobó que la tenía cubierta. Que hablaría con el director del psiquiátrico. Aseguró que lo conocía, tampoco se podía decir que eran amigos. Sonrió al comentar que era imposible ser amigo del director de un manicomio. Era una buena broma y volvió a reírse.
La acompañó hasta el mostrador donde se hallaba la enfermera. Le comentó algo al oído y se despidió muy afable. La enfermera le dijo que aquella gestión le costaría doscientos cincuenta marcos. Ilse asintió. No era un problema de dinero. Lo único que quería era que su hijo volviera a casa cuanto antes. La enfermera era una mujer acostumbrada a las tragedias humanas. Asintió comprensiva. Le dio una tarjeta en la que figuraba la cuenta bancaria de la consulta donde tenía que hacer la transferencia. Lo apuntó para que no se olvidara. Doscientos cincuenta marcos.
Ilse fue a su banco directamente y transfirió la cantidad. Se quedó más tranquila después de hacerlo. Volvió a su casa en el tranvía pensando que si no se arreglaba pronto la situación, la que iba a necesitar un psiquiatra sería ella.
Dos días más tarde tuvo una llamada del doctor Jäger. Quería que fuera a verlo. Fue corriendo sin hacerse ilusiones, intuía que algo no iba bien. El doctor la recibió de inmediato. El hombre parecía afectado. Ella le preguntó si había podido hablar con el director. Asintió. Parecía dudar.
—Señora Edelberg. Todos los enfermos del hospital han sido trasferidos a algún lugar por orden superior. No han querido decirme adónde. Allí ya no queda nadie. Le haré una pregunta. ¿Usted es judía? ¿No? Es extraño. Aparte de su hijo creo que todos los demás eran judíos. Se ve que estaban concentrando a los locos judíos en ese hospital.
Ilse lo miraba incrédula. ¿Aquel hombre le estaba diciendo que habían trasladado a David a algún lugar desconocido? No podía creer lo que estaba oyendo. Le contestó con acritud.
—¿Pero qué me está diciendo? ¿Dónde está David? ¡Por Dios!
No fue capaz de proseguir. No entendía lo que estaba pasando. Su hijo tendría que estar con ella.
—Señora Edelberg. ¡Yo no tengo la culpa! Solo he intentado saber dónde está. Mire si alguien le puede decir algo es en la Asociación de médicos Nacionalsocialistas. Allí tienen que saberlo, ya que son ellos los que están a cargo del programa. Esta es mi tarjeta. Usted pregunte por el doctor Heyde. Él la atenderá.
Ilse no tenía otra opción si quería intentar rescatar a su hijo. Se dirigió a la Asociación de médicos, a pesar de que empezaba a comprender que no iba a servir de nada. En el tranvía la gente la miraba. Se dio cuenta de que iba llorando. Intentó enjugarse los ojos pero solo consiguió correrse el rímel. En la asociación la recibió un doctor que silbaba «La Traviata». Le dijo que llevaba los archivos. Cuando ella le contó el caso, el hombre se dirigió a unos archivadores metálicos y buscó por orden alfabético.
—¡Aquí lo tenemos! —El hombre parecía feliz de haber dado con él—. ¿David Edelberg? Sí. En efecto. ¿Es que usted es judía? No, claro… no estaría usted aquí. Entonces será un error, ¿tal vez el padre? ¿Tampoco? ¡Imposible!
El hombre le mostró la ficha de cartulina.
Paciente: David Edelberg. (Berlín, 1930) (Abuelos maternos judíos)
Hiperactividad vinculada a un principio de esquizofrenia. (Incurable)
(Ingresado en el Hospital Psiquiátrico) (Aplicar tratamiento final)
Ilse la leyó asombrada. No entendía nada. Se sentía cada vez más confusa.
—¿Qué quiere decir «incurable»? ¡Solo es un niño inquieto! ¿Por qué pone que sus abuelos maternos son judíos? ¡Yo soy su madre y no tengo nada de judía! ¿Qué significa tratamiento final? ¿Adónde lo han llevado?
El médico la miró por encima de sus gafas. Su mirada había cambiado.
—¡Incurable quiere decir exactamente que no tiene posible curación! ¡Desconozco a qué clase de tratamiento se refiere! ¡Yo no escribí la ficha! ¡Usted me dice que no es judía y yo tengo que creérmelo! ¡Hoy en día nadie es judío! ¡Mire, no tengo por qué darle explicaciones! ¡Y ahora váyase! ¡Creo que usted es judía, y si no se va ahora mismo voy a avisar a las SS!
Ilse ya no podía más. Aquella era la gota que colmaba el vaso de su paciencia.
—¡Es usted un miserable! ¡Puede llamar a quien le parezca! ¡Yo también sé amenazar, imbécil!
Salió de allí dando un portazo. Mientras volvía a su casa recordó al inspector Kruger. No tenía nada que perder, y estaba dispuesta a cualquier cosa con tal de recobrar a David. Descendió del tranvía cerca de la comisaría. El que estaba de guardia le preguntó que deseaba. Le contestó que quería ver al inspector Kruger. El hombre asintió y la dejó pasar.
Kruger la recordó nada más verla. Ella le contaba la historia mientras Kruger parecía seguir teniendo fijación por su pecho. A ella no le importaba si mientras le estaba haciendo caso.
Cuando terminó el inspector Kruger le dijo que investigaría personalmente el caso. De pronto le preguntó si la permitía invitarla a una copa. Ella asintió y él la acompañó a un bar cercano donde todo el mundo lo conocía. Era un hombre popular en aquel barrio. En una mesa apartada de la barra volvió a contarle todo desde tiempo atrás. Le replicó diciéndole que se acordaba muy bien de ella. Después la acompañó a su casa llevándola del brazo. Subió con ella en el ascensor y antes de que se detuviera la había besado. Para Ilse era una experiencia nueva, nunca le había ocurrido algo así, era como si estuviera soñando. Ya nada la importaba. Luego hicieron el amor. Kruger era un experto. Mientras seguían desnudos en la cama ella le dijo que quería saber dónde estaba su hijo. Él asintió. Un rato más tarde mientras se vestía, le prometió que en cuanto supiera algo la llamaría. Se marchó.
Al día siguiente Kruger la llamó, le dijo que quería decirle algo. Ella intentó que le adelantara lo que fuera. Él le dijo que iba para allí y colgó. Veinte minutos más tarde tocaba al timbre. En la misma puerta le preguntó si tenía algo de beber. Ella sacó unos vasos y sirvió un poco de aguardiente. Kruger le dijo que se lo bebiera y sirvió un poco más. Era evidente que el hombre estaba algo nervioso.
—Ilse, ya he averiguado lo que ha pasado. Son malas noticias —ella comenzó a sollozar—. Todos los enfermos mentales de ese hospital, cerca de mil pacientes, fueron llevados hace tres días a Auschwitz en un tren especial. Allí fueron eliminados inmediatamente. Todos. Esa información es confidencial, si alguien sabe que yo te lo he contado, me matarán. Lo siento.
Ilse se había tapado la cara con las manos. Le costaba respirar, lanzó un alarido como si la hubieran herido con una lanza en el costado. Ella había soñado dos noches antes que David la llamaba sin que ella pudiera oírlo. Se despertó angustiada. Kruger le estaba confirmando que su intuición era cierta. Él la consoló, la abrazó, le dijo que lo sentía mucho, que aquello era un enorme crimen. Otro más de los muchos que se estaban cometiendo. Así estaban las cosas.
Luego le dio unas pastillas que llevaba en un frasquito en el bolsillo. Le explicó que eran relajantes, que le permitirían dormir. Ilse se sentía exhausta, totalmente agotada, y aceptó tomarlas, le daba lo mismo no volver a despertar. La ayudó a acostarse, mientras comenzaba a adormecerse solo podía recordar la sonrisa de David.