108. EN BUSCA Y CAPTURA

(BERLÍN, VIENA Y ZÚRICH-AGOSTO DE 1943)

El asesinato de María Gessner desencadenó una larga serie de acontecimientos inesperados. Cuando Kurt Eckart viajó desde Berlín a Viena para asistir al funeral dos miembros del Abwehr vigilaban todos sus movimientos. Había pasado de ser uno de los hombres de confianza de Goebbels a convertirse en un sospechoso. Mientras, la Gestapo indagó sobre algunos cabos sueltos, y el informe que veinticuatro horas más tarde pusieron sobre la mesa de Goebbels, señalaba a Eckart como un hombre sin pasado conocido, llegado de Leningrado, que había sabido ascender en el partido mediante su inteligencia natural, pero al tiempo comprometido en una extraña situación. De María Gessner, hermana de los Gessner, se conocía su antigua filiación al partido comunista austríaco, su antiguo expediente en la policía de Viena, sus detenciones por participar en el partido comunista. De ahí se deducía que la relación entre Kurt Eckart y María Gessner era algo más que un romance entre estudiantes.

El hecho de encontrarla en el antiguo domicilio de Selma Goldman, fichada como dirigente sionista y con orden de detención, donde resultó muerta por error, creaba la gran sospecha de que existiese una complicidad entre ellas. Más aún cuando la Gestapo llegó al piso de su hermana, donde la fallecida vivía últimamente, y se encontró con que Eva Gessner también acababa de huir. Eso ya no era un indicio sino una certeza. Por otra parte Eva Gessner había estado casada con un judío de nombre Paul Dukas con el que había convivido durante tres años, hasta su divorcio.

Sin embargo lo más extraño de todo, había sido la liberación de Paul Dukas y de su hijo Jacques y su traslado a Suiza, un asunto aclarado más tarde por el propio Kaltenbrunner, quien alegó que había ordenado su liberación para intentar compensar a Eva de la muerte de su hermana. Aseguró que en aquel momento no existía la menor sospecha, aunque reconoció que tal vez se habría extralimitado.

Que todo aquel embrollo se tratase de una serie de casualidades parecía imposible. Que Kurt Eckart, del que la Gestapo estaba conociendo más al investigarlo en profundidad, fuese el que decía ser ya comenzaba a dudarse. El propio Goebbels estaba muy disgustado con todo el asunto, ya que la bola de la sospecha estaba creciendo por días. ¿Y los dos hermanos Gessner? Un notario de Viena había declarado ante la Gestapo acerca de unos documentos protocolizados por la propia Eva Gessner sobre su posible herencia judía por parte de madre. Si ello resultaba ser cierto, resultaría que Stefan Gessner y Joachim Gessner, dos altos funcionarios del partido, hombres sin tacha, también compartirían dicha sangre judía. Era cierto que se había dudado de otros importantes líderes, incluso del malhadado Reinhard Heydrich, del que se había sospechado durante largo tiempo su parentesco con judíos.

Pero si definitivamente resultaba ser cierto habría que tomar medidas. Por el momento ya se había sembrado la duda y el propio Führer estaba informado. Un lío en el que de una manera u otra todos los implicados casualmente eran judíos, o al menos se sospechaba que lo eran.

Kurt Eckart llegó a Viena sabiendo que se la estaba jugando. Era cierto que la muerte de María le había afectado y que se sentía asqueado de lo que estaba haciendo. Algo dentro de él había cambiado desde Babi Yar. Fue en aquel terrible momento, sin desearlo, cuando apareció dentro de él aquel Israel Zhitlovsky, al que creía muerto y enterrado entre ideologías y lavados de cerebro en el NKVD. Mientras veía como asesinaban a miles de judíos, tomó la decisión de hacer lo que tuviera que hacer por colaborar en socavar el régimen nazi.

Fue en realidad un viaje inútil ya que tras la autopsia en el Instituto Forense de Viena, por algún motivo desconocido el cuerpo de María Gessner desapareció. Al menos nadie le daba razón de donde se hallaba. Tras identificarse con su carnet especial del partido uno de los funcionarios del instituto le explicó que lo habían enviado al Instituto de Biología Hereditaria e Higiene Racial de Frankfurt, ante la duda de si el cuerpo de la fallecida podría pertenecer a la raza judía.

Fue en aquel momento cuando Kurt se dio cuenta de que no debería haber ido a Viena. María le había confesado que según la carta y otros documentos de su madre y de su abuela, ella y sus hermanos podrían considerarse judíos según el criterio nazi, a pesar de no haberlo sabido hasta entonces. Los nazis investigaban todo lo referente a la raza hasta el final, ya que para ellos era el factor más importante a la hora de valorar a una persona. María había sido asesinada al confundirla con Selma Goldman, buscada por ser una judía huida, que además llevaba a cabo labores de apoyo a otros judíos para lograr que huyeran del Reich. En la investigación que ya había comenzado, tarde o temprano, él también saldría a relucir, ya que no en vano había estado relacionado con aquella mujer durante años.

Decidió que había llegado la hora de abandonar el escenario sin aguardar a que lo interrogasen. Sabía por experiencia como funcionaba la Gestapo, y era probable que ya hubieran iniciado un procedimiento secreto contra él.

No tenía otra solución que adoptar el plan B. Un protocolo para huir apoyándose en la red que la propia NKVD había diseñado para ayudar a escapar a sus agentes principales. Según el mismo protocolo el agente podría llegar a suicidarse. Pero su fervor intelectual por el marxismo stalinista se había evaporado hacía tiempo. En aquel momento comprendió que la Gestapo, o la Abwehr habrían enviado tras él al menos a un par de agentes para que vigilaran todos sus movimientos. No tenía tiempo que perder.

No le resultó fácil librarse de los posibles agentes que lo estarían vigilando. Tuvo que coger un tranvía y dos taxis hasta que tuvo la certeza de que había conseguido despistarlos. Una hora más tarde se encontraba en un piso franco en las afueras de Viena, donde tuvo que dar dos contraseñas y algunas explicaciones, luego entre dos especialistas lo transformaron en otro hombre. Eran verdaderos expertos en llevarlo a cabo con pocos medios. Solo una prótesis en el interior de la boca, otro corte de pelo, encanecido, un bigote al estilo prusiano antiguo, unas gafas gruesas de concha, trajes más tradicionales, corbata de lazo, espaldas cargadas. Cuando tres horas más tarde salió de allí era otra persona. Su aspecto era el de un hombre diez años mayor, ligeramente encorvado, trajeado como alguien anodino, un hombre maduro cualquiera. Le habían entregado un pasaporte usado y una documentación completa a nombre de Franz Schmitt, miembro de base del partido en Baviera. También lucía una pequeña y gastada insignia nazi en la solapa. Le ordenaron que saliera de Austria con destino a Suiza, y que una vez allí se pusiera en contacto con el agente del NKVD en Zúrich.

El verdadero Franz Schmitt había muerto tres años antes. Un hombre soltero, oscuro, que trabajó para los servicios de inteligencia bolchevique y al que hubo que eliminar discretamente. Sin embargo siguió existiendo, como si se hubiera mudado de domicilio y de ciudad. Ahora volvía a revivir en Viena, al menos durante el plazo necesario para conseguir la huida de Kurt Eckart.

Para cuando saltaron las alarmas en la Gestapo de Viena y se declaró a Kurt Eckart en busca y captura, el jubilado Schmitt viajaba en un autobús de línea con destino a Linz, sabiendo que mientras no consiguiera cruzar la frontera suiza no podría cantar victoria, aunque en aquellos momentos comprendía que después de morir María, ocurriera lo que ocurriera, ya no podría cantarla nunca.

Kurt entró en Suiza el 30 de agosto. Su capacidad de concentración, su sangre fría y su conocimiento de cómo había que actuar con aquellos nazis le ayudaron en ello. Desde la frontera se dirigió en taxi directamente a Zúrich. Una vez allí le dijo al taxista que se dirigiera a algún gran almacén donde pudiera comprar ropa. Adquirió varias camisas, dos corbatas, dos trajes, zapatos, cuatro mudas, dos chalecos y un abrigo de verano. También una maleta nueva. Desde la puerta del gran almacén cogió otro taxi al Hotel Opera, donde se registró con su verdadero pasaporte del Reich como Kurt Eckart. Subió a su habitación. Se introdujo en el cuarto de baño. Se quitó las gafas, se desnudó, se duchó y se lavó la cabeza. Luego se afeitó, se peinó, se vistió con la camisa, la corbata y el traje que acababa de comprar hacía unas horas y entró en la habitación. Se observó detenidamente en el espejo de la pared. Tenía delante a un hombre muy distinto al que había llegado un rato antes, aparentaba como mínimo diez años menos.

Bajó a recepción, con el pasaporte en el bolsillo. El recepcionista lo observó como si dudara de su memoria, pero no hizo ningún comentario. Desde la cabina telefónica llamó al consulado de Gran Bretaña en Zúrich. Se presentó al cónsul, diciéndole que comunicara a su embajador en Berna que Israel Zhitlovsky quería hablar con alguien del MI-6. Repitió el nombre. Le dijo que estaría aguardando la respuesta en el Hotel Opera.

El cónsul dudó unos minutos pero terminó llamando a su embajada. Cuando el cónsul comunicó a su embajada el recado de Zhitlovsky, a los pocos minutos el embajador le devolvió la llamada, diciéndole que no perdiera de vista a aquel hombre hasta que él llegara. Había hablado con la central del Servicio de inteligencia en Londres, donde le dijeron que aquello tenía absoluta prioridad, y que un agente del Mi-6 en Suiza lo acompañaría a Zúrich para estar presente en el encuentro.

Una hora más tarde, un nervioso y sudoroso cónsul se presentó en el hotel. Lo llamaron a la habitación y Kurt bajó al vestíbulo. Allí el cónsul británico, un hombre grueso y calvo, le comunicó que el propio embajador estaba viajando hacia Zúrich para encontrarse con él, y le rogó que no se moviera de allí.

El embajador y el agente especial del MI-6, que formaba parte del personal de la embajada, llegaron al hotel Opera a las diez de la noche tras un viaje desde Berna bajo la intensa lluvia. El restaurante del hotel estaba a punto de cerrar, pero el cónsul, ejerciendo su influencia, consiguió que mantuvieran abierto el comedor y que dieran de cenar al embajador, su acompañante y aquel misterioso Israel Zhitlovsky. Luego, tras ponerse a las órdenes del embajador, volvió aliviado al consulado.

Kurt tuvo que hacerles un extenso resumen de su situación en el ministerio de Propaganda del Reich, y terminó contándoles exactamente lo ocurrido. No quería que sospecharan otra cosa, y la única salida era decir la verdad. Añadió que desde hacía más de tres años mantenía una relación fluida con los servicios de inteligencia británicos, desde que se puso en contacto con ellos por primera vez en Moscú.

Se reservó su situación como agente de la KGB. Esa era una baraja que de momento se guardaba en la manga. Tal vez en aquel momento alguien hubiera podido confundir sus intenciones, y tomarlo por un agente doble que pretendía infiltrarse en los servicios de inteligencia de los aliados.

Les explicó que aunque no podría volver al Reich, y mucho menos a Berlín, al menos con su verdadera personalidad, creía tener una importante cantidad de información que resultaría de interés para los servicios de inteligencia británicos. Él aguardaría a que llegaran para mantener una entrevista o a que le dieran instrucciones. Pero les advirtió que de momento prefería no moverse de Suiza. Cuando ambos hombres se miraron como si dudaran de su palabra, añadió que estaba allí por su propia voluntad, sin que nadie le hubiera coaccionado, y que deseaba colaborar con los aliados.

El embajador lo observaba con una mezcla de respeto y asombro, sin terminar de comprender muy bien lo que estaría pasando por la mente de aquel hombre. Le rogó que se mantuviera en contacto con ellos, y que no se moviera de Zúrich hasta que llegaran. En la conversación que había mantenido con la central del MI-6, le habían advertido que aquel hombre estaba considerado como alguien prioritario para los intereses de Gran Bretaña en aquel conflicto.