106. LA REBELIÓN DEL GUETO
(VARSOVIA-ABRIL Y MAYO DE 1943)
La mañana en que la Gestapo fue a detener a Lewis Auster a la sede de la organización CENTOS, en Varsovia, nadie supo responderles acerca de su paradero. El inspector Werner Schönerer no estaba para bromas, Lewis Auster era ciudadano americano, aunque para él no era más que otro maldito judío, aprovechándose de su pasaporte para llevar a cabo actividades en contra del Reich. Traía una orden oficial de deportarlo a Suiza. Las órdenes verbales secretas eran liquidarlo y después mantener que había intentado atacar a un policía. Sería una provocación más contra los Estados Unidos, lo que después de todo no tenía ya ninguna importancia con la guerra en su apogeo. Lewis había recibido una advertencia de lo que podría ocurrirle. Alguien había llamado a la oficina de la organización para decirle que su vida corría serio peligro.
Aquella llamada le había salvado la vida por el momento. Se había disfrazado de judío de gueto, y conseguido entrar a través de un edificio que conectaba secretamente con el interior del gueto, una de las pocas conexiones que aún permanecían sin que las SS hubieran sido capaces de dar con ella, aunque recelaban de la existencia de accesos ocultos. La mayoría de las veces habían sido denunciadas por la propia policía judía del gueto, haciendo méritos para mantenerse a salvo, ellos y sus familias. Uno de los líderes del gueto, Mordecai Anielewicz, que dirigía el ZOB, Zydowska Organizacja Bojowa, la «Organización Judía de Lucha», había advertido a Marek Lichtenbaum, el presidente del Judenrat en el gueto, que no se informara a los policías judíos de ninguna actividad, ya que temía que informaran a los nazis de inmediato. Lewis conservaba su pasaporte y poco más.
Todo sucedió el día que decidió que ya no resistía más. Los motivos habían sido seguir el ejemplo de Esther Dukas, intentando hacer más por los que estaban encerrados en el gueto, ayudarles, proporcionarles medicinas, más alimentos, sacar algunos niños del gueto. La policía judía había delatado aquellas actividades a la Gestapo.
Inmediatamente se incorporó al ZOB, consciente de que si lograban capturarlo dentro del gueto acabarían con él. Lo único que le preocupaba era no ver más a Esther, todo lo demás no le importaba. Le resultaba insoportable pasar un día más viendo como los alemanes trataban a los judíos. Parecían disfrutar siendo lo más crueles posibles. Estaba claro que los dirigentes nazis eran los principales responsables y los instigadores de todo ello, comenzando por Hitler, Goering, Goebbels, Himmler, Heydrich, y allí en el Gobierno General, parte de la antigua Polonia, el sádico del gobernador, Hans Frank, un individuo repulsivo y vicioso. Luego los mandos de las SS, de los Einsatzgruppen SS y los Sonderkommando, que asesinaban a centenares y miles de judíos cómo si aquello no tuviera la menor importancia, la enorme maquinaria nazi de funcionarios de todo rango, desde legisladores a burócratas, seguidos de los esbirros, los verdugos, los funcionarios que actuaban malignamente, y por supuesto una gran mayoría de los soldados de la Wehrmacht. Sin todos ellos Hitler no hubiera podido llevar a cabo sus designios. Funcionarios que no movían un dedo por ayudarlos, criminales que actuaban con total impunidad cuando las víctimas eran judías, jueces nazis que solo entendían de justicia nazi y que se regodeaban cometiendo asesinatos «legales». En cuanto a los ciudadanos alemanes, habían votado al Führer por abrumadora mayoría, conociendo bien sus promesas de liberar Alemania de judíos, de aniquilarlos. Era evidente que la mayoría de los alemanes no simpatizaban con los judíos, lo que se demostraba en las delaciones, los actos de crueldad gratuita que estaban a la orden del día, vecinos que delataban a otros vecinos judíos escondidos sabiendo que con ello los estaban condenando irremisiblemente a muerte, profesores que habían humillado a niños judíos, doctores que no atendían a judíos, una infinidad de actos malvados cometidos en toda Alemania por aquellos que pocos años antes aparentaban ser ciudadanos modelo, gentes amantes de la música y de los animales, sobre todo de los perros y los caballos, del orden y la limpieza, y que vistos desde fuera parecían personas normales, pero que escondían un odio mortal hacia los judíos, y un enorme desprecio hacia los que no consideraban de raza germana. Un conocido médico alemán que servía en las SS, sin saber que él también era judío, le había dicho que Hitler era el hombre que iba a crear la nación perfecta: «Mire usted, a los alemanes lo que nos importa y por lo que luchamos es por ese día en el que tendremos una Alemania limpia de judíos y sin sinagogas, tal vez una sola como recuerdo de lo que pudo llegar a convertirse este país. Los subnormales, los locos, los homosexuales, los enemigos del Reich, todos los que contaminan nuestra raza también deben desaparecer. Le garantizo que ese día llegará, y les guste o no a los alemanes de ese futuro se habrá conseguido gracias a Hitler».
Lewis había visto muchas cosas terribles en el año y medio que llevaba en Varsovia. Sabía lo que estaba sucediendo en los guetos. Pensaba que todo aquello terminaría por tener su justo castigo, de Dios en el que no confiaba demasiado después de su experiencia, o de los hombres, que tarde o temprano tendrían que juzgar aquellos espantosos crímenes. El último, el asesinato de un judío llamado Michael Kleppfisch, luchando contra las tropas del general Jürgen Stroop durante el levantamiento del gueto que acababa de comenzar. Una gran pérdida ya que Kleppfisch era un experto en fabricar armas prácticamente de la nada.
El general Stroop había relevado al general SS von Sammern Frankenegg por sugerencia del gobernador Hans Frank. Von Sammern no había conseguido destruir a los miembros del ZOB. Se necesitaba alguien más tenaz, que no cejara en su empeño hasta aniquilar al último rebelde. Por esa razón había llegado a Varsovia, Stroop. Tal vez por eso Lewis Auster tomó la decisión de luchar en el gueto, de pasar de estar seguro, de comer caliente todos los días, de sentirse amparado por su situación a transformarse en un judío desaliñado y hambriento, vestido con un abrigo mugriento, corriendo por las alcantarillas, intentando atrapar una rata para comer, perseguido por los SS y los Sonderkommando. Era una experiencia nueva para él, un profesor de Manhattan, al que le encantaba tocar el piano y estudiar a los clásicos, convertirse sin más en un «untermensch» para aquellas tropas invasoras que llevaban su cruzada en contra de los judíos, los gitanos y los eslavos, a sangre y fuego. Durante el año anterior los nazis habían deportado a trescientos mil judíos del gueto, enviándolos a las cámaras de gas de Treblinka. Estaba constatado. Los judíos sabían que una vez que los metían en los vagones de ganado su esperanza había terminado. Esos eran los motivos por los que Mordecai Anielewicz había decidido que era preferible morir luchando y muchos judíos del gueto lo habían seguido, también Lewis, que se sentía en deuda moral, y quería seguir el ejemplo de Esther Dukas. Deseaba volver a verla, pero si no hubiera hecho aquello se hubiera sentido miserable.
Mordecai se reunía con ellos en las alcantarillas. Les explicaba que los nazis se habían quitado la última máscara. Su único interés parecía ser aniquilar a todos los judíos del mundo, a todos, hombres, mujeres y niños. Un mandato de su Führer, que les había encomendado aniquilar a todos los judíos, y todos ellos, al menos la gran mayoría, lo seguían con entusiasmo. Daba la impresión de que todos aquellos nazis permanecían ciegos, sordos, mudos, asesinando por el Reich, cometiendo las mayores tropelías y crueldades por el Reich, robando por el Reich, violando a las niñas judías por el Reich, persiguiendo a los niños judíos por las alcantarillas o haciendo atroces experimentos médicos por el Reich. El Führer no podía quejarse del comportamiento de aquel pueblo tan sumiso y ordenado, que llevaba la contabilidad de la muerte en impecables fichas, en enormes ficheros, en una burocracia exhaustiva de la que nadie podía librarse.
A lo largo del inclemente abril mantuvieron muchas escaramuzas con los Sonderkommandos, los SS, la Gestapo, la Wehrmacht. Eran ratas de alcantarilla contra un enorme tigre sediento de sangre. La diferencia estaba en que las ratas no tenían nada que perder, mientras que aquel tigre temía a la muerte y al dolor. Los nazis aparecían con sus uniformes impecables, en ocasiones acompañados de guardias ucranianos enrolados en las SS, tan crueles o más que los alemanes. Llegaban en sus automóviles, en motocicletas, en camiones trayendo sus ametralladoras, rifles, pistolas, gases asfixiantes, bombas de mano, incluso llegaron a meter en el gueto tanques y artillería pesada, lo que hiciera falta del impresionante arsenal de muerte del que disponían. Mientras los judíos de Mordecai Anielewicz, de Gutman, de Kleppfisch, atacaban con lo que podían o inventaban, pistolas robadas, explosivos caseros, rifles introducidos de contrabando, incluso tirachinas con bolas de hierro, cuchillos de cocina, trampas de alambre. Los nazis lo sabían y temían arriesgar sus valiosas existencias por un puñado de ratas que se defendían con uñas y dientes. Sesenta mil hombres y mujeres desesperados, sin esperanza, sabiendo que si cedían serían enviados a Treblinka, a Sobibor, a Auschwitz, a cualquiera de los campos de la muerte para ser gaseados y transformados en jabón y humo. Lewis pensaba que Heinrich Himmler, el funcionario de la muerte, quería acabar con el gueto, liquidar hasta el último de sus habitantes, para luego seguir con otro y otro más, cumplir con lo pactado en Wannsee y ganar otra condecoración, tal vez conseguir la Gran Cruz de la Orden del Águila Alemana de oro. Eso le daría derecho, cuando el orden nacionalsocialista se hubiera impuesto tras el conflicto, a convertirse en el heredero del Führer, en conseguir enormes propiedades, en convertirse en un virrey servido por esclavos eslavos. Entonces nadie se acordaría de cómo habría conseguido escalar tan alto.
Lewis Auster vio caer a Michael Kleppfisch, a muchos otros que combatían junto a él. Para entonces su universo había cambiado, sus sentimientos, pasiones, intereses, creencias, todo el sistema que le había hecho ser como era se estaba transformando por días. Aquel brillante intelectual, que lo analizaba todo buscando el sentido lógico de las cosas y de los acontecimientos, era ya una fiera herida, de hecho le habían alcanzado en el hombro izquierdo, que no había podido lavarse desde hacía semanas, mal alimentado, bebiendo agua de los charcos, empuñando una vieja pistola que se encasquillaba cuando quería, pero convencido de que estaba haciendo lo que su conciencia le dictaba. Se daba cuenta de que no habría podido volver a sus clases en la Universidad de Nueva York, dejando que los demás creyeran que su actuación en Varsovia le había hecho digno del reconocimiento. No deseaba aquello. Solo pensaba fijamente en poder volver a casa, al regazo de Esther Dukas de la que estaba perdidamente enamorado, pero eso sí, cuando hubiera hecho lo que tenía que hacer.
El general Stroop y sus hombres comprendieron pronto que aquello no era un levantamiento más, si no una batalla a vida o muerte en la que los judíos podrían volver a ser los héroes de Massada, dar ejemplo con su sacrificio de que ni un solo judío más debería aceptar las órdenes sumisamente, entrar en el matadero sin rechistar. Lo primero que hicieron fue destruir los lugares donde se ocultaban los guerrilleros del ZOB, el búnker de la calle Milá. El 8 de mayo, Anielewicz, acompañado de su prometida Mira Fuchrer y otros líderes del ZOB, rodeados sin salida, antes de que los cogieran vivos tomaron la decisión de suicidarse. Una semana más tarde Stroop declaró que el gueto ya no existía, mientras los SD terminaban de capturar e interrogar a los supervivientes.
Lewis huyó del gueto el mismo día junto a otros miembros del ZOB a través de la salida secreta por la que había entrado. Mientras intentaba escapar de Varsovia, logró llegar a una de las direcciones en la zona en la que los del ZOB mantenían un piso franco, en un edificio abandonado. Allí pudo asearse, cambiarse de ropa, afeitarse. Los del ZOB lo pusieron en contacto con el servicio de inteligencia polaco. Diez días más tarde huía de Polonia hacia Dinamarca, que si bien estaba ocupada, era un lugar más seguro. A mediados de junio se encontraba en Londres, en el Hotel Brown’s, en Mayfair, una zona arruinada por los bombardeos alemanes. Desde la oficina postal más cercana y tras una larga espera, consiguió poner un cable a sus padres en Nueva York. Le pareció asombroso el espíritu de supervivencia de los británicos. En aquella ciudad casi arrasada los servicios seguían funcionando.
Mientras se afeitaba, observando su rostro entre el vaho del espejo del baño, comprobó como aquella experiencia le había afectado. Los parpados hinchados, unas profundas ojeras, la piel pálida y apagada, los ojos ligeramente vidriosos y enrojecidos. El mal era como un microbio que se contagiaba y que devoraba el espíritu de las personas afectadas. El muchacho excelente con el que sus amigos lo habían despedido cantando dos años antes en el puerto de Nueva York cuando embarcó para Europa, había desaparecido para siempre. El espejo le devolvía la mirada de un hombre que había matado a otros hombres por venganza, y que seguiría haciéndolo si fuera preciso.
Al día siguiente caminó hasta la oficina postal. El supervisor le dijo que no se había recibido contestación. Cuando caminaba de vuelta el hombre le alcanzó corriendo. ¿Lewis Auster? Acababa de llegar un cable para él. Lo abrió en la misma calle mientras comenzaba a llover. Esther le decía que estaba en Manhattan con sus padres, aguardando ansiosamente su llegada.