96. BABI YAR

(KIEV, UCRANIA, 29 Y 30 DE SEPTIEMBRE DE 1941)

Kurt Eckart pensaba que la revolución trotskista estaba muy lejos de lo que Stalin propugnaba. No se consideraba un traidor, ni un espía. Traidor era el que traicionaba sus ideales. Todos aquellos que estaban haciendo el juego a Stalin por un lado, como el tal Mólotov o Kaganovich, o tantos otros que temían por sus vidas si se desviaban un milímetro de las ideas estalinistas en aquellos días. Él seguía respetando a Trotsky y coincidiendo con él en su idea de la revolución, aunque no en cómo llevarla a cabo y por ello, mientras tuviera fuerzas, haría lo imposible por colaborar en destruir el poder nazi, en eso no había cambiado de opinión, y a partir del pacto en luchar contra Stalin. Sin embargo reflexionó que debería seguir en su puesto, un lugar verdaderamente privilegiado que le permitiría estar perfectamente informado sobre lo que los nazis pensaban llevar a cabo. Naturalmente su relación con Iván seguiría siendo la misma, solo que intentaría compartirla con los únicos que consideraba capaces de hacerle frente tanto a Hitler como después a Stalin: los británicos.

Correría grandes riesgos, pero eso no le asustaba. A fin de cuentas siempre los había asumido, y si en algún momento se estaba jugando el destino del mundo era en aquel preciso momento.

Siguió colaborando en el ministerio de Propaganda. Su puesto era asesor del ministro, al que había pedido que no le diera ningún cargo oficial. Goebbels lo entendió, ya que consideraba a Kurt Eckart como un artista, alguien que de pronto tenía una idea genial, capaz de plasmarla gráficamente o de expresarla sin más, como en muchas ocasiones había ocurrido. Esa libertad de acción, el no figurar a efectos protocolarios, el entrar y salir a su albedrío eran muy importantes para él. A pesar de ello, de vez en cuando no tenía otro remedio que acompañar al ministro o de ir en su nombre a algún lugar, o simplemente contarle lo que había sucedido, como cuando von Ribbentrop firmó el tratado en el Kremlin. Sabía que Goebbels consideraba al ministro de asuntos exteriores un advenedizo, en lo que Kurt coincidía plenamente.

En una reunión, celebrada a mediados de septiembre en el ministerio, Goebbels le encargó viajar a Kiev. El Führer tenía interés en un informe sobre Ucrania, y se lo encargó a Goebbels quien decidió que el hombre adecuado para hacerlo sería Kurt que hablaba ruso y era de su total confianza. En el fondo no se fiaba ni de Himmler ni de Heydrich, quería saber de primera mano que política se estaba siguiendo con los ucranianos, y si en un futuro, aquellos que hubieran demostrado fidelidad al Reich, podrían ser incorporados como súbditos. También si se estaban siguiendo las directrices en relación con los judíos.

Kurt viajó a Kiev en el Junker del ministro junto a otros funcionarios. Llegó allí el 28, cuando apenas acababa de ocuparse. A pesar del grave atentado del día anterior en el Hotel Continental, en el que habían muerto varios altos oficiales alemanes, los de la OKW les explicaron que Ucrania no iba a presentar las dificultades de la campaña de Polonia, y que todo sería más fácil. Era evidente que aquel atentado había sido cosa de los judíos, que lo pagarían muy caro. Tras los atentados hubo varias reuniones entre el gobernador militar de Kiev, Friederich-Georg Eberhard, y el comandante del 29.º Cuerpo, Hans Obstfelder, además del comandante del 6.º Ejército Walter Reichenau. Se trataba de hacer una demostración de fuerza y al tiempo una represalia. La Wehrmacht parecía haber comprendido la realidad de la cuestión. Los Einsatzgruppen estaban limpiando a fondo el país desde que el general Keitel había redactado la orden al ejército de ser implacables en el tema judío. Las relaciones entre las SS y los oficiales del ejército resultarían más fluidas. Se había designado como responsable de la operación al Standartenführer de las SS, y jefe de los grupos especiales a Paul Blobel, un hombre acostumbrado a cumplir a rajatabla, y al que no asustaban las responsabilidades.

El comandante Julius Freisler, designado como contacto, le mostró el pasquín que se había pegado por toda la ciudad. Estaba redactado en alemán, ucraniano, ruso y yiddish.

«Todos los judíos que viven en la ciudad de Kiev y en su vecindad deberán presentarse a las 8 de la mañana del día 29 de septiembre de 1941 en la esquina de las calles Melnikovsky y Dokhturov. Deben llevar con ellos sus documentos, dinero, objetos de valor, así como ropas, ropa interior, etc. Cualquier judío que no acate esta instrucción será ejecutado».

Por la mañana desayunó igual que lo hubiera hecho en cualquier otro hotel de Berlín. Los funcionarios y altos cargos nazis que viajaban a las ciudades conquistadas se hospedaban en hoteles donde no faltaba nada. De puertas para adentro en el hotel nadie diría lo que estaba sucediendo en el exterior, con una ciudad semidestruida y la enorme tragedia humana que se estaba viviendo.

Volvió a su habitación y cogió su pequeña cámara fotográfica «Minox». Un prototipo hecho en Riga. La llamaban la cámara espía por su diminuto tamaño. Le habían enviado unas cuantas a Goebbels que le había entregado una para que la probara.

El comandante Freisler lo recogió en el hall de hotel y le preguntó cómo había dormido con gran deferencia. Alguien le habría aleccionado. Fueron caminando hasta el lugar de concentración de los judíos. El comandante le aseguró que al menos cuatro o cinco mil personas se presentarían. Sin embargo la realidad desbordó todas las previsiones. Dos horas más tarde más de treinta mil judíos aguardaban donde se les había ordenado. Todas las calles adyacentes se encontraban repletas de gente esperando su suerte. Casi todos llevaban maletas y bultos con la certeza de que iban a deportarlos. Los hombres parecían expectantes, ancianos, mujeres, y muchos niños, extrañamente silenciosos, con rostros de preocupación. Los Einsatzgruppen rodeaban el lugar, pero se había formado tal aglomeración que Freisler tomó la decisión de que se uniera un batallón de las Waffen-SS, además de la policía ucraniana.

Kurt le preguntó a Freisler que dónde iban a llevarlos. El comandante le contestó que estaba aguardando órdenes del Standartenführer de las SS, para ver que se hacía con ellos. Conocía los métodos de Paul Blobel. Algunos lo llamaban «el carnicero». Comentó con otros oficiales que no tenían preparada ninguna logística para dar de comer y beber a aquella gente. Media hora más tarde llegó un automóvil que traía al jefe de los grupos especiales, Paul Blobel.

Freisler y su ayudante fueron a recibirlo, mientras Kurt asomado en el balcón del edificio veía como seguían llegando familias judías, como si se hubiera corrido la voz y todos estuvieran decididos a salir de Kiev lo antes posible. Preferían la deportación que el riesgo de permanecer en un lugar más hostil a cada minuto que pasaba. Media hora más tarde regresó Freisler diciendo que el asunto estaba solucionado. Kurt esperó a que le explicara el tema pero Freisler le dijo que no se preocupara, que aguardara en el hotel y que más tarde le informaría. Tuvo que encararse con él.

—¡Comandante Freisler! ¡He venido a Kiev como enviado personal del ministro de Propaganda para redactar un informe sobre lo que está ocurriendo precisamente con los judíos! ¡Quiero que me explique ahora dónde piensan enviar a toda esta gente! ¡Muchos son válidos para trabajos!

Freisler asintió.

—Usted mismo. Pero verá, aquí el que manda es el Standartenführer. Yo solo obedezco órdenes. Lo más que puedo hacer por usted es que venga en mi coche. Vamos a ir a un lugar en las afueras, apenas a unos kilómetros. No se preocupe por mí, no pretendo ocultarle nada.

Se introdujeron en el coche de Freisler, enseguida adelantaron la larguísima fila de cuatro en fondo, pasaron rozando a los prisioneros. Algunos, empujados por los guardias, tomaban la decisión de abandonar sus bultos más pesados, las carretillas donde transportaban cajas, colchones, ropa y objetos. Muchas madres llevaban a sus pequeños en brazos. Kurt intuía lo que iba a suceder. Todos los días llegaban informes de la campaña en Rusia, con aniquilación de centenares y centenares de judíos, aunque no creía que aquello pudiera hacerse con tal sangre fría. Ninguno de los generales de la Wehrmacht que habían llegado a Kiev para mantener una reunión de coordinación se había opuesto a lo que estaba sucediendo. Ni el general Eberhardt, el gobernador militar de la ciudad, ni el SS-Obergruppenführer Friedrich Jeckeln, ni el Dr. Otto Rash, jefe de los Einsatzgruppen C, habían tomado cartas en el asunto. Era Paul Blobel el que manejaba la situación. Tendría órdenes de Heydrich, o de Himmler.

No hacía frío, era un día soleado. Llegaron a una zona de barrancos, como si se hubiera extraído la arcilla de una cantera, tenían agua en el fondo. El comandante le dijo que aquello era conocido como Babi Yar. Tuvieron que aguardar dos horas a que comenzaran a llegar los primeros prisioneros a las inmediaciones. Desde allí no se veían los barrancos. Los guardianes permitieron a los judíos que descansaran. La gente se tendía en la hierba o se sentaba en el suelo. No sabían bien lo que se pretendía de ellos. Tal vez llegarían camiones hasta allí para trasladarlos al tren. Primero los contarían, los clasificarían. Lo que más temían casi todos era que probablemente los separarían. Las mujeres estaban muy nerviosas. Algunas tenían que hacer sus necesidades y otras formaban un corrillo para protegerlas. Los hombres no tenían tantos miramientos, orinaban en cualquier parte. Muchos niños lloraban, agotados, mientras los guardias bromeaban entre ellos fumando. Algunos hombres intentaban cambiar sus relojes, sus alianzas, alguna joya, el dinero que llevaban para que los dejaran marcharse. Los guardias cogían lo que les ofrecían y se lo guardaban en los bolsillos sin más. La situación se tensaba por momentos. De improviso en una esquina unos Waffen SS dispararon contra dos hombres que salieron corriendo. Ambos cayeron desplomados mientras unas mujeres pretendían acercarse a ellos sin conseguirlo. Nadie intentó imitarlos, pero el murmullo de las conversaciones se transformó en absoluto silencio.

Media hora más tarde llegó el automóvil descubierto del comandante Blobel. En cuanto descendió comenzó a gritar desaforadamente, dando órdenes a los oficiales de los Einsatzgruppen y a los Sonderkommando, como si no fueran capaces de entender las cosas de otra manera.

Kurt observaba, iba a presenciar algo terrible, aunque no podía intervenir ya que nada hubiera conseguido.

Los guardias separaron a los hombres de las mujeres y los niños. Los que intentaban resistirse eran golpeados brutalmente. A algunos tuvieron que dispararles y a partir de ese momento tuvo la impresión de que se sometían a su suerte. Cuando lograron separarlos llevaron a los hombres en fila hacia el gran barranco. Entonces les obligaron a desnudarse completamente. Le asombró que ninguno se resistió. Los guardianes obligaban a los hombres a apilar sus pertenencias. Una bandada de gorriones se posó piando en el charco del fondo del barranco. Después volaron como si algo los hubiera asustado. Los guardias condujeron a un primer grupo de hombres desnudos, con la piel muy blanca, casi lechosa, hasta el borde del barranco y allí los hicieron arrodillarse. Pudo ver como algunos movían los labios rezando. Kurt pensó que él se hubiera rebelado, que habría intentado huir, que no hubiera rezado a un dios que los abandonaba de aquella manera. ¿O no? ¿Qué pensamientos cruzarían por las mentes de aquella gente en los últimos momentos, al enfrentarse al fin a la estremecedora incógnita? Los oficiales junto a él permanecían en silencio. Ninguno expresaba su desazón, su malestar por aquello. Él tampoco.

¿Qué sucedería con las mujeres y los niños? No quería pensarlo. Se escuchaban solo las órdenes guturales y violentas, que intentaban justificarse, demostrar que solo estaban cumpliendo con su deber. No era cierto. Los Einsatzgruppen habían sido elegidos como los más adecuados para llevar a cabo aquella tarea, escogidos por su frialdad, su odio racial, sobre todo a los judíos, también a los «untermensch», los eslavos, los gitanos, todos los que no eran arios, germanos, alemanes.

El comandante dio la orden: «¡Atención! ¡Apunten! ¡Fuego!». Los guardias se habían colocado detrás de la larga fila. Los cuerpos de los hombres arrodillados cayeron desmadejados por la ladera del barranco. No pudo evitar estremecerse. Era solo un instante que lo transformaba todo. Los pensamientos, los anhelos, las esperanzas, se desmoronaban. Los cuerpos caían lentamente hasta el fondo, arrastrando la tierra, manchándola de sangre. Un par de prisioneros permanecían de rodillas. No les habían acertado. Algunos guardias se acercaron y les dispararon a quemarropa. Los prisioneros que aguardaban, rodeados de varios servidores de ametralladoras debían ser conscientes de que nada tenían que hacer. Permanecían desnudos, inmóviles, indefensos, algunos observaban detenidamente el cielo, aguardando tal vez un milagro o encomendando sus almas.

Luego la matanza continuó sin tregua. Kurt sacó su Minox y comenzó a hacer fotos. Nadie le interrumpió. Otros soldados hacían las suyas, incluso un sargento estaba filmando la operación. Mientras, los oficiales fumaban hablando de sus cosas. Todo funcionaba metódicamente al estilo germano. Los Sonderkommando descendieron al fondo del barranco siguiendo instrucciones y comenzaron a ordenar los cuerpos en filas, que se iban cubriendo ordenadamente con los que caían en la siguiente tanda. Un oficial pasaba junto a ellos y disparaba a la cabeza a los que aún se movían.

Kurt caminó hasta encontrarse fuera de la zona del barranco y se dirigió al grupo de las mujeres y los niños. Muchas sollozaban, alguna se había desmayado, la mayoría permanecía impasible. Los niños más pequeños jugaban con la tierra. Intentaba buscar una salida. Volvió caminando hacia donde se hallaba el grupo de oficiales. Se dirigió al Standartenführer Blobel que lo observó fríamente. Estaba informado de que era el enviado de Goebbels.

—¿Qué piensa hacer con las mujeres y los niños? Le diré que no creo que el ministro apruebe una acción de esta importancia. Tal vez le pidan explicaciones. Creo que debería esperar a que aprueben esta operación —Kurt sabía que sus palabras no iban a influir en nada.

Pero no podía permanecer en silencio.

—Mire, señor Eckart —Blobel lo miró de arriba a abajo— sé quién es usted y que lo ha enviado el ministro Goebbels, por ello no entiendo lo que me está contando. El ministro está perfectamente informado. He hablado telefónicamente esta misma mañana con el Reichsminister Himmler sobre esta operación, y me ha echado en cara que vamos demasiado lentos. Precisamente lo que quieren en Berlín es que no nos demoremos en esta «acción especial» —subrayó esas palabras—. Así que con el debido respeto le aconsejo que se informe bien antes de dar opiniones gratuitas. Y ahora si no tiene más preguntas, permítanos seguir con nuestra tarea.

Kurt se apartó del grupo sin hacer más comentarios. Se colocó en el altozano posterior. Comprobó la Minox. Solo le quedaban cinco fotos. Vio llegar a las primeras mujeres, desnudas, muchas con sus hijos en brazos. Tenía náuseas. De pronto se volvió y vomitó. Notó que la cabeza le ardía. No podía dejar de pensar en su madre, en aquella Anna Salhiskaya que dentro de ella escondía una mujer judía cuyo verdadero nombre era Sarah Zhitlovsky. Ella lo había protegido intentando evitarle sufrimientos. Los Einsatzgruppen disparaban sin cesar. La fila interminable seguía entrando. De improviso una muchacha de unos veinte años salió de la fila corriendo. Uno de los oficiales del grupo sacó su pistola, apuntó siguiendo la alocada carrera y disparó desde unos treinta metros. Le acertó en el pecho y la chica cayó desmadejada como un saco. Él también había hecho la foto. Los otros oficiales asintieron mostrando su admiración al que había disparado por su excelente puntería. A los niños no era posible controlarlos, que se pusieran de rodillas, que se estuvieran quietos para poder pegarles un tiro. Algunos les golpeaban la cabeza con las culatas de las escopetas. A los jóvenes había que dispararles de cualquier manera. Pudo acabar el carrete. Aquella parte se transformó en una cacería. Un Sonderkommando resultó alcanzado por un disparo. Murió en el acto. Freisler chillaba intentando mantener el orden. El único que se mostraba impertérrito era Blobel que fumaba un cigarrillo tras otro, como si todo aquello no fuera con él.

Tardaron siete horas en acabar con todos los prisioneros. No los había podido contar pero alguien si lo había hecho. Treinta y tres mil setecientos judíos. Algunos seguían moviéndose mientras la excavadora los cubría de tierra. Todo había comenzado muy ordenadamente, pero al final se les había ido de madre. La gente estaba agotada, harta, deseando volver a Kiev. Allí al menos podrían beber algo de vodka y olvidar el asunto.

Kurt subió al coche de Freisler. Nadie dijo una sola palabra hasta que el vehículo se detuvo frente al hotel. Descendió en silencio sin despedirse. Nada tenía sentido, se sentía algo mareado. Fue a su habitación. No había agua corriente, salió al pasillo y un mozo le dijo que no se preocupara, que le subirían agua caliente. Se quitó la ropa a tirones. Tenía la impresión de que olía a muerto.

Dos mozos trajeron dos grandes tinajas de zinc con agua muy caliente. Se metió en la bañera y se las echaron por encima lentamente. A pesar de todo, tal vez porque aún no sabían lo que acababa de suceder en Babi Yar, ambos sonreían.