95. OPERACIÓN «BARBARROJA»
(BERLÍN Y UCRANIA, DE JUNIO 1941)
El sargento primero Klaus Edelberg había sido movilizado a finales de abril, tras un corto periodo de aprendizaje en el nuevo Panzer IV. Un carro de combate como no existía otro, de lo que podía dar fe después de haberlo puesto a prueba en condiciones que ningún otro carro hubiera podido superar. Los ingenieros de Krupp habían hecho un excelente trabajo, y cuando los miembros de las tripulaciones se reunieron para expresar sus opiniones sobre aquel nuevo tanque, la admiración fue unánime. Era extraordinariamente rápido, ágil de maniobra, no se le resistía ningún terreno, era capaz de vadear ríos, superar los terrenos más escarpados, y su artillería podía perforar los tanques enemigos a una increíble distancia. Una garantía para lo que se avecinaba.
Aunque todo el mundo murmuraba acerca de la inminente guerra contra la Unión Soviética, nadie podría asegurar lo que finalmente ocurriría. Era un secreto de estado aunque todo el mundo lo conocía. Los únicos que parecían no terminar de creerlo eran los rusos, a pesar de la enorme concentración de tropas alemanas en la misma frontera con la URSS. Dentro de la propia Wehrmacht se seguía dudando, pensando que tal vez no sería más que otra de las geniales jugadas de la crucial partida que el Führer tenía entre manos, y que al final con aquella prueba de fuerza lograría sacarle a Stalin lo que realmente necesitaba el Reich: petróleo barato, trigo abundante y que le cediera el resto de Polonia. El «lebensraum» que Alemania pretendía para poder convertirse definitivamente en una gran potencia mundial. A fin de cuentas los rusos tenían espacio más que de sobra, y no iban a pelear por un pequeño trozo, aunque para conseguirlo fuera preciso enseñarles los dientes.
Klaus había estado un mes de permiso en su casa en Berlín. Su abuela Charlotte le había tejido un jersey de lana muy tupido, y cuando él se rio diciéndole que, en el hipotético caso de que hubiera guerra, duraría apenas los tres meses de verano, ella replicó que en Rusia al final no mandaban los hombres sino «el general invierno», que cuando lo necesitara lo tendría, y entonces se acordaría de ella.
Ilse, su madre, se encontraba en tratamiento médico por una larga y profunda depresión que arrastraba desde la muerte de su marido, ocurrida en un accidente en enero 1935, en oscuras condiciones mientras se encontraba retenido en Peenemünde, en el Báltico. Aquello la había dejado marcada y desde entonces no se había recuperado. De vez en cuando daba la impresión de que ya estaba repuesta pero siempre volvía a recaer. Desde entonces la abuela Charlotte se había ido a vivir con ellos, además de ser ella la que aportaba el dinero para el sustento familiar que, según ella, provenía de una antigua pensión de su padrastro, ya que por algún motivo Ilse no tenía reconocida la pensión de viudedad. Después él ingreso en las Juventudes Hitlerianas, y de allí pasó a la academia de suboficiales de la Wehrmacht. En cuanto a Elisa, su hermana melliza, era enfermera de la Cruz Roja alemana, al igual que él había sido movilizada.
Klaus acababa de cumplir los veinte años y estaba totalmente de acuerdo con las políticas que se estaban llevando a cabo. El Führer era un hombre superior enviado por la providencia. Eso no se podía discutir.
Aquello había afectado a su madre que según el psicólogo necesitaba tranquilidad y seguridad, algo imposible tal y como estaban las cosas. Menos mal que la abuela Charlotte era una mujer fuerte y decidida. Para Klaus el mayor problema con la abuela era que no estaba de acuerdo con la política racial hacia los judíos. No se podía hablar de ese tema con ella. Les explicó un día que hasta unos años antes creía que los judíos eran los responsables de muchos de los problemas de Alemania, pero que determinadas circunstancias le habían hecho comprender que estaba equivocada. En cuanto a su madre se negaba a escucharla y no quería hablar de ello. Tanto Elisa como él pensaban que había algo que les ocultaban en todo aquel asunto. De la muerte de su padre solo sabían lo poco que les habían contado. Para Klaus era evidente que aquel hombre no había sabido comprender que el mundo había cambiado. Prefería olvidarlo.
El 8 de mayo reunieron a todos los suboficiales de la VII División Panzers para informarles de que la operación Barbarroja comenzaría una semana más tarde: Exactamente a las cuatro treinta de la mañana del 15 de mayo. Era importante aprovechar el corto verano ruso, y todo debía funcionar como un reloj. Después las circunstancias obligaron a posponerlo algo más de un mes. Todos estaban sobre ascuas, y Klaus se impacientaba con los sucesivos retrasos. Tuvo tres días libres y aunque era poco tiempo para ir y volver a Berlín se arriesgó. Solo dispondría de un día completo, pero pensó que tal vez fuera la última vez.
Cuando llegó a Berlín se enteró de que a la abuela Charlotte la habían llevado de urgencia al hospital. Su madre le explicó que de pronto comenzó a sentirse mal y que al final el médico aconsejó hacerle unas pruebas. Resultó que debían operarla a vida o muerte. Su hermana Elisa estaba movilizada y no podían contactar con ella. Fue con su madre al hospital con la preocupación de saber que, en cualquier caso, por la mañana debería volver al campamento.
Ilse se quedó fuera esperando al médico para que le explicara la verdadera situación. Él entró en la habitación en penumbra. Charlotte parecía dormida pero cuando se acercó ella abrió los ojos y lo miró fijamente, haciendo un esfuerzo por sonreír.
—Así que has venido. Me alegro de poder despedirme de ti, me hubiera gustado que Elisa también hubiera podido venir. Siéntate a mi lado. Sé que me estoy muriendo, algo me dice que no saldré de esta. Escúchame con atención, quiero que sepas algo importante.
Durante media hora Klaus escuchó el relato de su abuela. No podía creer que aquello fuera cierto. Se veía que la mujer estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano por contarle aquella historia. Varias veces intentó interrumpirla, diciéndole que no se preocupara, que se lo contaría en otro momento cuando se encontrase mejor. Ella negó con la cabeza. No habría otro momento. Terminó diciéndole que en una caja en el armario de su habitación estaban los papeles.
Klaus no podía aceptar aquella confesión. Se sentía profundamente humillado. Según la historia que estaba oyendo, su madre, una mujer perfecta para él, era hija de un judío llamado David Goldman. Según la abuela Charlotte, su abuelo. Si no hubiera sido por las circunstancias se hubiera levantado dejando a su abuela con la palabra en la boca. Pero ella, que no tenía duda alguna de que se moría, en aquello parecía muy lúcida. Lo cierto era que todo encajaba. También le explicó que la generosa pensión que recibía, puntualmente, se la enviaba aquel hombre al que, después de terminar su relación, solo había visto una vez para decirle que no quería saber nada de él.
Para Klaus Edelberg, educado en los valores nacionalsocialistas, con cuatro años de formación en las Juventudes Hitlerianas, y por último en la academia de suboficiales de la Wehrmacht, aquello era más de lo que podía soportar. Pero Klaus quería a su abuela Charlotte, alguien que siempre se había portado muy bien con su madre y con ellos, que había hecho por él y por Elisa todo lo que había podido, a pesar de no estar de acuerdo con el fondo de la cuestión. Había sido su madre la que le prohibió contarles la verdad. Desde hacía años su relación no había sido fácil. En el último momento, antes de morir, él se daba cuenta del peso que aquella revelación iba a tener en sus vidas. Sin embargo la generosidad de la abuela Charlotte les había permitido salir adelante, mientras Ilse Edelberg se sumía en la depresión que la incapacitaba para llevar una vida normal.
Unos minutos más tarde, tras un largo silencio y unos débiles estertores, Charlotte Wilhelm expiraba. Era como si le hubiera estado aguardando. En aquel momento entró su madre que al darse cuenta de lo sucedido comenzó a llorar desconsoladamente.
Klaus sabía que debía marcharse al frente en el peor momento posible. Dejaba a su madre sola a cargo de dar sepultura a la abuela, pero no podía hacer nada para impedirlo. Debía presentarse en el campamento base al día siguiente antes de las cinco de la tarde, si no quería ser declarado desertor en tiempo de guerra. Ni siquiera pensaba en todo lo que le había contado su abuela moribunda.
Después tuvieron que llevar a cabo los trámites. El médico de guardia firmó el acta de defunción, y se llevaron el cuerpo para prepararlo. Su madre insistió en que fuera a su casa a asearse, comer algo y descansar hasta las tres de la mañana, mientras ella se quedaría allí velando a la abuela. Al principio no quiso hacerle caso, pero comprendió que sería lo mejor. Luego volvería, dejaría las cosas preparadas para el sepelio, y desde el hospital iría a la estación para retornar al frente.
Mientras volvía en el último tranvía nocturno a su casa, no podía dejar de pensar en aquella mujer. Había mantenido el secreto con ellos para no interferir en su educación, incluso era posible que Ilse, como llamaban también ellos a su madre, le hubiera prohibido hacerles aquella revelación. Antes de morir había querido que supieran la verdad, convencida de que Ilse no se lo hubiera dicho nunca. En aquel momento él también pensaba que probablemente hubiera sido mejor no saberlo.
Tal y como le había dicho su abuela encontró la caja con los papeles al fondo del armario. Pudo leer la carta de David Goldman, ver las transferencias en la cartilla a nombre de Charlotte. También encontró un documento bancario y otro notarial que permitiría a Ilse acceder a aquel dinero. En la cuenta quedaban ochenta y dos mil marcos, una importante cantidad. También el testamento a nombre de Ilse, que tenía acceso a la cuenta de su madre. Comprobó que efectivamente habían estado llegando transferencias hasta junio de 1938, desde un banco de Viena a través de la cuenta de David Goldman. Aquello no era una invención de su abuela, sino la realidad. Pensó que probablemente el anschluss habría tenido que ver con ello, y con el hecho de que David Goldman fuera judío. Para entonces y dadas las circunstancias, aquel hombre podría haber fallecido.
Parecía algo irreal, pero era cierto, y allí estaba la demostración, con transferencias mensuales de mil marcos desde agosto de 1925. ¡Trece años de continua generosidad! Lo cierto era que no cuadraba en el concepto que él tenía de los judíos, algo en su interior lo rechazaba. Volvió a dejarlo todo como estaba, sabiendo que Ilse lo encontraría cuando ordenara el armario. Algo le hizo tomar la precaución de volver a abrir la caja para anotar los datos. David Goldman-Opernring 71, 3.º Viena-Austria. También anotó Banco de Viena, Schubertring 12, Viena. También se quedó con la carta. La dobló y la metió en uno de los bolsillos de su mochila.
Se duchó y se cambió de ropa. Comió algo. Su madre estaba informada de que él iba a ir antes de partir para el frente y le había preparado varios de los platos que más le gustaban. Probó alguno pero no tenía apetito. Después se echó un rato sin ser capaz de dormir. No hacía más que darle vueltas a la cabeza, pensando en aquel hombre, David Goldman. Volvió al cuarto de su abuela, abrió el armario, sacó de nuevo la caja, buscaba algo más, pero no había ninguna foto. Solo viejas cartas, la cartilla de ahorros, la declaración notarial, el testamento. Estaba convencido de que su madre sabía mucho sobre todo aquello. Era cierto que Ilse no hablaba nunca en contra de los judíos, un tema que prefería no tocar. Comenzó a atar cabos. Ella sabía de quién era hija y lo que estaba ocurriendo, aunque nunca lo había aceptado. Creía que Elisa pensaría de la misma manera. En cuanto a él, si uno de sus abuelos era judío, le parecía una verdadera desgracia, pero había sido solo por un azar del destino. Él no iba a cambiar su opinión.
Cuando volvió al hospital con la mochila diluviaba, algo extraño en aquella época; corrió desde el tranvía a la entrada pensando en la bondadosa abuela Charlotte. En su amor y generosidad. En aquel momento lo demás no importaba. Probablemente cuando se enamoró de aquel hombre lo hizo sin saber que era judío, sin esperar nada de él.
Encontró a su madre mucho más entera de lo que creía. Luego estuvieron sentados en silencio junto al cuerpo. No era momento de sacar aquella conversación. A las seis de la mañana se despidió de ella, Ilse lloró de nuevo temiendo por él. Todo el mundo en Berlín sabía que la guerra contra Rusia era algo inminente, y que a pesar de todo muchos soldados alemanes jamás regresarían a casa.
El larguísimo tren militar con destino al este salió exactamente en hora. Nada iba a hacer cambiar los buenos hábitos alemanes. Tras un largo viaje en el que los soldados cantaban para aliviar su tensión llegó a su cuartel unos minutos antes de la hora límite. Suspiró aliviado.
Aquella noche en su litera imaginó que aquello no había sucedido. No podía aceptar una realidad que lo quisiera o no cambiaba su existencia. Hasta que su abuela le contó aquella historia estaba convencido de que por sus venas corría pura sangre germana. Era como una pesadilla. Durante las siguientes semanas intentó olvidarlo, seguir con la dura instrucción, prepararse lo mejor posible. Una semana más tarde llegaron varios de los nuevos tanques. Los probaron con la convicción de que nada ni nadie podría detenerlos.
El 21 de junio todas las unidades estaban listas y pertrechadas. La invasión se llevaría a cabo durante la siguiente madrugada. La información confidencial hablaba de tres mil seiscientos tanques, siete mil cañones, más de dos mil aviones de todo tipo. Tres millones de aguerridos soldados como él, que iban a luchar contra el comunismo, acabar con los bolcheviques, y sobre todo conquistar las tierras fértiles que Alemania necesitaba. El enemigo era inferior. Tal vez tendría más hombres, pero su organización, sus máquinas de guerra, su estrategia, no podría compararse a la de la Wehrmacht, la Luftwaffe, y la Kriegsmarine. La OKW, el alto mando de la Wehrmacht lo había planeado todo hasta el último detalle. Los hombres estaban pletóricos y preparados para todas las eventualidades.
Las primeras horas mientras penetraban en el territorio de la antigua Polonia que en aquellos momentos estaba ocupada por los rusos parecía tierra vacía. No había nadie. Ni rusos ni polacos. Solo alondras que se levantaban volando en el último segundo para no ser aplastadas. Iba en la torreta, con la compuerta exterior abierta. La línea de panzers se extendía a un lado y otro entre suaves colinas. Tras ellos avanzaba la artillería motorizada, y algo más atrás la caballería y la infantería. Un ejército invencible. Encontraron un pueblo y siguieron las órdenes. Destruir todo lo que encontraran. Ordenó al artillero disparar su cañón de 75 mm. Con los prismáticos comprobó cómo los proyectiles destruían las casas, unos instantes más tarde todo ardía. Cuando estuvieron más cerca vieron correr a unas personas. Los motoristas llegaron antes que ellos. Dispararon sus ametralladoras. Todos los paisanos cayeron. Al cruzar las ruinas vio los animales despanzurrados, las vacas muertas, dos caballos de tiro corriendo alocadamente. El fuego crepitaba y la humareda cambiaba de dirección con la brisa cegándolo.
Luego siguieron cruzando unas lomas suaves. El intenso ruido y las vibraciones de los tanques ya no se escuchaban. Solo veía los espacios inmensos y vacíos que estaban conquistando. Así había sido siempre en la historia de la humanidad, no estaban haciendo nada que no se hubiera hecho antes mil veces. Los fuertes ganaban, los débiles eran aniquilados. Polvo de historia. De vez en cuando se veían hombres y mujeres que salían de los lugares más insospechados y echaban a correr en todas direcciones, aterrorizados, sin lugar alguno donde esconderse. Los motoristas los aniquilaban de inmediato. Era lo que les habían explicado en las conferencias previas cuando les hablaban de lo que iba a suceder. Tierra quemada. Les habían repetido que cualquier otra estrategia solo hubiera favorecido los intereses del enemigo. A lo largo del día aquello se repitió en varias ocasiones. Solo cuando cruzaran la frontera de Ucrania cambiarían de estrategia. Entonces tendrían que ir con más cuidado, acabar solo con los comisarios políticos bolcheviques y con los judíos. Los ucranianos eran posibles aliados, ya que para ellos los alemanes les traerían la liberación del tirano Stalin.
Así fue. La madrugada que penetraron en Ucrania fueron recibidos por un grupo de hombres y mujeres enarbolando la bandera blanca. Eran patriotas ucranianos que querían demostrarles que eran bienvenidos. Las mujeres les ofrecieron flores y los hombres pan y sal. Iban vestidos de fiesta, con las blusas blancas, y ellas iban acicaladas con florecillas en sus largas trenzas enlazadas con el cabello. Demostración de su voluntad de amistad. El coronel del regimiento se mostró satisfecho mientras les decía que estaba sucediendo exactamente lo que el Führer había previsto. ¡Aquel portentoso hombre siempre veía más allá!
Los del estado mayor dialogaron con la avanzadilla ucraniana. El pueblo de Ucrania no tenía nada que temer de la Wehrmacht. Solo los comisarios bolcheviques, los espías, los integrantes de la quinta columna y los judíos, obtendrían su merecido. Sobre todo los judíos, los culpables de todo. El que parecía el jefe de los ucranianos asentía a lo que le decía el intérprete. Replicó que ellos tampoco querían a los judíos y que colaborarían en que fueran deportados.
Todo estaba saliendo a pedir de boca. El sargento Klaus Edelberg solo deseaba que su tanque no se averiase. El infernal polvo se introducía por cualquier resquicio. Eran vehículos muy duros, que aún se hallaban en pruebas. Tenían que cambiarles el filtro de aire del motor cada doscientas horas y consumían mucho aceite lubricante. Algunos se habían quedado atrás, pero los batallones mecánicos los repararían de inmediato.
Dos semanas más tarde se les comunicó que la aviación rusa había sido aniquilada en un ochenta por ciento. Muchos de los aviones en sus aeródromos, sin haberles dado tiempo a despegar. Habían capturado centenares de miles de prisioneros, soldados que se rendían sin haber podido disparar. ¡Carecían de munición! ¡Muchos no llevaban las botas reglamentarias! ¡Vaya ejército de pacotilla el de Stalin!
El mariscal von Runstedt cenó con ellos una noche cerca de Zitomir. Hacía un tiempo espléndido y el ambiente de camaradería no podía ser más optimista. Aquella campaña iba a durar menos de lo que creían y todos volverían pronto a casa. Les aseguró que las bajas eran irrisorias por parte alemana. Era un vivac inmenso y las hogueras de los fuegos de campamento se perdían en el horizonte. Klaus se sentía orgulloso de estar participando en un momento histórico que cambiaría el futuro de Alemania. Las voces de los soldados formaban eco por la distancia y la brisa arrastraba las vibrantes notas del «Deutschland, Deutschland über alles, über alles in der Welt». Klaus pensaba que el que había compuesto aquel himno había tenido una premonición, ya que muy pronto Alemania estaría por encima de todos los demás.
El 1 de julio se hallaba en Lvov. Hasta aquel día podía decir que apenas habían sido poco más que unas maniobras con fuego real. Su batallón llegó a un lugar cercano a la población, donde había miles de prisioneros vigilados por los Einsatzgruppen. Se hablaba de ellos en voz baja, ya que las SS parecían saberlo todo y era mejor no arriesgarse. Aquellos estaban asignados a los Ejércitos del Sur, y el Comandante del Sonderkommando 4.ª era un tipo llamado Paul Blobel, cuya graduación era Standartenführer SS. Aquellos tipos no le caían bien. Los verdaderos soldados sabían que se trataba de meros asesinos a sueldo, dependientes de la Oficina de Seguridad del Reich, controlada por las SS y la Gestapo, y cuya principal labor era aniquilar a los comisarios políticos bolcheviques, los gitanos y vagabundos y sobre todo a los judíos.
A Klaus le preocupaba la forma en que se estaba llevando la campaña militar. Su propio coronel no tenía ningún reparo en aniquilar los pueblos que estaban conquistando. Al principio entendió que no había otra manera de llevar a cabo una guerra contra un país tan enorme. Luego comenzó a pensar que todos aquellos civiles no podían tener la culpa de los crímenes bolcheviques. Lo había comentado con su amigo Franz Müller, otro sargento del mismo batallón, pero no quiso ni escucharle. Le replicó que las órdenes no se discutían.
Aquella tarde, ya anocheciendo, pudieron escuchar los gritos, las órdenes conminatorias, los insultos. Llevaban a aquellos judíos hacia un cercano bosque. Un grupo de soldados voluntarios colaboraba en controlarlos para que ninguno lograra huir. No se le ocurrió pensar en lo que iba a suceder. Se trataba de miles y miles de personas, de familias enteras. Le habían hablado de siete mil personas. Hombres, mujeres y niños. Desde ancianos hasta apenas bebés. Llevaban sus maletas, sus hatillos, algunas carretillas de mano. Se les veía cansados, agotados, hambrientos, sedientos, algunos enfermos tras permanecer al raso los últimos días. Un tipo de la Gestapo cerraba la larga fila. Cuando se acercó nadie le dijo que se fuera de allí. Otros compañeros iban detrás con la curiosidad morbosa de ver donde iban a llevarlos. Pensó que probablemente habría una estación en aquella dirección. No tenía nada mejor que hacer, ya que hasta dos días más tarde el batallón permanecería en Lvov aguardando órdenes, repostando y reparando. Algunos soldados llevaban sus cámaras fotográficas AGFA, se había puesto de moda para enviar recuerdos a las familias en Alemania. Algunas esposas no terminarían de creer lo que estaban viendo.
Para algún espectador desde las lejanas colinas aquello le hubiera parecido una romería. Sin embargo nadie cantaba. Un absoluto silencio. Solo se escuchaba los cercanos trinos de un pájaro. El sargento que iba caminando junto a él, un tipo con gafas doradas que le daban un aspecto de profesor murmuró:
—Luscinia-Luscinia.
Karl se quedó mirándolo.
—¿Qué has dicho? No te he entendido.
—No te preocupes. Es que soy ornitólogo, y el pájaro que canta así es el ruiseñor ruso. «Luscinia-Luscinia» es su nombre científico. ¿Escuchas que precioso canto tiene? Por cierto soy Werner von Runstedt. No preguntes. Sobrino del mariscal.
Klaus lo observó con cierto respeto. Sonrió. Luego siguieron tras la nube de polvo que levantaban los prisioneros, que ya se estaban adentrando en el bosque.
Vieron como el tipo de la Gestapo se detenía hasta que lo alcanzaron.
—Ustedes no tendrían que estar aquí. Vuelvan al campamento. Esto no es cosa suya.
Klaus negó con la cabeza.
—Mire, amigo. Este sargento es ornitólogo, los que estudian las aves, y por cierto sobrino del mariscal von Runstedt. Solo vamos detrás del ruiseñor ruso. ¿Escucha como canta? Donde lleven a esos judíos no nos importa. Solo nos quedaremos cerca de los primeros árboles a ver si damos con él. ¿De acuerdo?
El hombre de la Gestapo los observó con prevención y se encogió de hombros.
—Hagan lo que quieran. Solo quería advertirles que lo que va a ocurrir no es plato de gusto. Por mi parte no hay inconveniente.
Cuando se alejó, Werner von Runstedt le dijo que no tenía que haberle dicho quién era, aunque no se enfadó con él. De pronto las enigmáticas palabras del tipo de la Gestapo les habían despertado la curiosidad. ¿Qué iba a ocurrirle a toda aquella gente?
Dieron un ligero rodeo. Desde la parte superior de la colina se divisaba un enorme claro entre la arboleda. Werner llevaba colgando unos gemelos. Dio un vistazo y se los pasó. Pudo ver a la gente agrupada, algunos sentados en el suelo, unos niños corriendo. ¿Para qué los habían llevado hasta aquel lugar? Una excavadora del ejército abría un gran hoyo en el suelo en una esquina. No podía aceptar lo que estaba intuyendo. Los Einsatzgruppen empujaban un grupo hacia aquella esquina. Movió los prismáticos hacia abajo. Vio tres ametralladoras. Las manos le sudaban. Werner le pidió los prismáticos y los dirigió hacia arriba. Estaba buscando algún pájaro.
Comenzó a escucharse el tableteo de las ametralladoras. Le quitó bruscamente los prismáticos a su compañero y volvió a enfocarlos hacia abajo. Vio a los del primer grupo cayendo unos sobre otros. No había distinciones. Unos instantes después todos estaban caídos en el polvo, inmóviles, mientras los guardias empujaban a culatazos a un segundo grupo. En aquel momento centenares de personas comenzaron a correr intentando escapar. Vio como todos los de uniforme disparaban con lo que tenían. Aquello era una matanza en masa, indiscriminada. Tuvo que dejar de mirar. Sentía náuseas y vomitó. Werner lo observaba extrañado por su reacción.
Las ametralladoras volvieron a disparar. Ya no había orden ninguno. La gente caía de bruces, unos sobre otros, algunos guardias remataban a los caídos con sus pistolas. Un cuarto de hora más tarde todo había terminado.
Volvieron al campamento. Werner seguía en lo suyo, como si no hubiera presenciado nada, o no fuera con él. Se volvió hacia él.
—Estaba equivocado. Lo siento.
Lo miró sin entender lo que quería decir aquel extraño sargento amante de los pájaros.
—¿Sabes? No era el ruiseñor ruso. Se trataba del ruiseñor común. El «Luscinia megarhynchos». No puedo entender cómo los he confundido.
Klaus asintió. Un fallo podía tenerlo cualquiera. No podía dejar de darle vueltas a la cabeza. Se sentía aturdido, mientras pensaba en su abuela Charlotte, y en su desconocido abuelo, el judío David Goldman y en el espantoso crimen que acababa de presenciar.