97. NOCHE Y NIEBLA
(TEL AVIV-7 DE DICIEMBRE DE 1941)
Selma Goldman, bajo la identidad de Angela Jäger, había podido volver a Tel Aviv. Con ella se encontraba Eduard Glücks. Aquella ya lejana tarde en Praga, ambos pensaron que nunca era tarde y tomaron la decisión de permanecer juntos. Sorteando grandes dificultades, consiguieron que él pudiera salir del mandato nazi de Bohemia y llegaron al puerto de Varna, en Rumanía. La casualidad hizo que Selma encontrase a su viejo amigo, el patrón Stefanos Papadoulos, que los admitió a bordo del velero sin hacer preguntas. Tres semanas más tarde desembarcaban en San Juan de Acre.
A los cuarenta y cinco años, Selma comprendió que había encontrado al hombre de su vida. En cuanto a Eduard, Hirsch o Glücks, que era el nombre que seguía empleando, tenía que reconocer que no había conocido a otra mujer como aquella. Una persona altruista, sensible, culta, inteligente y valiente. Ambos estaban solos en la vida, se necesitaban, y no solo para hacer el amor.
En Tel Aviv, ayudada por Lowe, Selma colaboraba en organizar la entrada de los judíos que llegaban de cualquier lugar arriesgándolo todo. En cuanto a Eduard, paradójicamente colaboraba con los servicios de inteligencia británicos. Tal vez por ello más de una vez no las detuvieron. Aquello era lo mismo que ya había estado haciendo en Praga, de donde tuvo que salir, ya que se estaba quemando. Él no quería hablar de aquello, prefería mantenerla al margen. El espionaje era un peligroso oficio y más en aquellos días, con el Afrika Korps de Rommel acercándose peligrosamente hacia el este, amenazando la importante colonia judía que habitaba Palestina. Los alemanes luchaban contando con el aplauso y la complicidad de los árabes. Sin embargo ninguno de los líderes sionistas aceptaba la idea de que los alemanes pudieran llegar algún día a Tel Aviv, y mucho menos a Jerusalén.
Fue en abril cuando Selma supo a través de los servicios de inteligencia sionistas, que en aquellos momentos colaboraban con los británicos, unos enemigos diferentes, que su hijo Jacques se encontraba en Mauthausen. No podía hacer nada por él, y aunque no quería perder la esperanza tenía la convicción de que lo habrían asesinado. Eduard estuvo indagando a través de los agentes infiltrados en Austria, insistiendo hasta que pudo constatar que Jacques Dukas seguía vivo, trabajando en la fábrica de aviones que Messerschmitt había abierto junto al campo. Aquello tenía cierta lógica, ya que los prisioneros más jóvenes y fuertes eran empleados como esclavos. Al menos seguía con vida.
Lo que Eduard no consiguió averiguar fue que el doctor Paul Dukas también se encontraba allí, en el campo de Gusen I, adjunto a Mauthausen. En la enfermería de Gusen trabajaba el prisionero Dukas, con el número 873428 tatuado en su antebrazo. El motivo por el que seguía con vida Dukas fue que el doctor nazi Gerhard Wagner se encontraba haciendo una visita de inspección cuando el doctor Paul Dukas ingresó en el campo. Lo reconoció al verlo. Recordaba muy bien la discusión que habían mantenido en el Colegio de médicos de Berlín y decidió que lo quería vivo. Liquidarlo inmediatamente no hubiera tenido sentido para alguien con la forma de ser del doctor Wagner. Le dijo al director del campo que aquel prisionero no debía morir por el momento. Ahora iba a saber aquel maldito judío quién tenía razón.
Ni el doctor Dukas, ni su hijo Jacques podían imaginar que se hallaban tan cerca. Paul Dukas se había hecho a la idea de que no lograría salir vivo de aquel infierno, mientras que Jacques intentaba sobrevivir cada día. Era hábil, fuerte y pretendía seguir viviendo. Le habían asignado un turno de doce horas en el taller de soldadura, algo agotador, donde cometer un solo error se pagaba con la ejecución inmediata en el patio trasero. Los más débiles caían a su lado y eran eliminados de inmediato. Los supervisores no se molestaban en advertir de un fallo, simplemente señalaban al responsable. Eso lo sabían todos los que se encontraban allí, que procuraban llevar a cabo su trabajo mecánicamente, con la esperanza de poder seguir vivos otras veinticuatro horas, hacerse indispensables por la calidad de su trabajo. Resistir.