104. EL EXTERMINIO

(TESALÓNICA Y AUSCHWITZ-FEBRERO DE 1943)

David Goldman junto con otros judíos influyentes había estado reunido con el gran rabino Tvi Korentz para saber lo que aquel hombre pensaba acerca de las inminentes deportaciones de judíos de Tesalónica, de las que tanto se hablaba en las últimas semanas. Lo encontraron superado por los acontecimientos, les explicó que unas semanas antes habían llegado a Tesalónica dos de los más cercanos colaboradores de Adolf Eichmann, Alois Brunner y Dieter Wisliceny, para preparar las deportaciones. Desde su llegada se había endurecido sensiblemente la situación de la comunidad judía en la región. Advertido de lo que los alemanes pensaban llevar a cabo, el arzobispo ortodoxo de Atenas, Papandreou Damaskinos, había mostrado su indignación y protestado ante las autoridades griegas colaboracionistas sin conseguir nada.

Cuando al volver a casa le contó aquello a Rachel, David no pudo evitar sollozar, al comprender que sus opciones se estaban acabando. Hasta aquel día pensaba que la situación podría cambiar y finalmente se había dejado encerrar. No lo sentía por él, ya que sabía que cualquier día podría ser el último, no soportaba que pudiera sucederle nada a Rachel. Por un momento pensaron incluso en suicidarse, pero no fueron capaces. Querían ver una vez más a su familia, creer en una mínima oportunidad por difícil que fuera.

A pesar de ello, la redada del barrio costero de Tesalónica cogió a los Goldman por sorpresa. Lo cierto fue que lejanos gritos comenzaron a escucharse a las seis de la mañana. David, en su sordera, siguió en la entrevela que le impedía conciliar un sueño profundo, pero Rachel se alarmó. Hacía tiempo que intuía lo que iba a pasar y aquellos gritos de pánico y de angustia la hacían comprender que había llegado el día fatídico con el que soñaba en sus pesadillas. Mientras los gritos se acercaban y se escuchaban los altavoces gritando órdenes en alemán, se vistieron apresuradamente. Desde hacía unos días, David no se encontraba bien, y ella sabía que aquello podría acabar con él. Con setenta y siete años, David había perdido facultades. A pesar de ello le contó que había llevado el Talmud de Viena a un sacerdote ortodoxo con el que tenían amistad de siempre para que lo guardara a buen recaudo. No quería que los nazis lo destruyeran. Ella asintió mientras una lágrima se deslizaba por su mejilla.

Los Einsatzgruppen SS actuaban sin compasión. Habían formado una interminable fila en la que apenas concedieron minutos para sacar a las gentes de sus casas. Ellos habían preparado dos pequeñas maletas, cogido unos abrigos. Se sentían atemorizados, humillados, frustrados. David creía que el gran rabino podría haber hecho algo más. Estaba confuso, muy preocupado. ¿Así iba a terminar su vida? Un tal Vital Hasson, judío, colaboraba con los nazis rebuscando en las casas. Un vecino que le echó en cara lo que estaba haciendo recibió una brutal paliza de los guardias que lo acompañaban.

A la mayoría los conducían a los tres guetos creados en la ciudad, Kalamaria, Singrou y Vardar, en Agia Paraskevi, pero a ellos los condujeron al gueto situado en el barrio del barón Hirsch. Allí encontraron a unos centenares de familias conocidas, y comprendieron que estaban clasificando a la gente por su situación económica. No era nada tranquilizador el hecho de que aquel gueto estuviera junto a la estación de ferrocarril ya que era a través de aquel medio como estaban deportando a los judíos hacia los campos del este. Los alemanes hablaban de reasentamientos, pero ya muy pocos se llevaban a engaño. De allí no se volvía.

Pronto se dio cuenta David de que su influencia había terminado. Intentó hablar con Vital Hasson pero no consiguió que entrara en el gueto. Estaba dedicado a comprobar quienes se habían escondido y donde estaban para denunciarlos a los alemanes. Pensaba que al menos Selma había conseguido escapar. Él la hacía en Palestina con Lowe. En cuanto a su nieta Esther, su pasaporte norteamericano la defendía. De Jacques quería pensar que habría conseguido huir.

Sin embargo aquello no lo consolaba. No podía soportar que Rachel estuviera allí. Era superior a sus fuerzas.

Tres días más tarde David Goldman se sintió mal. Poco después perdía el conocimiento. Uno de los que compartían el gueto con ellos, el doctor Samuel Toledano, pariente lejano de su mujer lo atendió como pudo, ya que le habían requisado su maletín de médico. A pesar de ello lo auscultó y le dijo a Rachel que se trataba de un infarto. Si no era atendido probablemente moriría.

Intentaron conseguir que lo evacuaran. El comentario despectivo del comandante de las SS al cargo de la vigilancia del gueto fue: «¡no merece la pena!». Aquella misma tarde David Goldman falleció sin recuperar el conocimiento. Un rabino que se encontraba en el gueto inició las oraciones, pero los Sonderkommando se llevaron el cuerpo aún caliente por la fuerza, amenazando con sus armas y golpeando sin piedad a los que pretendían evitarlo. Fue un acto terrible y despreciable, pero las protestas de los que compartían el gueto no consiguieron nada. Rachel Goldman se encaró con el jefe y cuando la amenazó con matarla en el acto, ella lo maldijo. El individuo no replicó y salieron del gueto llevándose el cadáver. Rachel tuvo que sentarse. Nunca en toda su existencia se había sentido tan sola y tan triste. Sin embargo se mantuvo impávida, reflexionando que no quería darles aquella satisfacción a los nazis. Con la muerte de David se había ido su alegría y sus ganas de seguir viviendo. Solo rezaba para que Selma, sus nietos, Lowe, consiguieran salvarse.

El primer convoy con destino Auschwitz desde Tesalónica partió el 15 de marzo transportando cerca de tres mil personas de los tres guetos. Ya en la estación los nazis asesinaron a dos miembros de una familia que se negaron a subir al tren, resistiéndose de todas las formas posibles. Solo era el avance de lo que iba a ocurrir. Rachel Goldman tenía setenta y cuatro años. Era una mujer inteligente, sensible y humana. A pesar de su edad intentó ayudar y consolar en la medida que pudo en aquel tren de la muerte que tardó tres días y en el que sus verdugos no les proporcionaron ni una gota de agua para calmar la intensa sed de los que eran transportados peor que si fueran animales, hacinados, sin un lugar donde hacer sus necesidades, humillando y violando cualquier derecho humano. Cerca de la cuarta parte murieron o se dejaron morir, sin ánimo de aguardar a lo que venía, en aquel ambiente irrespirable, entre los lamentos de los vivos y los estertores de los moribundos.

El tren llegó de noche hasta el andén del campo de trabajo de Auschwitz. Fueron desembarcados entre gritos de amenazas y los ladridos de los perros adiestrados para atacar. Sin más se les condujo en fila hacia un edificio situado al fondo. Antes de entrar se les obligó a desnudarse completamente a pesar del intensísimo frío. Todos los prisioneros eran conscientes de lo que iba a ocurrir, aunque los altavoces aseguraban que se trataba de una desinfección previa a su ingreso en el campo.

Los últimos pensamientos de Rachel fueron el recuerdo de aquella hermosísima poesía: «La yave, mi alma, mi alma, la yave ke no se piedra. Muestra kaza en Toledo mos esta asperando. Vamos a tornar». Mientras exhalaba su último suspiro veía delante de ella la puerta de su casa en Sefarad.