93. EL GUETO JUDÍO

(VARSOVIA, OCTUBRE DE 1940)

Esther Dukas era mayor de edad desde el 28 de junio, cuando había cumplido veintiún años. Desde aquel mismo día advirtió a su madre que ella no iba a permanecer con los brazos cruzados, deseaba poder demostrar de lo que era capaz. Selma asintió, podía comprenderla perfectamente, ella había sido muy parecida a su edad. El fotógrafo de Tesalónica le hizo unas fotos de carnet y al día siguiente su abuelo David la acompañó a Atenas, a la embajada de los Estados Unidos en Grecia, donde solicitó el pasaporte americano. Al principio, cuando presentó los documentos firmados por el presidente Woodrow Wilson, los funcionarios tuvieron algunas dudas, pero con los certificados originales sellados y rubricados expedidos por la embajada norteamericana en París, declarándola ciudadana de los Estados Unidos de América, las cosas se aclararon, y el propio embajador la invitó a pasar a su despacho para conocerla. Le prometió que unos días más tarde recibiría el pasaporte en su casa de Tesalónica. Por supuesto le aseguró que no tendría el menor problema si deseaba viajar y residir en América. Era su derecho.

Esther Dukas le explicó en excelente inglés que deseaba cambiar su nombre y apellido a Esther Duke, ya que pensaba irse a vivir a los Estados Unidos muy pronto, y para que figurara así en su pasaporte. El embajador le aseguró que no habría problema y que solo debía firmar unos formularios para ello. Mucha gente lo hacía así para integrarse mejor en la cultura anglófona. Después le dijo que quería ingresar como voluntaria en CENTOS, la organización financiada por el Comité Conjunto Judío-Estadounidense de Distribución, que estaba ayudando a los judíos del gueto de Varsovia. El embajador la miró extrañado, y le dijo que lo haría, pero que debía ser muy prudente. Aunque los Estados Unidos no estaban en guerra con Alemania, las relaciones eran muy complicadas y tensas entre los dos países.

Lo que Esther no le contó al embajador era que desde que tenía dieciocho años pertenecía al «Irgun Zevai Leumi», la Organización militar Nacional en la Tierra de Israel, comandada en aquellos momentos por David Raziel, ni que tuviera una misión que cumplir una vez que obtuviera el pasaporte. Ella no había hecho caso de los consejos, advertencias y amenazas de su madre en relación a todo ello. Cuando con quince años viajó a Palestina para pasar unos meses en un kibutz, con su pasaporte austríaco, todo cambió para ella. Fue entonces cuando se inscribió en las juventudes del Irgun. Después volvió en varias ocasiones, la última entrando en el protectorado británico ilegalmente. El camino elegido por el Irgun no coincidía con los criterios políticos sionistas, incluso iba en contra de ellos en algunos puntos. Pero Selma tenía cuarenta y cinco años mientras que Esther acababa de cumplir veintiuno. Por mucho que ambas mantuvieran una ejemplar relación materno-filial, sus coincidencias en muchos puntos eran mínimas.

Ocho días más tarde llegó a su casa en Tesalónica un aviso de carta certificada para Esther Dukas, tal y como había dejado escrito en su dirección. Tuvo que acercarse a la oficina postal a recogerla. Cuando abrió el sobre marrón con el remite de la embajada, encontró un flamante pasaporte de los Estados Unidos a nombre de Esther Duke, con su fotografía y un documento oficial sellado, acordando el cambio de nombre para evitar problemas. La acompañaba una carta del embajador explicándole que si deseaba viajar a los Estados Unidos y dada la situación en Europa la embajada le proporcionaría la ayuda precisa. Se lo mostró a sus abuelos y más tarde se dirigió a la agencia donde encontró a su madre y a Lowe. Selma recordó con cierta nostalgia cuando Woodrow Wilson había concedido la nacionalidad a su hija, mientras pensaba que el tiempo pasaba demasiado deprisa.

—¡Recuerda que también eres francesa! ¡Así que si en un momento dado lo necesitaras, en los documentos de tu carpeta en casa está escrito muy claro!

Esther pensó que por el momento era suficiente con su nuevo pasaporte. Debido a la situación ya no podía considerarse una ciudadana austríaca, sino en todo caso, cara a las autoridades del Reich, una judía austríaca. A ella no le darían el pasaporte si volvía a entrar en Austria, y en todo caso se lo marcarían con una J mayúscula de gran tamaño impresa en rojo, y no le permitirían volver a salir del país. Por tanto era mejor que no lo intentara, al menos como Esther Dukas. La estadounidense Esther Duke tenía otras posibilidades.

Selma ya no podía prohibir nada a su hija; que hiciera lo que creía que tenía que hacer en la vida. Era su responsabilidad. Pero le aconsejó, le explicó cómo estaban actuando los alemanes en relación con los judíos. Esther Duke era por encima de cualquier otra cosa ciudadana norteamericana, pero le advirtió de que los nazis en muchas ocasiones se saltaban los acuerdos internacionales. Tendría que actuar con suma prudencia. Selma era muy consciente del enorme riesgo que Esther iba a asumir, pero no quería interponerse, quejarse, separarse enfadada con su hija. Era su decisión y tenía que respetarla, aun sabiendo que podría llegar a perderla. Le dijo que saludara de su parte al doctor Janusz Korczak, a quien había conocido en Palestina.

El 13 de octubre Esther Duke tomó el tren nocturno para Viena, decidida a llegar hasta Varsovia. Nadie podía prever que pocas horas más tarde comenzaría la invasión italiana de Grecia, ya que a pesar de que era un secreto a voces nadie lo creía. Al despedirla en la estación de Tesalónica su abuelo David Goldman no pudo dejar de emocionarse. Su abuela Rachel la abrazó orgullosa. Selma hizo lo mismo aunque en un aparte suspiró al verla subir al vagón. Lowe que también hubiera querido acompañarla le dio los últimos consejos acerca de los polacos. Además del pasaporte americano llevaba la documentación que la acreditaba como miembro del «American Jewish Joint Distribution Comittee», y un visado expedido por el gobierno del Reich en Viena para poder viajar a Varsovia, que no había resultado fácil de obtener a pesar de que los nazis querían demostrar que facilitaban la ayuda a los refugiados, incluso a los judíos. Esther iba muy digna en su papel, orgullosa de ser hija de su madre, de haber tomado aquella decisión, de pensar que estaba cumpliendo con su deber, no solo intentando ayudar a los judíos de Varsovia, sino al futuro «Eretz Israel».

Dos días más tarde llegó a Varsovia, tras tener que pasar varios controles y permanecer casi ocho horas en la estación de Berlín, ya que la situación lo había complicado todo. Los trenes militares y de avituallamiento con destino o llegada desde Polonia tenían preferencia, y muchos funcionarios del partido estaban yendo y viniendo en aquellos días. Prefirió permanecer en la estación ya que pensó que le resultaría muy difícil salir y que tendría que dar muchas explicaciones para volver a entrar. Ni siquiera su pasaporte la libraba de continuas preguntas inquisitoriales. Sin embargo no se sentía asustada, sentada allí en la cafetería de la estación, viendo las interminables compañías de soldados subir a los trenes, tantos policías de paisano y de uniforme, reflexionaba que todo aquello que estaban llevando a cabo los alemanes, como la anexión de Austria al Reich, la invasión de Checoslovaquia, la cruel guerra contra Polonia con la destrucción de tantos pueblos y ciudades, y la muerte de muchas personas, la campaña contra Bélgica, Holanda y Francia, la guerra contra Gran Bretaña, eran demasiadas ofensas a la inteligencia y al sentido común como para que aquello terminara bien, y le parecía increíble que los alemanes no lo hubieran comprendido. A pesar de su corta experiencia tenía la certeza de que aquello era la demostración de cómo unos pocos insensatos y malvados se habían apoderado del alma de todo un pueblo. Desde que los nazis se habían hecho con el poder, en Alemania y después en Austria, ya no valían las palabras si no la fuerza. Unos y otros, todos chillaban órdenes perentorias. De vez en cuando alguien se le acercaba y le pedía la documentación. Ella le mostraba el pasaporte americano y el visado grapado al mismo. Lo estudiaban despacio y al final se lo devolvían sin más comentarios. El embajador americano en Atenas le había proporcionado una carta sellada con el membrete de la embajada americana en Atenas, válida para cualquier otra autoridad diplomática si fuera necesaria, además de un listado de los embajadores y consulados de los Estados Unidos en Europa, con las direcciones y teléfonos directos.

Por fin pudo partir para Varsovia. Las únicas mujeres que viajaban eran un grupo de enfermeras alemanas del ejército, en el mismo vagón. La observaban sin disimulo, preguntándose quién sería aquella misteriosa joven que viajaba sola a Varsovia y qué iría a hacer allí. No estaba Polonia como para hacer turismo.

Finalmente llegó a la estación de Varsovia. Repleta de tropas en desplazamiento. Allí la aguardaba Andrew Carpenter, un diplomático norteamericano encargado de los intereses americanos en Polonia. La condujo a la embajada, advirtiéndole que debía ser discreta, prudente y paciente. Los nazis no respetaban a nadie y la situación de los judíos de Varsovia era terrible. Unos cuantos habían obtenido el visado para viajar a los Estados Unidos, pero les ponían toda clase de trabas burocráticas para evitar que pudieran escapar. Andrew le dio algunos consejos mientras se dirigían a la embajada.

—Tu pasaporte es muy importante. ¡No lo pierdas y que no te lo roben! En estos tiempos Varsovia y toda Polonia son un caos. Llévalo en un bolsillo interior de difícil acceso. De todas maneras te voy a hacer otro carnet que demuestra que eres norteamericana en misión de ayuda humanitaria, además del que te entregarán aquí. No los lleves todos juntos. Si tuvieras un problema o te detuvieran no hables en alemán ni en polaco. Solo en inglés. No te metas en el interior del gueto que está cerrado con alambradas, verás que están comenzando a construir un muro de ladrillo. Solo podrá llegar hasta la compuerta neutral donde se distribuye la ayuda. Vienes para colaborar en el Comité Judío Americano, pero si te preguntan nunca digas que eres judía. Por cierto, ¿eres judía? Me lo imaginaba. Deberás tener especial cuidado, ya que para ellos, con pasaporte o sin él, no somos humanos. Te haré una advertencia; verás muchos niños judíos que te pedirán ayuda desesperadamente desde el otro lado de la alambrada. No te impliques. Sé que es terriblemente duro lo que te estoy diciendo, pero si lo haces y te ven no conseguirás nada por ellos y te expulsarían del país.

Si quieres hacer algo por los niños del gueto hay alguien que debes conocer. El doctor Janusz Korczak, y su compañera Stefania Wilczynska. Ellos son los más apropiados para canalizar la ayuda. Solo podrás encontrarte con ellos en la exclusa neutral de la entrada principal del gueto. Tienen permiso del Judenrat para salir hasta allí, ya que los alemanes no permiten a los judíos abandonar el gueto, solo a los trabajadores que deben volver al terminar la jornada y que son contados uno a uno. Permíteme que insista. No seas imprudente. Si quieres ser útil sigue las normas. Si no lo haces y se dan cuenta te pondrán en la frontera o te asesinaran y dirán que ha sido un judío loco. ¿De acuerdo?

Esther asintió. Entre Lowe y su madre le habían endilgado el día anterior a su partida un responso muy parecido. En la embajada le presentaron a su coordinador, Lewis Auster, un judío americano, un hombre delgado y alto, que se presentó como profesor de la Universidad de Columbia, de unos cuarenta años, que se encargaba de la logística del Comité para hacer llegar los víveres hasta el gueto. Él sería el encargado de acompañarla durante los primeros días.

Por la mañana, a las seis y media, Auster compartió café y tostadas con ella. La miró gravemente antes de darle la noticia.

—No sé si sabes que Italia declaró ayer la guerra a Grecia y que la ha invadido por el suroeste. Nadie sabe lo que ocurrirá, pero como puedes comprender es una terrible noticia. Esther tragó saliva. Podría afectar a su familia. Asintió sin saber qué responder.

Luego, desde el edificio cercano a la embajada donde tenía su sede el Comité, se dirigieron en un autobús que llevaba la bandera americana pintada a cada lado, seguido de varios camiones cargados con alimentos hasta el gueto.

—Parece que llevamos algo importante en esos camiones, pero debes saber que dentro del gueto están hacinados cerca de trescientos mil judíos. En estos días están llevando a cabo redadas por toda la ciudad y trasladándolos al gueto. Se calcula que al menos otros ciento cincuenta mil. ¡Es una verdadera barbaridad! ¡No hay sitio material para uno más! Hay muchos ancianos, enfermos, niños, y no podemos atender ni al uno por ciento. Es más para que se den cuenta de que no los hemos abandonado que por otra cosa. No nos permiten llevarles verduras, ni pescado o carne fresca, y muy pocas medicinas. Los alemanes son gente inhumana. No hemos podido convencerles de hacer más. Para ellos ese lugar es una especie de cementerio viviente, y el resultado está siendo terrorífico. Los más débiles ya están cayendo y con ayuda o sin ella, me temo que morirán. Te diré que siento una profunda vergüenza de ser americano. ¡Tendríamos que estar haciendo mucho más, y abrirles las puertas de nuestro país de par en par! ¡Esta gente enriquecería nuestro país! ¡Pero allí hay mucho antisemitismo y mucha hipocresía! El presidente habla mucho de libertad y democracia, pero no se decide a hacer algo de verdad por los judíos, y los grupos antisemitas están ganando la partida. Tal vez cuando pretendan hacer algo será ya tarde.

»Observa a tu alrededor, podrás comprobar cómo actúan estos civilizados y cultos alemanes. ¡Han destruido el setenta por ciento de la ciudad con bombardeos indiscriminados, han asesinado fríamente a decenas de miles de intelectuales, profesores, maestros y militares polacos! ¡Una destrucción calculada y programada de un país! En cuanto a los judíos polacos, tengo la absoluta certeza de que pretenden aniquilarlos, igual que a todos los judíos que caigan en sus manos.

Cuando llegaron a la puerta del gueto los alemanes les hicieron descender del autobús y comprobaron su documentación minuciosamente. El teniente alemán se dirigió a ella para decirle que debía inscribirse en el listado de los que podían llegar hasta allí. Auster la acompañó y le hicieron una ficha. Esther nunca había tenido miedo, pero aquella situación imponía. Pudo presenciar el trato que los alemanes daban a unos judíos que traían al gueto. Golpes, gritos, incluso una paliza con porras a una pareja que se retrasó unos segundos. Auster tuvo que contenerla para evitar problemas.

En voz baja le explicó que no podían hacer nada por aquella gente.

—¡No intervengas! ¡Si lo haces te expulsarán de Polonia de inmediato! Ya te acostumbrarás, la guerra es algo atroz en todos los sentidos, y los que más sufren son los que menos culpa tienen.

Luego resultó que los apaleados eran sordomudos. Los alemanes no se inmutaron y siguieron gritándoles.

—Son unos miserables y unos cobardes desgraciados —Esther apretaba el brazo de Auster mientras le susurraba lo que pensaba.

Poco después pudieron comenzar la distribución. Allí conoció a Emanuel Ringelblum que llevaba la «Zydowska Samopomoc Spoleczna», la Ayuda Social Judía en el interior del gueto. Un hombre de unos cuarenta años. El Judenrat le había dado un permiso para llegar hasta allí y hacerse cargo de parte de la ayuda para luego distribuirla. El hombre estaba agobiado, ya que cada día llegaban miles de judíos al gueto, trasladados allí por la fuerza, ya no había sitio material para uno más. Tal y como Auster le había contado un rato antes, lo que llevaban era apenas lo necesario para alimentar un día a tres o cuatro mil personas. ¿Y el resto? La pregunta hizo que Ringelblum la mirase con los ojos húmedos. Era un milagro que el resto pudiera seguir un día más. Comenzaba a haber graves problemas de abastecimiento y los más débiles estaban sufriendo los efectos.

A pesar de que Esther creía estar preparada para ello, no podía aceptar aquella realidad. Se estaba dando cuenta de que las cosas eran mucho peor de lo que ella había imaginado. Auster se lo comentó más tarde, cuando volvieron al edificio del Comité. Allí se reunían los voluntarios y comían juntos. Aquel día no pudo probar bocado, sentía nauseas. Auster la observaba comprensivo. A él le había ocurrido lo mismo.

Después comenzó una rutina. Todos los días tenía que hacer lo mismo. Veía a grupos de niños y muchachos al otro lado de la alambrada. Columnas de judíos con sus típicos ropajes negros conducidos hacía el gueto como ovejas al matadero. Un día y otro más, y otro. Vio como construían un muro de ladrillos traídos de los edificios bombardeados de tres metros de altura, rematado con trozos de vidrios rotos. Auster le contó un día que la tarde anterior un niño había encontrado un hueco en la alambrada y escapado. Los guardias de las SS lo habían golpeado hasta matarlo allí mismo.

Lloró de rabia y de impotencia. También le preocupaban las noticias que llegaban de Grecia. La guerra iniciada por los italianos, que eran los aliados de los alemanes en el llamado «Eje». Si Grecia llegaba a caer en manos de los alemanes era evidente que los judíos griegos peligrarían. No podía soportar pensar que a sus abuelos, a su madre, a Lowe, pudiera sucederles algo parecido a lo que estaban sufriendo los judíos polacos, y esos pensamientos le impedían dormir.

Ella había vivido toda su vida entre austríacos y tenía muchos amigos alemanes. No podía comprender aquella mutación. Como unas gentes cultas y reflexivas se habían transformado en tan poco tiempo en aquellos feroces guerreros sin aparentes sentimientos, sin compasión ni misericordia hacia otros seres humanos del Tercer Reich, utilizando un lenguaje que ella no había oído hasta entonces, en el que las amenazas, los insultos, la crueldad manifiesta, eran la forma de dirigirse a los judíos. Llegó a dudar de si aquellos alemanes tendrían alma.

Hablaba mucho de todo ello con Lewis Auster que se había convertido en su amigo y mentor. Lewis era profesor de filosofía en Columbia. Se había presentado voluntario al Comité por un impulso interior. A fin de cuentas era soltero y pensaba que no tenía nada que perder.

—Comprendí que no podía seguir dando clases de ética y mirando para otro lado. Que sería una terrible experiencia pero que no podía ni debía evitarla. Ahora sé que el hombre es algo mucho peor que lo que nos explicaba Plauto, en Asinaria: «Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit». Hitler inició un cambio del que está surgiendo lo peor de cada uno. El hombre siempre se encuentra en el filo de la navaja entre el bien y el mal. Ese malvado individuo ha sacado lo peor de los alemanes. Luego, cuando esto haya pasado, y a mí no me cabe la menor duda de que terminará al precio de una catástrofe para el mundo entero, los que ves ahí patrullando las calles, los que apalean a los judíos sordomudos porque han tardado un instante más en atender a sus órdenes, los que el otro día asesinaron al niño judío en la alambrada, los que han planeado encerrar a cientos de miles en un infierno, los que han ejecutado fríamente a los intelectuales polacos, los que instigaron las leyes de Núremberg, los que planean acabar con los judíos europeos siguiendo las enseñanzas del Führer en «Mi lucha», asegurarán que ellos no sabían nada, que participaron sin ser conscientes de lo que hacían, que solo obedecieron ciegamente las órdenes para no perecer ellos también. ¡Y no será cierto! Todos ellos pueden elegir en cada instante. La cobardía, la sumisión al tirano, la crueldad instigada por otros, deben ser siempre colocadas en la balanza que llamamos alma o espíritu. Lo que ocurre es que pretenden transformar sus ambiciones a costa de su ética. No les preocupa lo que pueda sucederles a los judíos, ni a los polacos y eslavos en general, ni a los gitanos, ni a nadie que se interponga en su camino. Pero fracasarán. Esto es una atroz pesadilla que se llevará a millones de seres humanos por delante. En algún momento terminará y el mundo seguirá adelante. ¿Y todo el mal que se está haciendo? ¿Solo será historia? ¿Será gratuito todo esto? No. Creo que tanto el bien como el mal seguirán ahí mientras dure la humanidad.

Esther comprendía a Lewis Auster, alguien que estaba allí porque su conciencia se lo dictaba, intentando ayudar aunque supiera que solo era un grano de arena en un mar de maldad y cobardía. Una mañana Ringelblum llegó a la puerta desde el interior acompañado por otro hombre. Mientras se hacía la entrega de la sopa, lo único que los alemanes permitían, le pasó unos papeles y le dijo que los escondiera para que los alemanes no los vieran. Estaban escritos en yiddish. Al volver al Comité se lo comentó a Lewis. Era un documento del grupo «Oyneg Shabbos» en el que se les pedían determinados medicamentos y herramientas. Debían introducirlos en recipientes herméticos en el interior de los tanques donde llevaban la sopa.

Era un enorme riesgo pero decidieron asumirlo. Ella se encargó de reunir los medicamentos, y Lewis las herramientas. Encontraron unas cajas de hojalata y las llenaron con todo aquello. Luego las sellaron como pudieron, confiando en que aguantarían. Por la mañana iban tensos y nerviosos, pero todo salió bien.

Volvieron a repetirlo en varias ocasiones, jugándose la vida. Los alemanes no pasaban ni una, controlaban todo estrictamente, y amenazaban con fuertes represalias. Esther había sido testigo de cómo actuaban cuando las cosas no se hacían como ellos deseaban. Todos los días salían varios camiones cargados de cadáveres que iban a fosas comunes. Muchos morían de inanición, otros de enfermedad al no poder tratarlos, y algunos por represalias, por haber intentado escapar, o por una simple desobediencia.

Adam Czerniaków, el presidente del Consejo Judío del gueto, consiguió de los alemanes poder mantener una reunión con miembros del Comité. Los alemanes cedieron sabiendo que la disciplina del gueto solo podría mantenerse si el Judenrat colaboraba, y accedieron con estrictas condiciones. La reunión se mantendría en el edificio del Consejo Judío en el gueto. Lewis Auster y Esther Duke se hallaban entre los seis miembros que podrían entrar. No se explicaban como el director de las SS había permitido aquella reunión, pero les advirtieron que una docena de guardias de las SS, y otros tantos Judendienstordnung o policía judía controlarían la reunión. Los integrantes de la policía judía entendían el yiddish y el hebreo básico, por lo que por tanto no se podría hablar más que de las peticiones que el Judenrat quería hacerles, que además deberían ser aprobadas por los alemanes.

La reunión se programó para el 15 de diciembre a la tres de la tarde. Una ola de frío siberiano había traído la nieve a Varsovia, y las calles sucias y renegridas por los incendios ocasionados por los bombardeos aparecieron blancas, como si el cielo quisiera cubrir todas aquellas miserias humanas con un manto inmaculado. Fueron hasta el gueto en el autobús, en absoluto silencio ya que cuatro SS subieron con ellos. Esther pensaba si aquellos individuos no tendrían corazón, ni alma. Uno de ellos la miraba fijamente, como si quisiera provocarla.

Llegaron a la puerta principal, a la especie de plazoleta o esclusa donde cada mañana se hacía la entrega de la sopa. Allí se les unieron otros dos SS y media docena de miembros de la policía judía. Caminaron en silencio hacia el interior del gueto, atravesaron un callejón que unía el gueto norte con el gueto sur. Mientras podía notar como mil ojos los observaban desde todas partes. Aunque debido al frío apenas si se veía gente por la calle, el gueto era como un hormiguero gigante en el que unos y otros iban y venían, intentando sobrevivir. Había bastante policía judía vigilando el trayecto, ya que era inusual que miembros de las SS entraran allí. Y menos aún miembros del Comité Americano. Sabían que se jugaban la vida. Esther estaba comprendiendo la diferencia esencial de poseer el pasaporte de los Estados Unidos. En otro caso hubiera sido otra más de aquellas mujeres y niñas judías que no poseían ningún derecho.

Estaba tomando nota de todo lo que veía para poder contárselo a su madre. Ella le había dicho que cuando volviera pensaba escribir sobre todo aquello al presidente de los Estados Unidos, Roosevelt, en nombre de la antigua amistad que el fallecido presidente Wilson le había otorgado. Mientras caminaba por el interior del gueto intentó mantener la serenidad, ser fuerte sin conseguirlo. De pronto comenzó a sollozar. Era algo superior a sus fuerzas. Lewis, que podía entender lo que estaba pasando por su interior, la tomó de la mano hasta que llegaron al edificio donde se hallaba el Consejo Judío. Esther tuvo la impresión de una oficina gris, con un mobiliario recogido de aquí y de allá, un ambiente opresivo y oscuro.

Los recibió Adam Czerniaków, un hombre de profundos ojos y mirada triste, de unos sesenta años, que les presentó a algunos de sus colaboradores. Los SS que los acompañaban saludaron con un leve movimiento de la cabeza. Se sentaron alrededor de una mesa, y se disculparon por no poder ofrecerles nada. Czerniaków tomó la palabra.

—Poco hay que explicar. Soy Adam Czerniaków, fui designado presidente del Judenrat por los alemanes, no por mi voluntad. No me dieron opción, y alguien tiene que hacerlo. Se nos ha encerrado en este gueto de apenas diez kilómetros cuadrados en el que ya hay cerca de cuatrocientas mil personas. La densidad de población es más de veinte veces superior a la del resto de la ciudad. No se nos están procurando los alimentos necesarios. De hecho apenas llevamos dos meses y ya ha comenzado a morir gente de hambre. No se nos proporcionan medicinas, ni ropas de abrigo suficientes. Cada día llegan miles de personas al gueto, y las condiciones higiénicas son deplorables. No tenemos modo de calentar los edificios, y con estas temperaturas los más ancianos y los niños morirán de frío. Solo hay trabajo para unos pocos, apenas para el uno por ciento de la población, que al menos recibe una comida al día a cambio de ese trabajo. El resto no tiene modo de ganarse la vida, lo que quiere decir que estamos condenados a morir lentamente. Dependemos por tanto de las cantinas de comida, como la del Comité.

En aquel momento el comandante de las SS lo interrumpió con malos modos.

—¡Czerniaków! ¡Está usted acabando con mi paciencia! ¡Es usted tan mentiroso como los demás judíos! Sabe muy bien que todos ustedes están aquí provisionalmente, eso se lo garantizo. Estamos en guerra, y por tanto las condiciones de distribución de alimentos son deficientes por culpa de los polacos y de ustedes mismos. Se les ha permitido organizarse dentro del gueto y esa es su responsabilidad. No se les han puesto trabas para que organicen actividades culturales, teatro, música, conferencias. ¿No es suficiente? Reconozca de una vez que el problema son ustedes mismos, ahora no tienen posibilidad de engañar con sus trucos, ni de practicar la usura ni otras malas artes a los polacos y las emplean con los residentes del gueto. Ahora se puede ver como son ustedes en realidad: sucios, ignorantes y desorganizados. Así que déjese de historias, y limítese a explicar sus necesidades básicas para ver si podemos llegar a un acuerdo. Eso mejorará si se nos permite organizarlo, en lugar de poner trabas constantes y quejas sin fundamentos. El Comité está aquí por benevolencia del gobernador y como demostración de que no tenemos nada que ocultar. Prosiga.

Czerniaków era sin duda un hombre paciente, acostumbrado a escuchar insultos y a seguir intentándolo. No se inmutó al escuchar al SS. Esther estuvo a punto de explotar y Lewis tuvo que apretarle la mano por debajo de la mesa.

—Como usted diga, señor comandante. La cuestión es que sería importante que llegara más alimento. ¡Es absolutamente insuficiente! En cuanto a las medicinas básicas podrían intentar que el gobierno alemán las permitiera. También que se nos proporcionase carbón, serrín, para poder calentar al menos el hospital que estamos organizando y los orfanatos como el del doctor Janusz Korczak, al que no se ha permitido asistir a esta reunión.

En aquel momento el comandante SS se puso en pie. No parecía dispuesto a seguir escuchando tonterías.

—Bien. Se levanta la sesión. Ya están informados los miembros del Comité directamente tal y como quedamos. Se estudiarán las peticiones. ¡Y no se queje tanto Czerniaków! ¡Siguen vivos! ¡Los alemanes somos compasivos y civilizados! ¿O tiene algo en contra que desee que se lo transmita al señor gobernador? Nos vamos. No hay más preguntas.

Lewis Auster intentó hablar, pero el SS que se hallaba junto a él le empujó hacia la puerta. El comandante se quedó mirándolo.

—No abusen de nuestra paciencia por el hecho de poseer pasaportes americanos. Para nosotros solo son judíos afortunados, pero siguen siendo judíos.

Volvieron a salir. Caminaban en silencio. De improviso una mujer salió corriendo de uno de los edificios y se dirigió hacia ellos. Llevaba algo envuelto en un chal. Se plantó delante de Auster y abrió el chal. Era el cuerpo sin vida de un niño de pocos meses. El SS le dio un violento empujón y el cuerpecillo cayó al suelo. La madre se agachó para cogerlo al tiempo que el SS volvía a empujarla y la mujer rodó por el pavimento helado. Esther observaba con los ojos abiertos de par en par. No fue capaz de permanecer en silencio.

—¡Déjenla tranquila! ¡Pero es que no tienen ustedes alma!

Lewis le puso la mano en la boca. No quería que se comprometiera. Esther sollozaba. La mujer se incorporó, cogió el cuerpecillo y salió corriendo hacia el portal del que había salido. Aquella escena apenas había durado un minuto. Siguieron caminando hasta que salieron del gueto. Al llegar al autobús del Comité, el comandante SS se colocó delante de la puerta en el momento en que iba a subir Esther.

—Señorita como se llame. ¡Tiene usted suerte de que los alemanes sí tengamos alma! ¡Son los judíos los que carecen de ella como la historia ha demostrado! ¡Ahora váyanse antes de que se me agote la paciencia!

Volvieron al Comité en absoluto silencio. Lewis podía comprenderla pero no quería reconvenirla. Esther observaba en silencio las calles de Varsovia mientras las lágrimas corrían sin parar por sus mejillas.