101. MAUTHAUSEN

(MAUTHAUSEN, LINZ-MAYO DE 1942)

El campo de concentración de Mauthausen-Gusen se encontraba muy cerca de Linz, apenas a veinte kilómetros. Cuando Selma tuvo la certeza de que su hijo Jacques se hallaba prisionero en aquel campo se obsesionó pensando cómo podría liberarlo. En aquel momento, todo lo demás, su vida, el sionismo, incluso su amor por Eduard Hirsch había pasado a un segundo plano. Incluso la estrategia que los sionistas estaban preparando en la eventualidad de que los alemanes del Afrika Korps pudieran llegar a El Cairo, lo que hubiera significado amenazar directamente Palestina. Lo único importante era sacar de allí a su hijo, en aquel lugar su vida pendía de un hilo, y que en cualquier momento, con cualquier excusa, por un motivo fútil, podrían cortarlo.

Se arriesgó a ir a Viena. Quería hablar con Eva Gessner ya que estaba informada de que sus hermanos, Stefan y Joachim, se habían convertido en cargos del partido nazi. Ellos podrían conseguir sacarlo de allí. No sabía cómo iba a responder aquella mujer que tiempo atrás consiguió separarla de Paul. Después también Eva se había divorciado de Paul, pero al menos aquel matrimonio demostraba que no era alguien con prejuicios en contra de los judíos. En cuanto a Paul, acababa de enterarse de que los nazis lo habían detenido en la frontera con Suiza cuando intentaba huir, con suerte se encontraría prisionero. Alguien había avisado de que varios conocidos hombres judíos habían intentado huir con la mala fortuna de ser apresados en la misma frontera. Lo sentía mucho por él, pero el que realmente le importaba era Jacques, paradójicamente tan parecido a su padre en muchas cosas. Ambicioso, creído de su inteligencia y de su físico, sabiéndose privilegiado, exquisitamente educado. Selma sabía que Jacques seguía con vida por el momento, y que cumplía los requisitos para que los nazis lo siguieran considerando útil. Fuerte, joven, dispuesto a todo. De momento preferían eliminar a lo que llamaban «bocas inútiles», a los viejos, a los enfermos, a los niños. ¡Qué terrible maldad! En ocasiones cuando reflexionaba sobre lo que estaba ocurriendo, viéndose ella como una más entre aquellas gentes educadas, refinadas incluso, sensibles al bienestar de los animales, los perros y los caballos sobre todo, amantes de la música y el orden, cultos… no entendía cómo gran parte de la población de Alemania y de Austria a la que siempre había creído conocer se habían transformado, al menos muchos de ellos, en seres crueles, impávidos ante la maldad en contra de hombres, mujeres y niños que hasta ayer mismo habían sido compatriotas y vecinos. Cómo los porteros de las fincas, los compañeros de profesión, en universidades y colegios, incluso gentes cercanas con las que habían compartido muchas cosas, habían podido transformarse de aquella manera en delatores, acusadores, instigadores y, lo que era increíble, incluso en perpetradores. Ya nadie se fiaba de nadie, nadie vivía tranquilo, nadie se sentía feliz aunque fuera un instante, como si una especie de plaga, salida de lo más profundo de los infiernos, se hubiera extendido por aquellos hermosos países, contaminándolos con miasmas de maldad y perversión. Era cierto que los judíos estaban siendo aniquilados en los campos de concentración. Ella lo sabía a través de los informes que habían llegado hasta la Agencia Sionista, hasta Tel Aviv, de algunos que habían conseguido escapar y cuyos relatos hacían dudar a los que los escuchaban, ya que no eran creíbles. Resultaba imposible que los ciudadanos alemanes estuvieran siendo cómplices de la situación. ¡Un pueblo como aquel! ¡Modélico en tantas cosas! Siempre había estado convencida de que Alemania sería el país que guiaría al mundo hacia la cultura y los avances sociales. ¡Qué terrible fracaso, qué desilusión, qué frustración! Ella misma había creído ser una más, hasta que al leer a Pinsker y a Herzl comprendió que estaba totalmente equivocada.

Pero todo aquello ya no le cogía por sorpresa. Ahora se trataba de sobrevivir, de intentar ayudar, de hacer lo que ella sabía y quería hacer, lo mismo que sus padres, que en la Tesalónica ocupada hacían lo que podían por los demás miembros de la comunidad judía, lo mismo que su hija Esther, metiéndose en la misma boca del lobo, en el gueto de Varsovia para intentar ayudar como pudiera, justo cuando acababa de llegarle información de miles de judíos asesinados a palos y a tiros en el gueto por los nazis, tirando incluso los cadáveres por las ventanas a las calles, algunos de ellos aún vivos.

Jacques era diferente y sin embargo ahora todos sus esfuerzos deberían centrarse en conseguir su libertad, sabiendo que mientras tanto no podría volver a ser ella. Ahora su corazón, su alma, estaba en algún pabellón de Mauthausen-Gusen, y todo lo demás era accesorio.

Ya en Viena, donde llegó con el pasaporte como Ángela Jäger, no tuvo ningún problema para localizar a Eva Gessner. Cuando la llamó por teléfono, Eva solo dijo que fuera a su casa de inmediato, que no se arriesgara por la calle. Cuando llamó al timbre temía encontrarse con la mujer superficial que le habían descrito cuando flirteaba con Paul. Se llevó una gran sorpresa. Eva la recibió cariñosamente como una antigua compañera de fatigas, admirada de que hubiera sido capaz de volver a aquella Viena nazi en la que afloraban los peores y los mejores sentimientos. De un lado gente malvada, egoísta y ruin, de otra hombres y mujeres que ayudaban a los demás sin esperar nada a cambio, aun a riesgo de sus vidas. Al abrazarla comprendió que las rencillas habían quedado atrás y que estaban juntas en lo que importaba. Luego abrazó a María.

Eva le preguntó por su familia. Selma era una mujer fuerte pero no pudo evitar que brotaran sus lágrimas. No tenía por qué ocultarles nada y les explicó el motivo de encontrarse allí. Su hijo Jacques se hallaba prisionero en Mauthausen-Gusen. Era también hijo de Paul Dukas, y eso implicó más a Eva. Podría haber sido también su hijo si hubiera seguido unida con aquel hombre. Cuando Selma les pidió que intercedieran ante sus hermanos, ambas se miraron unos instantes antes de que Eva le contara la situación.

Cuando Eva iba explicando que ellas también podían considerarse judías y lo que había sucedido con Joachim y Stefan, Selma se sintió aún más cerca de ellas, pero se dio cuenta de que probablemente ninguno de los dos movería un dedo ni por sus hermanas ni mucho menos por su hijo. El odio racial había conseguido borrar cualquier otro sentimiento, antiguas amistades, simpatías, relaciones de parentesco, transformándose en una barrera imposible de salvar. Sin embargo Eva le dijo que lo intentaría con todas sus fuerzas, que iría a la embajada para que le dijeran donde podría encontrarse Joachim, con la excusa de motivos familiares. Le aseguró que haría todo lo que tuviera que hacer para conseguir que Jacques fuera liberado cuanto antes.

Ni la propia Eva creía lo que estaba diciendo. Conocía muy bien a sus hermanos, su enorme ambición, su temor a que ellas los terminaran denunciando.

Ni Eva, ni María, ni Selma, podían saber que Jacques había conseguido escapar de su prisión. Un grupo de cuatro prisioneros elegidos por su fortaleza fueron asignados a realizar la mudanza del nuevo comandante del campo. Debían ser conducidos a Linz bajo vigilancia de dos SS, descargar los muebles y ser traídos de nuevo al campo unas horas más tarde. Llovía intensamente, la carretera estaba encharcada y la furgoneta que los conducía se salió de la carretera apenas a tres kilómetros de Linz, chocando contra un árbol e incendiándose. El conductor y el guardia que iba junto a él resultaron muertos. Los cuatro prisioneros pudieron escapar al deformarse la puerta trasera con el golpe y abrirse espontáneamente. Cada uno cogió su camino, pensando que resultaría más fácil que si seguían juntos. Seguía lloviendo y la visibilidad era escasa. Jacques se dirigió hacia Linz, lo contrario de lo que nadie hubiera pensado, mientras sus compañeros intentaban huir hacia las montañas. Llegó a una casa aislada situada a las afueras y se agazapó en el cobertizo intentando que pasara la tormenta. Una mujer salió de la casa para ir a coger leña en el cobertizo donde él se había refugiado de la lluvia. No había lugar donde esconderse y ella casi se dio de bruces con él. Se llevó la mano a la boca atemorizada. Jacques no se había dado cuenta de que tenía una herida en la cabeza y que un lado de su rostro estaba cubierto de sangre. Intentó tranquilizarla, le dijo que había huido de Mauthausen y que no iba a hacerle daño. Ella asintió. Le dijo que su hermano se hallaba allí prisionero por motivos políticos.

La mujer tendría treinta y tantos, hizo un gesto para que la acompañara. Él la siguió al interior de la casa. Le permitió lavarse en la cocina y le curó la herida superficial. Luego le dio de comer y le proporcionó un traje que dijo era de su hermano, mientras le decía que no podía refugiarlo allí ya que si lo encontraban los matarían a ambos.

Antes de salir le dio algo de dinero y una bolsa con pan y algunos víveres. Jacques pensaba que había gente muy mala, pero también gente muy buena. Ella le recomendó que se escondiera cerca de la estación por la que pasaban los trenes de mercancías, y que intentara subirse a alguno y alejarse. Cuando él le preguntó por qué hacía aquello por él, la mujer dijo que apenas un mes antes los nazis habían asesinado a su marido sin motivo, y que nunca los perdonaría. Al despedirse Jacques le besó la mano y ella le besó en ambas mejillas deseándole suerte mientras esbozaba una amarga sonrisa.

Mientras corría entre los árboles en la dirección que la mujer le había indicado, Jacques no podía dejar de pensar en lo arriesgado que era vivir en aquellos tiempos. La suerte le acompañaba, como ella le había sugerido pudo subir a un vagón de mercancías. Allí se encontró con uno de los prisioneros que le acompañaban. Otra vez el azar.

Mientras Selma se hallaba en Viena, intentando buscar el medio para liberarlo. Eva le dijo que permaneciera con ellas, que en modo alguno se le ocurriera volver a su antiguo piso. Le contó que existían muchas denuncias por parte de los porteros, que eran coaccionados por la Gestapo, y también espontáneas de los vecinos. Selma le dijo que debía ir forzosamente a su casa ya que quería recoger unos documentos, dinero y joyas de la caja fuerte. María se ofreció a ir en su lugar. Conocía aquel edificio ya que había mantenido amistad con unos antiguos vecinos, por lo que el portero se acordaría de ella. Solo tenía que darle la llave y la combinación de la caja y ella lo traería todo. Era lo mínimo que podía hacer por ella.

Selma aceptó. No terminaba de fiarse del portero. Le entregó las llaves a María y le dio la combinación de la caja fuerte situada tras un espejo en su dormitorio. Desde antes del anschluss el piso figuraba a nombre de Ángela Jäger, clasificada como aria, y por lo tanto confiaba en que no hubiera sido ocupado por los nazis.

María se dirigió al piso. No iba preocupada, para los ciudadanos considerados arios la situación se consideraba como incómoda, pero los nazis procuraban no meterse con ellos. Cuando llegó al piso el portero no estaba, abrió el portal con el llavín y subió en el ascensor, abrió con un leve chirrido y se dirigió al dormitorio principal. Olía a cerrado, encontró la caja de inmediato, giró la combinación y la abrió sin dificultades. Extrajo todo lo que había y lo introdujo en su bolso. Aquello estaba resultando más sencillo de lo que había pensado.

En aquel momento escuchó un ruido. Dos desconocidos entraron en el dormitorio pistola en mano. María tenía aún la mano dentro del bolso y al ir a sacarla uno de ellos disparó. María sintió un fuerte dolor en el pecho. Solo fue un instante, antes de desplomarse sobre la cama había muerto.

Los hombres de la Gestapo se encogieron de hombros. Aquello ocurría todos los días. En aquel momento entró el portero, que era quien los había avisado al decirle uno de los vecinos que Selma Goldman estaba en su piso. La estaban aguardando desde hacía tiempo, con la información de que se trataba de una agente sionista que estaba ayudando a escapar a muchos judíos. El portero se acercó en el momento en que el que había disparado daba la vuelta al cuerpo sobre la cama. Cuando vio el rostro de María Gessner con los ojos abiertos inmóviles, se dio cuenta de que algo había ido mal.

—Esta mujer no es Selma Goldman, su nombre es María Gessner, y creo que vamos a tener problemas.

La Gestapo se dirigió de inmediato al piso de María Gessner con la convicción de que probablemente Selma Goldman podría estar oculta en él. El portero les explicó que aquel piso llevaba varios meses vacío, aunque la propietaria pasaba por el de tanto en tanto, lo que podría indicar que se encontraba viviendo en Viena. El director de la Gestapo de Viena ya estaba informado de lo sucedido, y que la mujer muerta era hermana de dos altos cargos del partido. Se había tratado de un terrible error, aun sabiendo que María Gessner se hallaba en el piso de una judía buscada por su relación con el sionismo, y que en el bolso de la fallecida se encontraron documentos comprometedores, dinero y joyas de gran valor.

Cuando el director habló con Joachim Gessner temía la reacción de aquel hombre, al que tenía que explicarle que la policía a sus órdenes había matado a su hermana María por error. Se sorprendió al escuchar la reacción de Gessner que le decía serenamente que comprendía la situación, y que no se podía culpar a nadie por cometer un error en aquellos días de tanta tensión. No podía saber el director de la Gestapo en Viena que acababa de quitarle un peso de encima a Gessner, que de acuerdo con su hermano Stefan, habían resuelto terminar con la amenaza que suponían sus dos hermanas en aquella ciudad, por los medios que fueran precisos. Aquella noticia facilitaba las cosas. Para Joachim, su hermana María era un caso perdido, contaminada por las lecturas bolcheviques y las malas compañías políticas, haciéndose pasar falsamente por simpatizante nazi, lo que la había llevado a ser abandonada por Kurt Eckart, que probablemente no soportaba las tendencias políticas de su amante. Joachim estuvo a punto de decirle que no estaría mal que la Gestapo se encargara también de su otra hermana, Eva Gessner, aunque al final se contuvo, más que nada por lo que pudiera contarles. Uno de los vecinos de Selma se encontró casualmente con Eva a la que conocía de toda la vida, cuando alarmada por la tardanza, intuyendo que algo malo podría haber sucedido, intentaba entrar en el edificio donde estaba el piso de Selma.

El hombre le contó que habían escuchado unos disparos, y que media hora más tarde sacaron en camilla el cuerpo sin vida de una mujer desconocida. Eva supo en aquel momento que su hermana María había muerto. Simplemente no lo aceptaba. ¿Quién había disparado y por qué motivo? Estaba tan conmocionada que decidió ir a la central de la Gestapo. Al llegar vio a Ernst Kaltenbrunner, al que conocía desde hacía años, a punto de introducirse en un automóvil. No soportaba a aquel hombre al que tenía por alguien fatuo y malvado, que había ascendido en el partido nazi austríaco. Había trabajado para su padre como abogado en unos asuntos de los terrenos de la familia en Linz, y la conocía desde hacía años. También su esposa Elisabeth. Intentó volverse cuando él la vio. Kaltenbrunner descendió del coche y se acercó a ella entre los hombres de la Gestapo que lo rodeaban.

Kaltenbrunner desconocía la mala relación entre Eva Gessner y sus hermanos. Para él solo era alguien emparentada con personas situadas en la cúpula del partido. Precisamente aquel día en el que había sido llamado a Berlín y sabía que le iban a dar un importante cargo. Le preguntó qué podía hacer por ella. Eva estaba tan afectada que solo pudo contestarle desabridamente que las SS bajo su mando acababan de asesinar a su hermana María. El rostro del jefe de la Gestapo se descompuso. Conocía bien a Joachim Gessner y a Stefan. Aquello era un terrible contratiempo. Tendría que hablar con los responsables. Eva le dijo que quería que le entregaran el cuerpo de su hermana. Kaltenbrunner habló con alguno de sus ayudantes. Diez minutos más tarde le explicó que se encontraba en el instituto forense donde le estaban practicando la autopsia. Eva tuvo que sentarse en el coche casi desmayada. Se ofrecieron a llevarla a su domicilio. Ella no quería pero no se encontraba en condiciones de volver andando. Finalmente la llevó el propio jefe de la Gestapo.

Selma estaba volviendo al piso de Eva. Desde la esquina observó pasar dos coches de la Gestapo y se introdujo en un portal. Vio descender a Eva Gessner y reconoció a Kaltenbrunner. Aquello la dejó tan sorprendida que volvió sobre sus pasos. No podía creer que Eva y María la hubieran delatado, pero lo que acababa de ver no le dejaba opción a dudarlo. Había dejado una pequeña maleta con sus cosas en casa de las Gessner, aunque el pasaporte y los documentos a nombre de Angela Jäger seguían en su poder. No recordaba haberles dicho nada acerca de aquella identidad. Las normas de la agencia sionista eran mantener absoluta discreción aún con las personas más cercanas.

Decidió salir de Viena cuanto antes. Era muy arriesgado seguir allí con la Gestapo siguiéndole los pasos. Sin embargo necesitaba saber por qué habían actuado de aquella manera. Entró en una cabina de teléfonos y marcó el número del piso de Eva. El teléfono sonó tres veces. Reconoció la voz de Eva.

—¿Quién es? ¿Dígame?

—¿Eva? He visto que bajabas del coche de Kaltenbrunner. ¿Podrías explicármelo?

Cuando Eva le contó sollozando lo que había ocurrido, Selma comprendió la situación. Le dijo que no podría volver allí, y que lo sentía mucho. La intención de ayudarla había ocasionado la muerte de María. Probablemente la habrían confundido con ella. Murmuró que ya se pondría en contacto más adelante y colgó.

Al menos sabía que Eva no la había delatado. Se sintió culpable por haber dudado de ellas. El asesinato de María Gessner demostraba lo que iba a ocurrirle si la capturaban. Tomó la decisión de llamar a Alice Haussman, antigua ayudante de Paul Dukas en su consulta. Una mujer inteligente a la que conocía bien. Llamó desde la misma cabina. Alice le replicó diciéndole que fuera a su casa de inmediato, intentaría ayudarla.

Alice Haussman no era judía, creía que no existían diferencias entre alemanes y judíos, y sus largos años con el doctor Paul Dukas le habían demostrado que los hombres judíos eran muy parecidos a los hombres austríacos. Conocía las flaquezas humanas de Paul Dukas y también su gran inteligencia. La historia de Lowe Lowestein, que había llegado a sus oídos, le había demostrado que aquel hombre racional y frío escondía un corazón muy humano. Cuando Selma Goldman la llamó, no dudó un instante.

Cuando escuchó el timbre de la puerta y abrió la puerta encontró el rostro de aquella mujer por la que siempre había sentido admiración. Selma le explicó que había llegado a Viena para intentar que Eva Gessner la ayudara. Lo que acababa de ocurrir con la trágica muerte de María demostraba que la Gestapo estaba informada. Necesitaba que Alice la ocultara un par de días hasta que viera de qué manera podía huir de Viena. Alice asintió.

Alice le preguntó si sabía que el doctor Paul Dukas se encontraba prisionero de Mauthausen. Le contó lo que ella sabía a través de Simón Steinmann, que había ido a Viena para explicar lo sucedido a la familia de Appelbaum, con la que ella mantenía buena relación.

Al enterarse Selma de la situación de su exmarido, le afectó mucho. Sabía que Paul no resistiría el ambiente de un campo de concentración donde el valor de la vida era muy relativo. Paul siempre se había hecho el fuerte, el hombre impávido ante los acontecimientos, intentando demostrar un carácter que escondía en realidad un alma atormentada y sensible. Simplemente ver lo que sucedía en aquel campo lo mataría.

Alice preparó la habitación que había sido de su madre, fallecida meses atrás. Le dijo que no se preocupara, allí estaría segura, y cuando el asunto se enfriara un poco podría intentar huir escondida en la parte de atrás de su coche, regalo de Paul Dukas cuando le dijo que tenía que prescindir de sus servicios por causa de las leyes raciales, al ser él judío y ella aria.

Eva, aún conmocionada por la muerte de su hermana, encontró la solución al descender del coche de la Gestapo. Conteniendo sus sentimientos le dijo a Kaltenbrunner que si quería compensarla por la injusta muerte de María, por la que ya no se podía hacer nada, que liberara al hombre que había sido su marido, el doctor Paul Dukas y también a su hijo, Jacques Dukas, de Mauthausen, ya que se había corrido la voz en Viena de que ambos se encontraban presos en aquel campo. Alguno de los guardias era de Linz y había hablado más de la cuenta. A él no le costaría nada conseguirlo. Al escuchar la petición, Kaltenbrunner frunció el ceño. No le hacía ninguna gracia nada dejar libres a dos judíos, pero necesitaba compensar a aquella mujer de alguna manera. Dos vidas judías por una vida aria. No tardó ni dos minutos en resolverlo. De acuerdo, él los liberaría pero ellos deberían intentar ocultarse por sus medios. Si los encontraban después no se hacía responsable.

Eva dijo que se comprometiera a soltarlos y darles al menos veinticuatro horas. No se trataba de que los soltaran y les dispararan por la espalda desde las torres de Mauthausen. Un trato era un trato, y Kaltenbrunner lo aceptó. Desde aquel momento, aseguró, se comprometía a dejarlos en libertad, y darles no veinticuatro, sino cuarenta y ocho horas sin dar orden de busca y captura. Luego le estrechó la mano y ella salió del coche. Fue en aquel preciso momento cuando Selma Goldman observó que se despedía de Kaltenbrunner, un hombre profundamente odiado por toda la comunidad judía de Viena.

En Mauthausen la orden de liberar a los Dukas, padre e hijo, llegó al comandante de campo en el momento en que estaba dando órdenes para que capturaran vivos o muertos a los fugados. En cuanto a Paul Dukas, lo llamaron a la dirección del campo cuando se encontraba de guardia en la enfermería. Cuando le comunicaron que iba a ser puesto en libertad al principio no lo creyó. De Mauthausen solo se salía con los pies por delante, pero cuando en presencia del director le entregaron un traje, un cinturón, una camisa, calcetines, incluso una corbata, todo ello usado y arrugado, además de treinta marcos y el pasaporte que le habían requisado cuando lo capturaron, incluyendo un documento de expulsión del Reich dirigido a la Gestapo, comprendió que era cierto. El director no se dignó a darle ninguna explicación. Solo le advirtió que si contaba algo de lo que allí había visto, los presos que habían llegado con él pagarían con su vida la indiscreción. Paul sabía que aquel hombre no hablaba por hablar.

Pero cuando le dijo que su hijo Jacques también iba a ser liberado, el corazón comenzó a latirle con fuerza. Paul se sorprendió ya que desconocía que se encontrara allí prisionero. Alguien muy importante tendría que haber influido. No pensó en Eva, ya que no sabía nada de lo sucedido aquel mismo día en Viena. Cuando dos agentes de la Gestapo iban a conducirlo a la estación, preguntó por Jacques. No le contestaron, y aquel silencio le preocupó. Tuvo que aguardar que pasara el primer tren con destino a Suiza. Sus guardianes mostrando el mismo desprecio y brusquedad que en el campo, lo entregaron a la Gestapo que iba en el tren, con el documento de expulsión del Reich, que era finalmente como se iba a zanjar el asunto, ya que el propio Kaltenbrunner no quería más problemas.

Tras ocho horas de viaje llegaron a la frontera suiza. Cuando Paul Dukas ya se creía libre, caminando en tierra de nadie, un disparo realizado por un tirador de la Gestapo le alcanzó en la cabeza. El director de Mauthausen se había jugado el puesto con aquella acción, pero en modo alguno podía permitir que un médico judío que había visto tantas cosas en el campo pudiera revelarlas. Aquel sería un incidente fronterizo y el tirador de élite negaría haber disparado. Un guardia de fronteras suizo lo presenció todo. Al final fueron ellos los que tuvieron que ir a recoger el cuerpo ya que se hallaba apenas a unos metros de su frontera.

Jacques y su compañero de fuga sabían que sus oportunidades eran mínimas. Fueron detenidos en la siguiente estación. Alguien les había visto subir y los denunció. Jacques, convencido de que lo iban a matar, permaneció inmóvil aunque para su sorpresa ni siquiera lo golpearon. El otro preso aterrorizado intentó huir y fue acribillado en las mismas vías. Lo condujeron a Mauthausen, y una vez allí lo llevaron a la dirección. Iba consciente de que estaba condenado. Sin embargo para su total sorpresa el director le comunicó que iban a dejarlo en libertad sin más explicaciones. Jacques no podía comprender lo que estaba sucediendo. Un rato más tarde le proporcionaron una camisa, un traje muy arrugado, zapatos, todo usado y sin lavar, también le entregaron el pasaporte que le habían requisado en la redada, se encontró de pronto en la frontera del Reich con Suiza. Fue en aquel preciso momento cuando llegó la llamada de Kaltenbrunner suspendiendo la operación de puesta en libertad. Una escueta orden que provenía de arriba. Debían retornar a Mauthausen con el preso. Los de la Gestapo se encogieron de hombros, apenas unos minutos más y lo habrían soltado.

Dos horas después Kaltenbrunner llamó al piso de Eva Gessner para decirle que no solo había liberado a ambos, sino que los habían conducido a la frontera suiza. Añadió que era más de lo que había acordado. Eva le dio las gracias y colgó. A pesar de ello sentía un profundo desprecio por aquel nazi que estaba deportando a los judíos de Viena a Polonia, y al que seguía considerando el autor de la muerte de María. Podía imaginar lo que estaba sucediendo en campos como Auschwitz, Sobibor y otros.

Cuando Eva colgó a Kaltenbrunner supo que había llegado la hora de marcharse de Viena y del Reich antes de que fuera demasiado tarde. Ella y María habían tenido la precaución de obtener el visado de salida del Reich un mes antes, además del visado de entrada en Suiza, para lo que Andreas Neuer había utilizado sus buenas relaciones con el primer secretario de la embajada suiza en Viena, en funciones de consulado desde el Anschluss. Un rato más tarde se hallaba en la estación dispuesta a embarcar en el tren para dirigirse a Suiza. Pasó los controles de acceso y subió al tren. Cuando veinte minutos más tarde el vagón comenzó a moverse, sintió un gran alivio.

Kurt Eckart tuvo información del asesinato de María Gessner al cabo de unas horas. Seguía queriendo a María y le afectó más de lo que hubiera pensado. Las cosas tendrían que haber transcurrido de otra manera. Recordó las oscuras circunstancias en las que ella había perdido al hijo de ambos poco antes de nacer. Tras aquel incidente se encontraban los hermanos Gessner, y ello no solo redundó en su cambio de posición, también decidió vengarse de ambos. Fue al despacho del secretario de estado del ministerio de Propaganda, para decirle que su antigua compañera sentimental había muerto en Viena, y que pensaba asistir al entierro.

El funcionario tardó unos minutos en comentar el asunto con Goebbels, que le respondió que acababa de ser informado. Al tratarse de la muerte de un familiar directo de dos altos cargos del partido, uno de ellos con responsabilidades en el ministerio de Asuntos Exteriores, se había iniciado una investigación interna en la misma Gestapo. Conocía algunos detalles y le replicó que habría que comprobar lo sucedido minuciosamente. ¿Qué hacía aquella mujer, María Gessner, en el piso de Selma Goldman, una judía buscada por su relación con el sionismo? Existía una orden de busca y captura específica contra Goldman realizada por el propio Adolf Eichmann, después de que sus servicios de información detectaran que se había hecho pasar por una ciudadana austríaca desaparecida tiempo atrás en Palestina, de nombre Ángela Jäger, que había tenido la increíble audacia de entrevistarse con el propio Eichmann en Praga. Todo aquello justificaba la intervención policial y hasta cierto punto lo sucedido. Goebbels comentó que se trataba de un asunto incómodo y delicado, precisamente por la vinculación con Joachim y Stefan Gessner, a los que también había citado.

Goebbels estaba preocupado por la situación, pero sobre todo por el hecho de que Kurt Eckart, uno de sus hombres de confianza en el ministerio, hubiera tenido una relación sentimental con María Gessner, cuando aparecía una extraña relación, desconocida hasta aquel momento con el caso de Selma Goldman. Y mucho más cuando alguien como el propio Kaltenbrunner había intentado poner en libertad al exmarido y al hijo de aquella mujer, ambos judíos. Cierto que no había tenido inconveniente en cambiar de criterio y acabar con ellos en la misma frontera. Había hablado telefónicamente con él, recién llegado a Berlín desde Viena, y lo había citado en la cancillería. Era un asunto absurdo y al tiempo tan delicado que merecía una investigación en profundidad.

Se tomó la decisión de vigilar los movimientos de Kurt Eckart. Por el momento no sería considerado sospechoso, pero era preciso tener más información sobre las relaciones entre unos y otros. Una brigada de asuntos internos de la Gestapo vigilaría a Eckart. Goebbels tenía la esperanza de que su protegido saliera limpio.