100. UNA TERRIBLE VENGANZA
(TIMMENDORFER STRAND Y SOBIBOR-ABRIL DE 1942)
Para Joachim Gessner las cosas debían hacerse siempre siguiendo un plan. Organizarlas hasta el último detalle. Llamó a su hermano Stefan, que se hallaba en Berlín, y quedaron. Le habló de lo que había pensado, cómo aquella mujer, Angélica von Schönhausen, debía expiar su pecado. Le contó que cuando se lo comentó a Himmler le dijo que estaba de acuerdo, aunque le advirtió que no se lo contara a Goering. Comentó con un cierto tono de menosprecio que en el fondo el mariscal era un snob, al que le privaría ser considerado perteneciente a la nobleza. Algunos se referían a él como Hermann von Goering. No, aquel hombre no estaría de acuerdo.
Joachim le explicó que la trama de la venganza la había urdido el propio Himmler. ¿No habló aquella mujer en Elmen de que todo le parecía una verdadera pesadilla? Pues había llegado el momento de prepararle una a su medida. La idea era enviar a «Timmendorfer Strand» a los individuos adecuados, especialistas de las SS que no deberían dejarse ver ni reconocer. Vestirían de negro, llevarían máscaras y no dirían una sola palabra durante toda la operación. En cuanto a los caseros, se habría preparado una artimaña para que esa noche no estuvieran allí. Se presentarían de noche en la casa rural de los Von Schönhausen. Le harían saber a la mujer como eran tratados los enemigos del Reich, por muy nobles que se creyeran. Por supuesto todo aquello sería filmado, la drogarían, la disfrazarían como a una judía, le tintarían la piel y el cabello con un tinte que se pudiera eliminar con jabón, y le dibujarían un número en el antebrazo simulando un tatuaje, también con una tinta que se pudiera borrar, y la conducirían al nuevo campo de Sobibor, en Polonia, donde ya habían comenzado la aniquilación de miles de judíos cada día. Supuestamente dejaría una carta explicativa de que se trataba de un viaje personal, en la que mencionaría que volvería en unos días. En Sobibor todo estaría preparado y hablado con el director, quien habría recibido el visto bueno del propio Reichsführer para llevarlo a cabo, para seguir la representación hasta el límite. Cuando llegara el momento culminante, en el último instante, cuando parecía que iban a aniquilarla, la sacarían de allí y la devolverían a su casa. Por supuesto todo sería filmado sin que se diera cuenta la interfecta. Volverían a drogarla y la bañarían mientras estuviera dormida, la acostarían en su cama y se marcharían. Por supuesto se llevarían todas las ropas del disfraz, intentando no dejar ni el más mínimo rastro. En cuanto a Constanze von Sperling, los mismos individuos la secuestrarían durante unas horas mientras iba de su casa a Travemünde, la drogarían obligarían a ver lo que hubieran filmado. Al terminar la devolverían al lugar donde se encontrase su coche, allí la soltarían, y que luego ambas contasen lo que quisieran.
Stefan lo observaba con los ojos muy abiertos. Le costaba reconocer a su propio hermano. Todo aquello era de una crueldad inimaginable. Si se tratara de su problema, él lo habría resuelto de otra manera. Les habría pegado dos tiros a ambas damas cuando iban de un lado a otro en su coche y asunto terminado. Aquellas aristócratas se habían pasado con su penosa actuación y se merecían un terrible escarmiento.
—¡Te imaginas, Stefan! ¡Ya nunca podrá separar la realidad de la pesadilla! ¿Qué pasará por su mente? Naturalmente nadie la creerá, ni creo que ella se atreva a contárselo a nadie. Llevará siempre la pesadilla de la que hablaba consigo. En cuanto a Constanze, cómplice de lo que sucedió en Elmen, aquel infausto día, sabrá que ha sido cierto pero jamás podrá demostrarlo. ¡Ese Himmler es un genio! ¡Nunca se me hubiera ocurrido nada tan sofisticado, pero creo que no se merecen menos!
Stefan le replicó que todo aquello parecía salido de una mente enferma. Sería más fácil provocar un accidente de carretera en la que ambas murieran y asunto terminado, no tenían por qué complicarse la vida. Pero Joachim estaba entusiasmado. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto. Desde que sintió aquella terrible humillación no paraba de darle vueltas a la cabeza, y que deseaba hacer algo para vengarse de una vez por todas.
La «Operación Ángel» se llevó a cabo a mediados de abril. Un equipo de tres agentes especiales de las SS la ejecutó como estaba planeada. Las órdenes eran que no quedaran huellas. Los caseros de Angélica von Schönhausen tuvieron que ir al médico en Travemünde aquella tarde aquejados de fuertes dolores de vientre. Los tuvo que llevar el chófer y mayordomo personal superando los mismos síntomas. Era como si se hubieran envenenado con algún alimento en mal estado y fueron hospitalizados. No había teléfono en «Timmendorfer Strand» y no pudieron avisar de lo que ocurría.
Sin embargo, ella no se vio afectada y se quedó en la casa. Pensó que se debía a la carne que les habían regalado unos cazadores. Ella era vegetariana, pero el servicio había comido en la cena anterior. Aquella noche en vista de que no volvían, cenó temprano y se acostó. A las nueve oyó un ruido en la planta baja y se alarmó. Luego pensó que habría sido el viento que estaba arreciando. Para cuando quiso darse cuenta le habían aplicado un paño con cloroformo en el rostro.
Recobró la conciencia en un lugar desconocido y oscuro. Un olor acre, fuerte, repugnante, que lo impregnaba todo. Pensó que olía a muerte. Estaba tan aterrorizada que no se atrevió a gritar. Era una extraña sensación tan real que no parecía una pesadilla, en la penumbra vio que se hallaba tendida junto a otra mujer en una litera de madera mal cortada. Tenía mucho frío. Vio que la mujer junto a ella la observaba en la semioscuridad. Sus ojos se estaban acostumbrando con rapidez y podía vislumbrar una hilera de literas igual a la que ella se encontraba. Una débil bombilla cada diez metros arrojaba una exigua luz. Preguntó que dónde estaba y su compañera de litera murmuró extrañada que aquel lugar era el campo de concentración de Sobibor.
Angélica von Schönhausen era una mujer exquisita, que se sabía privilegiada por la vida. Educada en los mejores colegios, nunca en toda su vida había tenido un problema. Su nivel económico le permitía todos los lujos que deseara. Cuando recobró el conocimiento no podía comprender lo que estaba sucediendo. Por ello, dolorida y helada, preguntó:
—¿Qué hago yo aquí? ¿Por qué me han traído a este lugar?
Su compañera de litera que ya no se asombraba de nada, una judía de Hamburgo, murmuró convencida.
—Porque somos judíos. Por eso nos traen aquí, para matarnos.
—¡Pero yo no soy judía! —protestó—. ¡Soy Angélica von Schönhausen! ¡Yo no tendría por qué estar aquí!
—Yo tampoco —replicó su compañera—, mi nombre es Rebeca Altmann, pariente cercana de los Bloch-Bauer de Viena. Soy profesora titulada de filosofía por Heidelberg. Yo tampoco tendría que estar aquí, pero ambas somos judías y eso para ellos es suficiente.
—¡Perdone, pero le insisto! ¡Yo no soy judía! ¡No tengo nada que ver con los judíos!
—Mire, amiga mía, a los judíos cuando ingresamos aquí nos traen a este pabellón. Los gitanos ocupan otros al final del campo, a los comunistas y los enemigos del Reich, como ellos los llaman, los agrupan en otros algo mejor que estos. Además dígame como una mujer no judía lleva ese número en el antebrazo. A pesar de la escasa luz hasta yo puedo verlo.
Angélica miró su antebrazo. Tatuado en la blanca piel resaltaba el número «48864». Lo observó extrañada, como si aquel brazo no fuera el suyo. Se sintió confusa, extrañada. ¿Qué estaba pasando?
—Te daré un consejo —la mujer la tuteó ya que no deseaba verse metida en problemas—, mientras te aclaras sobre lo que eres, te aconsejo que no intentes discutir con ellos. Te matarían en el acto. Tú solamente haz lo mismo que los demás. Te han traído esta noche. Venías como muchas, desmayada. Te han dejado aquí, ya que mi compañera de litera la gasearon ayer por la noche. Estábamos aquí y vinieron a por un grupo. Se llevaron a cerca de trescientas mujeres, eligieron a las enfermas, las más mayores y las niñas. Eso que hueles es lo que sale de los hornos crematorios donde las han convertido en humo. Mañana puede que nos toque a nosotras. Tal vez no. Sería mejor cuanto antes. De aquí no se sale, al menos con vida.
—¡Pero es imposible! ¡Tiene que creerme si le digo que hace un rato estaba durmiendo en mi cama en mi casa de Travemünde! ¡Por favor, créame! ¡Tiene que creerme!
—¡Claro que te creo! Mira, yo estaba en mi casa, con mis hijos y mi marido cuando vinieron a buscarnos. Estábamos sentados a la mesa, comenzando a cenar cuando escuchamos ruidos en la escalera. No nos dio tiempo a reaccionar. Tiraron la puerta abajo, a mi marido lo mataron delante nuestro al intentar defendernos. Le dispararon a la cabeza. No nos permitieron coger nada, ni siquiera ropa de abrigo. La sopa se quedó puesta en los platos. ¿Por qué no voy a creerte? Nos condujeron a la estación y allí me separaron de mis hijos. A ellos los trajeron en otro vagón y ya no he vuelto a verlos. Así que puedo entender muy bien lo que sientes. Cuando llevas aquí unos días empiezas a comprender la realidad. En eso Hitler no mentía. Quieren matar a todos los judíos. ¡Dios nos ha abandonado!
En aquel momento se encendieron unos focos y el pabellón se iluminó. Todas las mujeres se levantaron de un salto. Angélica las observó tendida sin moverse.
—¡Levántate! ¡Levántate inmediatamente o te matarán! —la mujer parecía seriamente alarmada—. ¡Hazme caso!
Angélica se incorporó como dudando y se colocó en la fila que se había formado delante de su litera. Se sentía aturdida, confusa, sin saber qué estaba haciendo ella en aquel lugar. Vio llegar a dos SS uniformados, llevando sendas fustas de cuero. Una muchacha de unos quince años estaba en cuclillas como si estuviera sufriendo retortijones. El SS de su lado la golpeó violentamente en la espalda con la fusta. La muchacha se desplomó de bruces. El hombre la pateó con saña, con odio. Le dio varios puntapiés en el costado. Ninguna de las mujeres se movió, salvo otra muchacha cercana que intentó interponerse. El SS sacó su pistola y le disparó a la cabeza. La joven se desplomó sangrando sobre la primera muchacha. Angélica se desplomó perdiendo el conocimiento.
Cuando volvió en sí notó un fuerte dolor en el costado. Se encontraba sola, tendida en la litera del barracón, de nuevo con las luces apagadas, en penumbra. No vio a nadie, todo estaba en silencio en el interior, aunque se escuchaban algunos gritos lejanos, reconoció disparos. Intentó levantarse pero se notaba mareada. Comenzó a sollozar de impotencia. Entonces vio a una joven que se acercaba a donde estaba. Llevaba la ropa destrozada y tenía golpes en la cara, los ojos morados, el labio roto. La muchacha no tendría veinte años. Se acercó junto a ella y se dejó caer en la litera de tablas. Angélica no podía aceptar que aquello estuviera sucediendo. Tenía la esperanza de que en cualquier momento terminaría la espantosa pesadilla, tan real que tenía que pellizcarse. Ni siquiera pensar que se trataba de un espantoso sueño la tranquilizaba. Tocó el brazo de la muchacha. Entonces se dio cuenta de que la joven tenía el brazo derecho roto, la mano le colgaba sin vida. Observó su rostro. No lloraba, solo parecía mirar hacia arriba con los ojos enrojecidos observando un punto fijo. La falda de la muchacha estaba hecha jirones. Vio que su muslo estaba impregnado de sangre. Tuvo que morderse los dedos para no gritar. Aquella muchacha acababa de ser violada tras ser brutalmente golpeada. Pensó que se encontraba en el mismo infierno y comenzó a llorar cubriéndose el rostro con las manos.
La pesadilla duró tres días. No fue capaz de probar un bocado de la repugnante bazofia que les traían. Al segundo día la obligaron a salir al exterior. Vio cómo se comportaban los guardianes y los SS. No podía dar crédito a sus ojos, era demasiado brutal para ser cierto. En un momento dado un SS la obligó a seguirle. Intentó resistirse y el hombre la golpeó con la fusta en la espalda. Al final la llevó con él a un barracón vacío. Allí le arrancó la ropa y la violó a pesar de que intentó resistirse. En un momento dado creyó que alguien los estaba observando. Volvió a desmayarse. Cuando volvió en sí se encontraba en un grupo al aire libre aguardando algo. Unos SS les gritaban insultándolas, mientras los guardianes intentaban formar una fila de uno para conducirlas a un barracón al final del campamento. Las mujeres lloraban, algunas musitaban oraciones. Entonces se dio cuenta de que las conducían a la muerte. Aquel era el barracón del que no se salía con vida. Una de las mujeres corrió despavorida. Un SS apuntó tranquilamente y la abatió de un tiro en la espalda. La mujer cayó hacia delante como empujada por una mano invisible. El hombre rio su acierto estrepitosamente.
Angélica comprendió que iba a morir en unos instantes, que nada podía salvarla, que no se trataba de ninguna pesadilla. No era capaz de separar la realidad de aquel espantoso e interminable sueño, solo era una mujer judía que había soñado que tenía otra vida de ilusión, y que a escasos metros le aguardaba el fin. La fila iba avanzando hacia el pabellón de la muerte. Les habían dicho por los altavoces que debían desnudarse completamente y depositar sus ropas en el montón situado antes de la puerta, asegurando que se trataba de una operación de fumigación para acabar con las pulgas y chinches y que al acabar se les proporcionarían ropas desinfectadas y limpias, amenazándolas para que mantuvieran el orden.
La mayoría estaban convencidas de que iban a morir. Cuando le tocó despojarse de todas sus ropas pensó que ya no había vuelta atrás. Era el final, entró en el pabellón recordando el largo y vívido sueño en el que era Angélica von Schönhausen. En aquel momento sintió un pinchazo en la espalda, intentó volverse pero se desmoronó sin sentido.
Volvió en sí en su cama de «Timmendorfer Strand». Encendió la luz y comenzó a llorar sin consuelo, preferiría morir allí mismo antes que volver a caer en la gris y espantosa pesadilla de la que acababa de salir.
Constanze von Sperling estaba muy preocupada por la desaparición de su amiga Angélica. A pesar de la nota que había dejado en su dormitorio, intuía que algo iba mal. Se dirigía a Travemünde para poner una denuncia en la policía cuando en una de las cerradas curvas tuvo que frenar en seco al encontrar un coche cruzado en la carretera. Un hombre de aspecto vulgar se dirigió hasta ella caminando lentamente. Cuando se encontraba junto al coche le dijo que bajara el cristal, entonces sin más sacó un trapo del bolsillo y con un rápido gesto se abalanzó sobre ella. Constanze intentó resistirse, pero unos segundos después perdía el conocimiento.
Volvió en sí en un lugar desconocido, un gran almacén en penumbra. Se encontraba atada y sentada, sin comprender, ni por qué habían colocado una especie de pantalla delante de ella. En aquel momento la pantalla se iluminó. No daba crédito a sus ojos. En la imagen reconoció un rostro familiar, aunque algo no cuadraba. ¡Angélica von Schönhausen! ¡Era ella sin duda! Aunque el cabello oscuro, la piel cetrina, la transformaban casi completamente. Vestía un uniforme a rayas de prisionera. El corazón comenzó a palpitarle con fuerza. No podía comprender lo que pretendían al mostrarle aquellas imágenes. El ambiente parecía el de un campo de prisioneros. La película comenzaba a mostrar escenas brutales. Comenzó a sollozar al ver como un guardián violaba a su amiga. Se le hizo una luz en la mente. ¡Joachim Gessner! ¡Les estaba demostrando cuál era su poder! ¡No podía creer que fuera capaz de tanta vileza! Pudo ver cómo asesinaban a dos jóvenes con absoluta frialdad, como golpeaban y trataban a aquellas mujeres, probablemente judías, en uno cualquiera de los campos de concentración. Intentó mantener los ojos cerrados, pero era tal su estado de tensión que era incapaz de conseguirlo, mientras abundantes lágrimas discurrían por sus mejillas. La película mostraba un infierno. Vio como conducían a Angélica en una larga fila hacia un barracón. Tuvo la certeza de que iban a asesinarla. Su corazón ya no resistía y comenzó a gritar totalmente desesperada.
La dejaron tirada aquella misma noche cerca del lugar en la carretera donde se encontraba su coche. El descapotable comenzó a arder. Mientras respiraba con dificultad, no quería recordar las imágenes que acababa de ver. Un rato más tarde un automóvil se detuvo con un frenazo, y alguien se acercó corriendo a ella. Un hombre le preguntaba insistentemente si había sufrido un accidente. Ella negó con la cabeza, consciente de que no serviría de nada contarle la espantosa realidad que acababa de vivir. Solo le pidió que la llevara a «Elmen». El desconocido asintió, era un comerciante de lanas de Travemünde, y sabía dónde estaba aquella casa. Ella permaneció en silencio hasta que llegaron. María Stadler salió al gran patio al escuchar el coche. Cuando Constanze descendió María comprendió que le había sucedido algo muy grave. El hombre le contó que la había encontrado tirada en la carretera, que el coche había ardido completamente, se despidió y se marchó tras dejar anotado su nombre.
En Elmen el teléfono recién instalado funcionaba mal. Aquella noche no había posibilidad de conectar con la casa de Angélica, y la camioneta estaba averiada. Comenzó a llover intensamente. Constanze sentía fuertes náuseas y tuvo que acostarse, convencida de que su amiga había sido asesinada.
Por la mañana, como a las siete, mientras amanecía, vieron llegar el coche de Angélica. Lo traía el chofer que traía el recado de que su ama deseaba que fuera a verla lo antes posible. Con el corazón en vilo, casi sin atreverse, Constanze le preguntó si la señora von Schönhausen se encontraba bien. El chófer movió la cabeza, como si dudara de lo que debiera contestar. Finalmente replicó que sería mejor que fuera ella a comprobarlo. Constanze tampoco se sentía bien, tenía fiebre y seguía con fuertes náuseas, pero a pesar de ello se puso un abrigo, cogió un sombrero y subió al coche para ir a «Timmendorfer Strand», a media hora de distancia. Sentía un gran alivio al saber que Angélica seguía con vida, y al tiempo una sensación de horror por lo que sabía había pasado. Necesitaba verla, saber que estaba bien a pesar de todo.
Cuando descendió del coche, vio a Angélica mirándola fijamente con el rostro demudado. Tenía el cabello de su color rubio pajizo, despeinado, aunque le habían aparecido muchas canas, la piel tan blanca como siempre. No podía comprenderlo. Corrió hacia ella y la abrazó con fuerza sollozando. Peter, el chófer, las observaba sabiendo que algo muy grave tenía que haber ocurrido durante los casi cuatro días que su ama había faltado de allí.