103. LA GUERRA DE LAS RATAS

(STALINGRADO, FEBRERO DE 1943)

El sargento Klaus Edelberg fue trasladado a Stalingrado en octubre de 1942. Klaus estaba convencido de que se trataba de un castigo por haber criticado entre sus camaradas de armas la matanza de judíos que había presenciado. La Abwehr estaba en todas partes y las SS lo interrogaron sobre sus declaraciones. Cuando unos días más tarde fue enviado al frente de Stalingrado, a la 24.º División Panzer, supo que era una condena a muerte. Sus camaradas la llamaban a aquella batalla «Rattenkrieg», la guerra de las ratas. Los oficiales alemanes comentaban entre sí que no resultaría fácil torcer el brazo a los soviéticos. Al llegar al interior de la ciudad la batalla urbana resultaba ser una trampa para los alemanes. Los rusos conocían todas las alcantarillas, las fábricas, los pasadizos. Además los francotiradores estaban causando innumerables víctimas a los atacantes.

A principios de noviembre el grupo de panzers de Klaus Edelberg se encontró rodeado. Apenas les quedaba combustible y allí iba a resultar imposible que se lo suministraran. Siete tanques cayeron en una encerrona cuando pretendían llegar hasta los muelles. A medida que las tripulaciones salían al exterior eran aniquiladas por los francotiradores apostados entre las ruinas que los rodeaban. Klaus resultó herido levemente en un brazo pero pudo correr hacia uno de los edificios seguido por Franz Müller, su conductor. Habían pasado de la relativa seguridad del interior del tanque a encontrarse asediados por los soviéticos en una zona hostil. Acostumbrado al interior del tanque, allí afuera notó un frío terrible, ya que no había podido coger su abrigo. Encontraron los cadáveres de varios soldados rusos y aunque estaban rígidos pudieron quitarles sus abrigos.

Por algún motivo no siguieron disparándoles. Escuchaban las detonaciones cada vez más lejanas. Se aferraron a la esperanza de poder escapar y volver a sus líneas. Al caer la noche, ayudados por la luna llena y por la brújula, salieron de su escondite sabiendo que sus probabilidades eran mínimas. Cuando habían llegado hasta el límite de la ciudad, y creían haberlo logrado, un disparo alcanzó a Müller matándole en el acto. Klaus corrió hacia sus líneas gritando que era uno de ellos y a pesar del fuego cruzado milagrosamente pudo llegar.

El propio mariscal von Paulus se interesó por él. Había perdido su tanque, pero conseguido volver, lo que ya era una hazaña. La herida era superficial y le vendaron el brazo sin darle de baja. Mientras lo asignaron a una compañía de infantería motorizada para cubrir bajas. Unas horas más tarde estaba de nuevo combatiendo en primera línea. Desde su posición veía aparecer soldados rusos que eran lanzados contra ellos, que los abatían, hasta que se formó una especie de barricada de cuerpos por la que tenían que trepar los nuevos que seguían apareciendo, la muerte de todos aquellos soldados no parecía significar nada para los ejércitos soviéticos.

Comenzaron a avanzar seguidos de un cuerpo de la Feldgendarmerie, la policía militar, y algo más atrás los Einsatzgruppen SS. Se preguntó cómo era posible que en aquella situación en la que se estaban jugando la victoria o la derrota, los del alto mando siguieran obsesionados con la captura de judíos. No tuvo que esperar mucho para contestar la pregunta. La compañía a la que pertenecía llegó a un grupo de edificios semiderruidos desde donde les estaban disparando. Un comando penetró en él. Unos minutos más tarde obligaron a salir a un grupo de gente escondida en el sótano, casi todos eran mujeres y niños, algunos de corta edad. Entonces llegaron los Einsatzgruppen SS. Hubo una pequeña discusión entre el comandante de la compañía que hablaba de llevárselos y el de las SS que quería liquidarlos sin más, manteniendo que las mujeres rusas estaban sirviendo como tiradoras y que los niños eran empleados para colocar minas en lugares inaccesibles para los adultos. Al final se impuso el SS, alinearon a las mujeres y a los niños judíos junto a un muro, y varios soldados SS comenzaron a ametrallarlos sin más dilación. Unos instantes después todos habían muerto. Nadie hizo el menor comentario. En aquel momento una niña de unos catorce años corrió entre los escombros. Un SS disparó varias veces antes de conseguir darle. La muchacha cayó como si la hubiera alcanzado un rayo. Un teniente se acercó y fríamente dio el tiro de gracia a dos niños.

Sintió náuseas y estuvo a punto de vomitar. Algunos de sus nuevos camaradas permanecían impávidos, como si no hubiera sucedido nada. Otros parecían visiblemente afectados sin atreverse a expresar sus sentimientos. El Tercer Reich era algo muy distinto a lo que le habían enseñado. No podía compartir aquellos asesinatos bajo ningún punto de vista. Su abuela Charlotte además de revelarle que parte de su sangre era judía, le había hecho comprender muchas cosas. No quería pensar en ello, pero la realidad le hacía ver que las tesis de los asesinos se imponían a cualquier código militar, a los sentimientos de humanidad, queriendo demostrar que la vida de los judíos no tenía valor alguno. ¿Qué ocurriría si terminaban por ganar la guerra? ¿Y si la perdían? El mundo se les echaría encima. El Führer había prometido la aniquilación total de los judíos de Europa, y en ese caso ni él, ni su hermana y su madre estarían a salvo. Cualquier denuncia, una investigación más a fondo, la larga relación de transferencias bancarias desde la cuenta de aquel Goldman, un judío de Viena, en realidad su abuelo.

Durante los siguientes días los aviones alemanes bombardearon la ciudad y los muelles sin pausa. Llegaban desde el oeste en grandes oleadas y dejaban caer su mortífera carga. Era imposible que nadie sobreviviera a un bombardeo de tal envergadura, ni siquiera los rusos que parecían esconderse bajo la tierra, para volver a aparecer de nuevo. La esperanza renació entre ellos. Aún no estaba perdida la batalla.

A fines de noviembre el tiempo empeoró y los bombardeos cesaron. Klaus estaba informado de que los rusos estaban formando una pinza para aislarles. Lo sabían todos. Sería casi imposible poder escapar, y sabían que si los rusos los cogían prisioneros los matarían. Ellos habían arrasado Rusia con la política de tierra quemada y ahora iban a recoger la cosecha sangrienta.

Un día supieron que el cerco se había cerrado. A pesar de ello el Estado mayor intentó que salieran pero llegó una orden expresa del Führer prohibiendo la retirada del sexto ejército. A principios de diciembre ya no quedaban suministros. Estaban pasando literalmente hambre a pesar de que habían sacrificado casi todos los caballos. Doscientos cincuenta mil soldados necesitaban muchas provisiones y los aviones de Goering no llegaban por varios motivos. Stalingrado apestaba con un olor pútrido de los miles de cadáveres que se descomponían bajo los escombros. Todos los días enterraban centenares de cuerpos de soldados que morían de disentería, infecciones, heridas, a causa de los obuses que cada vez acertaban más, de los francotiradores rusos que causaban muchas bajas. No podían lavarse, tenían que calentar la nieve para poder beber, carecían de medicamentos, de vendas, de material quirúrgico. Klaus sabía que la rendición era cuestión de semanas. Se hablaba de Manstein que llegaba con el Grupo de ejércitos del Don. A mediados de diciembre intentaron una ofensiva con centenares de panzers de la Sexta División Blindada. Cuando creían que iban a conseguir romper el cerco aparecieron de la nada los ejércitos rusos para hacerlos retroceder. La operación de rescate había fracasado.

A primeros de enero la situación se transformó en intentar sobrevivir. Un teniente de las SS fue asesinado al querer imponer la disciplina. Por primera vez en la Wehrmacht nadie prestó atención. El Sexto Ejército no era ya más que un patético fantasma, nada tenía que ver con aquellas brillantes y disciplinadas tropas que meses atrás iban a comerse el mundo.

Después de todo, desde el día en que consiguió volver desde las líneas enemigas, el ya teniente Klaus se había convertido en uno de los oficiales cercanos al mariscal Paulus. Cierto que se trataba de un mariscal en sus peores momentos, responsable de un ejército sin esperanzas que se estaba deshaciendo por días. Curiosamente la mayoría de los SS habían conseguido escapar del cerco. Tal vez porque sabían mejor que nadie que no les convenía quedarse allí. Algunos murmuraron que los SS solo eran muy valientes con los judíos indefensos. Klaus pensaba lo mismo.

A finales de enero los que pudieron, incluyendo el estado mayor y el mariscal, se refugiaron en lo que parecía ser el lugar más seguro: el amplio sótano de los almacenes Univermag, donde trasladaron a los miles de heridos y enfermos. Pronto un olor terrible se apoderó del lugar. A los más graves no se les atendía con el fin de que murieran cuanto antes, lo más que se hacía por ellos era proporcionarles opio o láudano y sacarlos al exterior para que el frío acabara con ellos en minutos.

El penúltimo día de enero un demacrado y enfermo mariscal Paulus se reunió con su estado mayor y con sus oficiales de confianza. No había más salida que la rendición incondicional pero advirtió que no pensaba suicidarse, ni ninguno de sus altos oficiales debería coger aquel fácil camino. Todos ellos deberían dar la cara y seguir el destino de sus hombres. Un grupo de oficiales de enlace, entre los que estaba Klaus Edelberg, habían llevado la tarde anterior la carta sellada de Paulus, dirigida al general en jefe Gueorgui Konstantínovich Zhúkov. El treinta y uno, desarmados, salieron al exterior tras enarbolar bandera blanca. Los rusos estaban apercibidos de lo que iba a ocurrir, y no hubo ningún disparo. Aquel frío día de invierno, caminaron lentamente entre la nieve, y Paulus se rindió formalmente ante el general Vasili Chuikov y su estado mayor.

Fue en aquel momento, en la formación que entregaba su destino a los soviéticos, cuando Klaus Edelberg adivinó el verdadero final que aguardaba al Reich de los mil años. Nunca conseguirían vencer a un enemigo que se extendía desde Polonia hasta Vladivostok, y desde el círculo polar ártico hasta el Mar Negro, en el que la muerte de un millón de soldados y civiles, como estaba sucediendo en Stalingrado, no representaba prácticamente nada. Otro millón aguardaba para sustituirlos de inmediato. El Führer había medido mal sus fuerzas, y se había equivocado en algo trascendental que cambiaría el destino de Alemania.