91. UNA MUJER CON CARÁCTER
(LÜBECK-VERANO DE 1940)
La guerra con Francia y el Reino Unido no había cambiado el programa de verano de Constanze von Sperling, que como cada año en aquella época había ido a su propiedad «Elmen» al este de Travemünde, junto a Elmenhorst. Tal y como Joachim le había vaticinado, la campaña de Francia apenas duró unas semanas. Había comenzado el 10 de mayo y terminado con la capitulación del gobierno francés el 25 de junio, tras una triunfal Blitzkrieg, poco más que un paseo militar, con la ocupación de Holanda, Bélgica y Francia. Incluso el Führer había tenido el humor de visitar París como un turista más. Aquel hombre daba la impresión de estar tocado por la diosa Fortuna. Alemania había vuelto a convertirse en la gran potencia europea, y el porvenir para los verdaderos alemanes se adivinaba extraordinario.
Porque esa era la otra parte de la historia que estaba escribiendo Hitler. Liberar al Reich no solo de sus enemigos exteriores, sino sobre todo de los interiores, como tantos alemanes demandaban. Librarse de aquella plaga de judíos y bolcheviques, casi todos eslavos, además de los gitanos, y gente extraña que pretendían hacerse pasar por alemanes.
Constanze había nacido en Lübeck, de una antigua familia de raíces prusianas, con título nobiliario, su padre conde y su madre baronesa, educada en su juventud en un colegio luterano para señoritas de clase alta. Nacida el 2 de enero de 1900, a sus cuarenta años, iba con el siglo, sin querer quedarse atrás, y creía saber lo que pretendía sacarle a la vida. No perder el tiempo en asuntos que no incumbían a Alemania.
En ello disentía de sus hermanos. Aunque le preocupaban las raíces de aquel hombre que de la noche a la mañana se había convertido en el amo de Alemania. Adolf Hitler, el Führer, un austríaco de clase baja, católico, sin estudios y sin pasado. Eso era lo que más le inquietaba. Que no se conocieran sus raíces. Por otra parte, era cierto que ni el propio Bismarck hubiera podido hacerlo mejor, pero no lo era menos que existía algo muy extraño en todo aquello.
El compromiso que mantenía con Joachim Gessner no era exactamente el que hubiera pretendido, ni consideraba a su prometido un príncipe azul. Conocía sus grandes defectos y sus escasas virtudes, pero era lo que había. Se habían prometido hacía tres años, y se daba perfecta cuenta de que con su edad ya se le habían pasado todos los plazos. Al final aceptó que sería muy difícil que se casaran, y se consoló pensando que al menos tendría un hombre que aseguraba quererla, y que en cuanto disponía de un momento libre iba a su casa de Wannsee para estar con ella. Ya no se hacía otras ilusiones, sabiendo que Joachim estaba pasando una etapa de su vida en la que no disponía apenas de tiempo para él mismo. La vertiginosa situación política interior y exterior del Reich le exigía estar siempre de viaje, casi siempre muy cerca de Himmler, que viajaba constantemente por todo el país, aunque no tanto como el propio Führer.
Constanze era una mujer pragmática que no creía en la propaganda sino en las realidades. Para ella, aquellos ministros de Hitler eran poco más que charlatanes de pueblo. Había escuchado a Goebbels una vez en un mitin en Lübeck y salió defraudada. Ella entendía el mundo de otra manera, y la verdad era que no podía comprender la admiración que Joachim sentía por alguien como Himmler. En cualquier caso se sentía satisfecha del camino emprendido. Alemania volvería a ser la nación que dirigiría los destinos de Europa, y en ella solo cabrían los mejores.
Sus dos hermanos, Hermann y Otto, gemelos y siete años menores que ella eran ya oficiales de la Wehrmacht. Hermann capitán de artillería, formaba parte del Estado mayor, de lo que se sentía muy orgulloso. Otto pertenecía a caballería y dirigía una compañía de tanques. Decía sentir una profunda admiración por su comandante, un tal von Stauffenberg, con el que había tomado parte en la ocupación de los Sudetes, en la campaña de Polonia y en la de Francia, de donde acababa de regresar de permiso y se le había presentado en Elmen. Para sus hermanos los ejércitos alemanes eran invencibles. No solo por su tamaño, sobre todo por su disciplina, preparación y estrategia. Estaban convencidos de que ninguna nación europea podría plantarles cara.
Ella lo escuchaba con arrobo, mientras Otto le hablaba de lo que ocurriría a continuación, como si pudiera leer el futuro en una bola de cristal.
—Los ingleses creen que porque se encuentran protegidos por el mar, en ese peñasco que consideran inaccesible, no seremos capaces de vencerles. Muy pronto comenzará la batalla de Inglaterra. ¡Se van a llevar la sorpresa de su vida! ¡La estrategia que estamos preparando destruirá sus defensas, y para cuando quieran reaccionar ya estaremos tomando el té en Trafalgar Square!
Otto siempre había sido su preferido desde que era pequeño. Hermann tenía un carácter más frío y distante, parecido al de Joachim.
Otto von Sperling pensaba que tras haber vencido a los franceses nadie podría detenerles. En cuanto a sus camaradas del Eje, los italianos de Mussolini, lo cierto era que no tenían nada que ver con aquellos míticos romanos de la antigüedad. Los soldados alemanes sabían que tendrían que contar con sus propias fuerzas. Todos sus aliados: los húngaros, rumanos, y demás, no eran más que meras comparsas. Se hablaba incluso de una división que se formaría con voluntarios españoles, gente brava aunque desorganizada e indisciplinada. Sería la Wehrmacht la que tendría que conseguir la victoria, de lo que ya nadie dudaba. Constanze le había contado que su novio había estado con el Führer en París. ¡Y luego exigió la rendición en Compiegne, en el mismo vagón en el que se había firmado la de Alemania en la Gran Guerra! ¡Qué venganza más dulce! Habían brindado con el champán de unas cajas que Otto había traído de Francia. Botín de guerra.
Otto tuvo que explicarle a su hermana que no debía hacer comentarios despectivos acerca del Führer. La Gestapo y las SS lo escuchaban todo y no admitían lo más mínimo. Le confesó sin embargo que entre los oficiales de carrera algunos parodiaban la figura de Hitler, el cabo bohemio como el gran soldado que pretendía dejar pequeño a Bismarck. Sobre todo entre los oficiales de academia, de clase alta y de origen prusiano. Las necesidades de crear rápidamente un importante ejército habían transformado en oficiales a muchos suboficiales sin formación, a muchachos procedentes de la universidad que no tenían ninguna estirpe militar. ¡Sin embargo esos eran los más radicales! Luego había otra clase de individuos, gente que provenía de las clases medias, de la universidad, muchos licenciados en derecho, que se alistaban en las Waffen- SS tras pasar unas pruebas. Había hablado con algunos de ellos y era sorprendente el lavado de cerebro que se les imprimía, sobre todo una inquebrantable fidelidad al Führer, una obediencia ciega a sus jefes y a Himmler, y llevar a cabo tareas como él había podido presenciar, el asesinato a sangre fría de un grupo de partisanos y de civiles en una población belga.
Otto von Sperling había tenido que pasar con sus tanques por encima de algunos pueblos belgas. Aquello no le había parecido la manera adecuada de conquistar un territorio, pero en el estado mayor parecían interesados en demostrar que aquella guerra iba en serio. Las órdenes habían sido tajantes. Dar un escarmiento.
Tuvo que reconocer a Constanze que aquello le había hecho dudar. En otro momento se lo habría reservado, pero en aquel ambiente de confianza y con la segunda botella de champagne se le soltaba la lengua. Recordaba que al comenzar la campaña de Polonia los muchachos de la tropa, entusiasmados, iban al frente cantando todo lo que se les ocurría. Después cuando encontraban una compañía de las SS se hacía el silencio. Aquellos tipos siniestros de la calavera en la gorra no exultaban alegría. Algunos jefes les habían aleccionado diciéndoles que no debían sentir la menor piedad por el enemigo, como el enemigo no la sentiría por ellos. Lo mejor sería ganar la guerra cuanto antes, ya que así los sufrimientos de unos y otros pasarían pronto. En ello estaba, dedicado a controlar el inmenso territorio que acababan de conquistar.
Allí en «Elmen», la gran propiedad rural de los von Sperling, situada frente a una extensa playa solitaria, cuyo único defecto era el viento casi constante, que en verano se transformaba en brisa que les permitía navegar con el balandro, era el lugar donde se juntaba lo que quedaba de la familia tras el fallecimiento de sus padres.
Los numerosos primos y parientes llegaban con la confianza de los que se saben bien recibidos, y celebraban allí las bodas y bautismos, en la antigua capilla rural, apenas a quinientos metros del caserón, un edificio construido a lo largo de siglos por una estirpe que se remontaba a épocas anteriores al mismo Lutero, cuya doctrina habían abrazado sus antepasados convencidos de que la pureza del alma era lo único importante. Para Otto y para Hermann, si como mantenía Lutero, Dios no justificaba a los hombres por sus buenas obras, entonces tampoco les tendría en consideración los errores, sino tan solo su fe. Aquello justificaba los actos de guerra, la brutal violencia, los bombardeos de iglesias y catedrales, de aldeas y pueblos. Lo único importante era la fe, y ellos la tenían.
Otto solo pudo estar tres días en «Elmen». Luego tuvo que volver al frente, donde se encontraba su compañía. Le había hablado en confianza de los nuevos tanques que se estaban proyectando, de que él podría probar uno muy pronto, en secreto, con la ilusión de un niño pequeño. Aquella arma y otras que se estaban construyendo los convertiría en ejércitos invencibles, como nunca antes habían existido.
Para Constanze el viejo caserón era un lugar querido donde jamás se sentía sola. Recordaba otros momentos más felices, con su padre, aquel imponente «junker» que dominaba la región con su personalidad, su madre, una mujer con raíces que se remontaban a siglos atrás y que era consciente de su aristocrática herencia. Aquellos dulces tiempos en los que sus hermanos correteaban arriba y abajo, y ella tenía que vigilar sus andanzas y sus travesuras. Amaba profundamente aquel lugar, la desierta playa en la que solo se escuchaba el sonido de las olas y el agudo graznido de las gaviotas. Como todos los veranos, permanecería allí cerca de tres meses hasta que los fríos vientos del norte la obligaran a volver a Berlín. En la finca residía permanentemente la familia Stadler, que generación tras generación les servía desde tiempo inmemorial.
Joachim le escribió una larga y apasionada carta. Le extrañó, ya que era hombre comedido. Decía que a principios de agosto pasaría allí una semana junto a ella. Añadía que quería resolver la situación y que si le parecía bien se casarían en la capilla de la propiedad ante un pequeño grupo de amigos. Le proponía el 4 de agosto. Ella debía avisar a sus amigos y parientes más queridos, él invitaría a su hermano Stefan y a unos invitados sorpresa. Después irían una semana a Venecia en viaje de luna de miel.
Constanze le contestó a vuelta de correo. Aunque ya no tenía edad para entusiasmarse, ni siquiera ante la proposición de boda que después de tanto tiempo le hacía Joachim, estaba satisfecha de acabar con aquel «impasse». No quería aceptar que sentía una duda dentro de ella. No estaba segura de que Joachim Gessner fuese el hombre adecuado. Lo cierto era que el tiempo pasaba raudo y no deseaba quedarse para vestir santos. Dentro de ella se sentía cómoda, ya no tenía edad de tener hijos, ni deseaba tenerlos. Solo pensaba en ir pasando el tiempo sin agobios, confortablemente, y por supuesto no tenía la menor intención de modificar sus hábitos de vida. En ello no habría problema. Joachim era muy diferente, tal vez por eso se amaban a su manera. Un hombre ambicioso sin límites, muy politizado, tal vez demasiado servil a sus superiores, y muy radical en sus ideas contra los judíos y los eslavos, convencido de las teorías raciales, de que los arios germanos eran superiores a todos los demás seres humanos.
De cualquier modo si había aceptado tendría que preparar el evento. En la enorme casa disponían de doce amplios dormitorios con sus correspondientes baños completos, hechos construir por su madre pocos años antes, empeñada en renovar y modernizar la antigua casa familiar. Cerca, a unos seis kilómetros, su prima Angélica von Schönhausen, emparentada con los Bismarck, podría ofrecerle unos cuantos dormitorios más para otros tantos invitados. Comenzó a prepararlo todo, a encargar las flores para la pequeña capilla de la finca. Eso sí, brindarían con el champán francés que había traído Otto tan oportunamente. La boda consistiría en una ceremonia oficiada por el pastor luterano de Travemünde, y después un banquete sencillo, casi rústico, sin exageraciones. A los von Sperling no les hacía falta demostrar nada más. Todo estaba demostrado.
Faltaban aún casi dos meses pero no tenía tiempo que perder. Sabía que a Joachim le molestaban las improvisaciones. Fue a hablar con el pastor luterano, que se mostró encantado, encargó a Stadler que buscara una cuadrilla para reparar y pintar la capilla, y a unas mujeres del pueblo para limpiar todo a fondo. También a Hans Schmitt que llevaba el jardín, que se esmerara y que encargara las flores para ese día. En cuanto al vestido de boda, lo cierto era que llevaba tres años en una gran caja, aguardando la decisión de Joachim. Solo tendría que colgarlo en su cuarto un par de días antes para ventilarlo, como tocado María Stadler le haría uno de flores naturales. Eligió una serie de menús, hasta que encontró el que le parecía más adecuado. Contrataría a un cocinero de Travemünde y los camareros. La familia Stadler echaría una mano, pero necesitaría alguien más profesional para que no hubiera fallos. No eran muchos, y con dos cocineros, dos pinches y media docena de camareros sería más que suficiente.
Fueron pasando los días. Descubrió en su interior que estaba más preocupada que ilusionada. Le daba una cierta pereza cambiar de vida, tener que acompañar a Joachim a los actos oficiales, viajar por motivos políticos. Le diría que él siguiese su vida, que ella lo aguardaría allí, en la paz y tranquilidad del campo. Ni siquiera le apetecía volver a la casa también heredada de Wannsee, en el tranquilo y opulento barrio residencial de Berlín. En aquellos tiempos se sentía plena, viviendo en una Alemania triunfante, liberada de Versalles, volviendo a los gloriosos días de Bismarck, en un ambiente más cercano al que describía Tolstoi en «Guerra y Paz» que a la modernidad en la que se vivía en los nuevos barrios de Berlín, llevando el tipo de vida para el que había sido educada, siempre con continuos compromisos, cenas o visitando galerías de arte. Cuando se hartara de Travemünde volvería a Berlín. Dándole vueltas a la cabeza, una noche estuvo a punto de escribir una carta a Joachim diciéndole que prefería seguir en aquel confortable «status quo». Cuando estaba a punto de echarla al buzón se arrepintió y la rompió. Horas más tarde pensó que no debería haberla roto, y que tal vez en aquellos pedazos que había quemado en la chimenea se había ido con el humo su destino.
A mediados de julio fue a Travemünde de compras. No era el lugar más adecuado, y le faltarían algunas cosas que adquiriría en Lübeck. Ella disponía de su pequeño coche descapotable y los campesinos la observaban con recelo, ya que pensaban que sus mujeres e hijas querrían imitarla. Tal vez la única mujer que conducía en la región. La gente la saludaba cuando la veía pasar.
Se hallaba en la pastelería encargando la tarta nupcial, que recogería Stadler la misma mañana para llevarla a la casa, cuando escuchó gritos en la calle. Aquello en Travemünde no era normal. Salió a la puerta de la tienda. La policía estaba sacando de sus casas a unas familias en una calle cercana. El pastelero alarmado salió junto a ella.
—No se preocupe, señora von Sperling. Solo son judíos, será solo un momento. No pasa nada. Se los van a llevar en camiones. Será solo un momento.
En efecto, Josef Erhard, el pastelero, tenía razón, la Gestapo estaba llevando a cabo una redada para librar a Travemünde de la pequeña aunque activa comunidad judía. El peletero, un tal Blumenfeld, con una tienda en la calle principal, Adam Hirsch, el conocido joyero, varios comerciantes, dos famosos abogados, asociados en el bufete «Zükermann & Roth» y algunos otros sin profesión especial. Pasaban por delante de ella, pálidos, sin terminar de comprender lo que les estaba sucediendo, casi todos ellos acompañados de sus familias, personas mayores, algunos de edad, unas ancianas con bastón. Reconoció entre ellos a Chaim Cohen, el médico. Recordó que una vez había atendido a la hija de Stadler, que se había hecho un gran corte en la pierna con la guadaña. Le hicieron ir hasta «Elmen» y después de todo no quiso cobrar nada.
El hombre también la reconoció. Intentó salir del grupo y dirigirse a ella. Sin más advertencia, un hombre de paisano que caminaba junto al grupo, le golpeó con una porra de cuero en el rostro. Cohen comenzó a sangrar abundantemente. Mantenía una mirada de sorpresa mientras seguía mirándola. Las mujeres judías sollozaban, los niños que llevaban con ellos parecían muy asustados.
Constanze von Sperling no sentía simpatía alguna por los judíos, pero aquello sobrepasaba cualquier prejuicio. Salió de la tienda y se dirigió al que parecía el jefe, un tipo malcarado, de paisano, con un largo abrigo oscuro, un sombrero usado, portando una larga porra en la mano
—¿Podría explicarme que está ocurriendo? ¿Por qué les tratan así? ¿Dónde se llevan a esas personas detenidas? ¿Y los niños, los ancianos, las mujeres, qué pasa con ellos?
El hombre la observó de arriba abajo. Llevaba un palillo entre los dientes. Debió pensar que ella era una persona de calidad. Miró el broche de oro, las pieles, observó el automóvil «Mercedes» aparcado frente a la pastelería. No quería líos, solo estaba cumpliendo con su obligación, llevaba semanas con lo mismo en todos los pueblos de la comarca. Estaba harto de problemas y de judíos histéricos. Le contestó con un fuerte acento de Baviera.
—Mire, señora, perdone, pero esto no es de su incumbencia. Estos judíos deben ser enviados fuera de aquí. No es un trabajo agradable, pero alguien tiene que hacerlo y luego la gente lo agradece. La población se queda libre de ellos. Nos los llevamos, y como puede ver se resisten.
—¿Por qué le han pegado a ese hombre? Solo quería hablar conmigo. ¡Es un conocido médico!
—Señora, le insisto que no se meta en este tema. Yo no sé si es médico o deja de serlo. Para mí ese tipo es solo un maldito judío. A mí me da lo mismo, no me concierne ¿Me comprende? Sólo cumplo órdenes.
—¿Y a donde los llevan? Eso sí podrá decírmelo.
—Bueno. No es de su incumbencia, pero que yo sepa tampoco es ningún secreto, así que se lo diré. Van a un nuevo campo de trabajo que se llama Auschwitz. ¿Ha oído hablar de él? Allí es donde los están agrupando para deportarlos. No queremos judíos en Alemania y, claro, se resisten a irse. Y ahora tengo que marcharme. Buenos días, señora. No se preocupe por ellos. Tampoco se lo van a agradecer.
Se quedó allí en pie viendo alejarse al grupo. El hombre corrió para alcanzarlos. Aquello no le parecía normal. Entre los que deportaban iban muchos niños, muchachas de apenas quince años, mujeres y ancianos, unas docenas de hombres, en total cerca de un centenar largo de personas. Le resultaba difícil creer lo que estaba viendo. ¿Era así como se estaban librando de los judíos? Ella creía que los invitaban a marcharse a otros lugares. Que los trataban de otra manera. No que los apalearan sin más, que a los niños y a las mujeres los arrearan como si en lugar de seres humanos fueran solo ganado. Aquello no podía suceder en un país como Alemania. Pensó en llamar a Joachim, pero no sabía dónde se encontraría en aquellos momentos. De pronto se sintió indignada y profundamente decepcionada. Regresó a «Elmen» dándole vueltas a la cabeza. Luego siguió con sus preparativos. El tiempo se le estaba echando encima. A pesar de ello los siguientes días no podía quitarse aquellas imágenes de su cabeza. Luego, tal y como había prometido, llegó Joachim. Ella quiso hablarle de lo que había presenciado. Él cambió de conversación. Se resistía a hablar del tema.
Joachim Gessner llevaba allí tres días y desde que había llegado daba la impresión de ser un hombre feliz. Le había dicho a Constanze que la amaba, y que serían felices. Le aseguró que la guerra acabaría muy pronto, y a él lo nombrarían gauleiter en el norte de Prusia. Había solicitado Lübeck, así que podrían residir muy cerca de «Elmen» donde irían a pasar los fines de semana, ya que a él también le encantaba la tranquilidad del campo. Le prometió que ella seguiría gozando de la misma libertad. Todo iría sobre ruedas. Solo cuando ella consiguió contarle lo que había presenciado en Travemünde se puso tenso. De nuevo se negó a contestar y cambió de conversación. Ella desistió decepcionada.
El día anterior a la boda llegaron algunos invitados. Una pequeña revolución teniendo que atender a todo el mundo. El fontanero del pueblo arreglando unos aseos que llevaban tiempo sin utilizarse. El jardinero trayendo flores a última hora.
Para entonces Joachim Gessner apenas recordaba a Hannah Richter. En aquellos momentos pensaba que no habría podido ser feliz con una mujer como aquella. Una sabelotodo insoportable comparada con Constanze von Sperling, una mujer muy diferente, una aristócrata de la cabeza a los pies, elegante, discreta y comprensiva, a pesar de que la encontraba nerviosa probablemente por la boda. Después de todo, había salido ganando. En cuanto a la fortuna de los Sperling no le importaba, él tenía su propio patrimonio y lo que vendría. Junto a un grupo de gente importante, entre los que por supuesto se hallaban Himmler, Heydrich, Amann, Goering, y una docena de personalidades, también su hermano Stefan, estaban adquiriendo a precio de saldo importantes industrias y propiedades que habían sido requisadas a judíos, a nombre de compañías interpuestas, ya que sus abogados les habían advertido que sería mejor si luego alguien quería demandarles en el extranjero. Por supuesto todo era legal. Los empresarios y propietarios judíos firmaban las escrituras de venta ante notario, y se les compensaba tal y como marcaba la ley. Podría ser que no fuese el precio que valían, pero, al fin y al cabo, por bajo que fuera, era un precio justo. Después de todo a ellos no iban a servirles de nada. Estaban siendo expulsados de sus madrigueras y llevados a donde tendrían que haber estado siempre, a los guetos y campos de trabajo, incluso algunos conseguían marcharse al extranjero para no volver. En cuanto a la mayoría, en eso él también intervendría. Por otra parte los judíos deberían compensar a Alemania todo aquello que durante tantos años habían esquilmado, abusando de los ingenuos y pacientes alemanes. Lo natural y lógico era que las empresas e industrias siguieran produciendo, aunque eso sí, controladas por buenos patriotas. Que los almacenes, casas, pisos, terrenos, volvieran a ser alemanas. A manos de personas con cabeza que supieran gestionarlas. Como él, cada día más cerca de la cúpula.
El propio Himmler, que iba a asistir a la boda, y con el que cada día estaba más de acuerdo, había tenido una larga conversación con él unos días antes. Le hizo llamar a su despacho y le dijo que había leído su currículo y que algo en él le había llamado la atención. Se trataba de algo muy delicado, y quería encargar el trabajo a personas muy cercanas que trataran el asunto como expertos y siempre con absoluta discreción. ¿Le interesaría colaborar en el tema del programa de investigación y desarrollo de los gases venenosos? Solo querían que realizara un estudio y una recopilación de su utilización, sus posibilidades, antecedentes históricos, utilización en la Gran Guerra, todo lo que hubiera en relación a ellos. Estaban pensando en llevar a cabo una definitiva «limpieza de alimañas». ¿Lo entendía? Le hizo un guiño de complicidad. Añadió que tendría que colaborar con un experto, un tal Christian Wirth, uno de los especialistas de la Gestapo. Claro que lo entendía, y asintió complacido de la confianza que el Reichsführer mostraba. Himmler le dijo que contaba con él, y que ya ampliaría aquella iniciativa, mientras le sonreía. Aquello le había demostrado que ya no tenían secretos para él. Terminó asegurándole que su esposa Margarete y él asistirían a su boda en Elmenhorst con mucho gusto, mientras le daba unas palmaditas en el hombro.
Él no contraía matrimonio por interés. Solo deseaba casarse con aquella hermosa mujer, que se convertiría en su fiel compañera durante el resto de su vida, alguien de la que sentirse orgulloso en las recepciones, las fiestas, las invitaciones durante los fines de semana, una auténtica prusiana, como ellos los Gessner. Pensaba en todo lo bueno que iba a ofrecerles el Tercer Reich a partir de entonces. Aunque si algo tenía claro era que con una mujer no se podía hablar de política.
El día siguiente llegaron los invitados sorpresa. Por supuesto su hermano preferido, Stefan, y algo más tarde nada menos que el mismísimo Joseph Goebbels y su esposa Magda. Después Heinrich Himmler y Margarete, y algo más tarde Hermann Goering y su mujer, Emmy. Con ellos llegó incluso un fotógrafo enviado por Hoffmann. Los tres matrimonios dormirían en «Elmen» aquella noche, y al día siguiente tras desayunar volverían a Berlín. Joachim estaba algo tenso por la responsabilidad de que todo saliera bien, aunque era un gran honor y un prestigio para ellos que hubieran aceptado ir hasta allí. Habían volado en sendos aviones desde Tempelhof hasta el aeródromo de Travemünde, donde los habían recogido sus coches oficiales. Para Constanze fue una inesperada sorpresa, y tras saludarlos se encerró un rato en su dormitorio. Se sentía muy molesta con Joachim. No esperaba aquello. Cuando le había dicho que debía reservar tres dormitorios creyó que vendrían los tres hermanos de Joachim con los que hacía tiempo que no se hablaba. ¡Pero los máximos líderes del partido nacionalsocialista tras el Führer! ¡No le hacía ninguna gracia cruzarse con ellos por el pasillo! Le había pedido a Joachim una ceremonia íntima y una pequeña celebración, y no aquello. No estaba preparada para una boda que irremediablemente aparecería en los periódicos, ya que con Goering apareció uno de los fotógrafos de Hoffmann. Podía entender la ambición de Joachim, pero aquella situación la desbordaba y había roto el encanto bucólico y familiar que ella había pretendido.
Sin embargo cuando se fue calmando, comprendió que no podía hacer otra cosa que aceptar la situación y sonreír. Se vistió ayudada por Marie, la hija mayor de Stadler, con la que tenía la confianza de haberla conocido desde pequeña. También había ido un peluquero que estaría allí todo el día, a disposición de las señoras, ya que todo el mundo conocía el viento del lugar, aunque el día se había levantado sereno y soleado. Después, se reunieron en el vestíbulo para hacerse unas primeras fotos, y luego fueron caminando hasta la capilla, como si estuvieran dando un largo paseo. El lugar era realmente precioso. El cura luterano los aguardaba en la puerta, los saludó uno a uno, y entraron todos, ya que no llegaban en total a cincuenta personas. Algo más de lo que ella había planeado. Allí, en primera fila, estaban Goebbels, Himmler y Goering, acompañados de sus esposas. Los tres vestían de uniforme del partido luciendo sus insignias y medallas, ellas lucían traje largo. Detrás el resto de invitados, algo cohibidos por los personajes del régimen. El único que no llevaba pareja era Stefan, que iba de uniforme. Había ascendido a general de brigada y únicamente llevaba colgada la Cruz de Hierro de primera clase, conseguida en la Gran Guerra. El sol penetraba por las ventanas alargadas y creaba en el interior una placida atmósfera. Al acabar la ceremonia, ya como marido y mujer, se besaron, y los invitados aplaudieron sonrientes y felices.
Volvieron a «Elmen» paseando. Magda Goebbels le dijo entusiasmada que aquella ceremonia le había parecido encantadora. Todos parecían contentos y felices. Las mesas colocadas en el amplio salón delantero con vista al mar habían sido puestas exquisitamente, con la vajilla de gala con el escudo dorado de la casa von Sperling, y la antigua cubertería de plata, con la que más de una vez había almorzado Bismarck, cuya foto acompañado del barón von Sperling se hallaba en un marco de plata en el vestíbulo.
Constanze quería olvidar su enfado, ser feliz aquel día, que nada empañara el recuerdo del que tendría que haber sido el día más importante de su vida. Poseía una gran sensibilidad, una enorme intuición, un espíritu libre. Todo fue bien hasta que en la larga sobremesa alguien mencionó de pasada lo sucedido a los judíos de la región. Fue como si una nube negra hubiese cubierto el sol en un instante. Precisamente fue Angélica von Schönhausen, que al igual que ella, había presenciado como los trataban, la que manifestaba su total desacuerdo con su vecino de mesa. Joachim intentó vanamente cambiar de conversación. Aquel era un tema incómodo y más en aquel momento en que debía hablarse de fruslerías y chismorreos, bromear con unos y otros sin profundizar en nada, bebiendo el magnífico champán de la victoria sobre el enemigo ancestral. Tan solo eso. Pero Angélica, tal vez a causa de su proverbial ingenuidad, insistió en el tema. Dijo que le parecía una barbaridad tratar de aquella manera a seres humanos, sin distinción ninguna. Ya fuesen alemanes o judíos. Así lo remarcó.
Goebbels levantó la mirada de su plato parpadeando. Desde hacía un rato parecía absorto estudiando el recargado escudo de la familia von Sperling de su plato. Constanze se dio cuenta de su mirada glacial y su gesto rígido. El hombre de confianza de Hitler, ministro de propaganda y cabeza pensante del régimen, no podía dar aquella afirmación por buena.
—Querida señora von Schönhausen. Perdone mi atrevimiento al corregirla. Está usted muy equivocada en el fondo de la cuestión. Se lo voy a aclarar si me lo permite. No se trata de seres humanos. Solo son judíos «untermensch», infrahumanos. Incluso los definiría mejor: seres que parecen humanos. ¡Pero no se deje engañar! Igual ocurre con los gitanos y otros como ellos. ¡No se sabe de dónde han venido, ni lo que están haciendo aquí! ¡Esos judíos son los responsables de gran parte de los problemas de nuestro país! Permítame que le diga que estamos actuando para evitar que contaminen a los verdaderos alemanes, y le aseguro que el Reich tiene todo el derecho del mundo a tratarlos como lo que son, alimañas.
—¡Pero, señor Goebbels! ¡Eso no es exactamente así! ¡Todos somos hijos de Dios, y ante todo son personas! ¡No puedo creer que hable usted en serio! Mire. Vi como trataban a los niños y a sus madres. Una verdadera crueldad. ¿Qué tiene que ver que sean judíos? ¿Explíqueme cómo pueden ser infrahumanos los médicos, los profesores de filosofía, los escritores, los comerciantes que estaban siendo deportados? ¡Eso no tiene ningún sentido! ¡Si quiere que le diga la verdad, lo que el otro día pude presenciar en Travemünde es repugnante y cobarde! ¡Tuve la sensación de que se trataba de una pesadilla! ¡Eso es lo que están ustedes consiguiendo! ¡Que lo ciudadanos normales crean estar viviendo una verdadera pesadilla!
Constanze observaba erguida en su silla junto a Joachim. Ella estaba totalmente de acuerdo con su amiga. Admiraba su valor al decir las cosas como las sentía, y más a quien se las estaba diciendo. Nada menos que a gran parte de la cúpula nazi, a la cara. Ella había pensado lo mismo en Travemünde pero no había sido capaz de expresarlo con tanta claridad.
En aquel momento notó como la frente de Joachim enrojecía, temió que pudiera contestar con alguna barbaridad, hasta que de pronto estalló:
—¡Por Dios santo, Angélica, un poco de respeto! ¡Esos repugnantes judíos no van a amargar nuestra boda! ¡Olvídalos por favor! ¡De todas maneras ya nos estamos librando de ellos! ¡Solo la gente sin dos dedos de frente los defiende! ¿Es que no puedes entender que le estamos haciendo un gran favor a los alemanes del día de mañana? ¡Qué te pueden importar unos judíos! ¡Eso solo demuestra, y perdona, un gran infantilismo por tu parte!
Angélica von Schönhausen no se tragó el sapo. No estaba dispuesta a escuchar como la ofendían. Se levantó muy digna mientras se dirigía a ella.
—Lo siento, querida, pero debo marcharme. No puedo permanecer aquí escuchando sandeces. Va contra mis principios y ofende mi inteligencia.
Himmler estaba incómodo. Se dirigió a ella sin levantarse, aunque habló fríamente, sin levantar la voz:
—Debería ser usted más prudente, señora Schönhausen. La que está ofendiendo los principios del nacionalsocialismo es usted, con esas manifestaciones fuera de tono, y le advertiré que eso hoy en día puede resultar peligroso. No se lo vamos a tener en cuenta por deferencia a nuestros anfitriones, al día que estamos celebrando, y porque es usted una mujer alemana, pero le ruego que no vuelva a insistir sobre el tema. Le aconsejaría que leyera «Mi lucha», tal vez aprenda algo acerca de nuestros valores y principios. ¡Ahí podrá encontrar el verdadero pensamiento alemán! ¿Me ha comprendido?
Los von Schönhausen no se dejaban intimidar fácilmente. Angélica descendía de una estirpe de prusianos acostumbrados a salirse con la suya, y a que nadie les llamara la atención en público. Al igual que Constanze, no sentía la menor simpatía por judíos y gitanos, pero menos aún comulgaba con ruedas de molino, y mucho menos aceptaba que la amenazasen.
—¡Señor! ¡Es usted un insolente! ¿Pero con quién se cree usted que está hablando? ¡Claro que soy una verdadera alemana! ¡Además soy doctora en historia y filosofía por Heidelberg, así que no va usted a convencerme con patrañas! ¡Lo que yo pude ver con mis propios ojos fue un verdadero oprobio para los que nos consideramos alemanes, y no conseguirá usted convencerme de lo contrario! ¡Tratar así a mujeres y niños! ¡A hombres indefensos! ¡Un escarnio y una vergüenza!
Angélica von Schönhausen estaba fuera de sí, lo que no le sucedía con frecuencia. Caminó muy digna hacia la puerta del salón. Constanze intentó levantarse para ir tras ella, pero Joachim se lo impidió.
—¡Siéntate, Constanze, te lo ordeno! ¡Esa mujer es una estúpida!
Sus palabras resonaron como un latigazo en el gran comedor, en el que se respiraba una enorme tensión. Goering miraba al techo sin querer entrar en el asunto. Goebbels parecía muy molesto, aunque contenido, mientras que el Reichsführer Himmler hacía un esfuerzo por beber su copa de champán.
El encanto se había roto definitivamente, y se había entrado en una difícil situación. Las sonrisas eran forzadas, mientras las esposas de los líderes nacionalsocialistas intentaban contemporizar. Constanze se sentía enfadada y humillada, notaba que estaba a punto de que se le escaparan las lágrimas. La reacción autoritaria y fuera de tono de su esposo la había defraudado. Se había dado cuenta de que por encima de cualquier otra cosa, aquel hombre estaba sometido al poder representado por aquellos tres jerarcas del partido que jamás tendrían que haber estado allí, y que no movería un dedo para no comprometer su situación.
De pronto fue plenamente consciente de su terrible error. ¡Tendría que haberse dado cuenta antes de aceptarlo como esposo! ¡Qué imprudente y tonta había sido! Murmuró que iba a empolvarse la nariz y se levantó. Caminó hacia la puerta casi corriendo. Los invitados la observaron inquietos. También Joachim, que no deseaba un espectáculo el mismo día de su boda. Alguna vez habían discutido, como todas las parejas de novios, ¡pero justo en aquel momento! Era consciente de que aquello podría cambiar muchas cosas.
—¡Ah! ¡Las mujeres! ¡Son demasiado sensibles! ¡No entienden la necesidad de algunas cosas! —intentó sonreír para quitarle hierro al asunto—. Sigan ustedes por favor, voy a recuperar a la novia. Será solo un momento. Ahora bajamos. Ya saben, los nervios y todo eso.
La encontró en el dormitorio. Tuvo que hacer un esfuerzo de voluntad para no golpearla. Constanze lo miró fríamente.
—¡No vuelvas a prohibirme nada delante de nadie! ¡No permito que me trates con ese tono!
Joachim se acercó intentando controlarse. Estaba a punto de golpearla.
—Constanze. ¡No puedes montar este espectáculo justo hoy! ¿Pero qué te pasa con los judíos? ¡Que más te dan! ¡Siempre me habías dicho que había demasiados y que no te caían simpáticos! ¡Es una labor dura e ingrata, pero absolutamente necesaria! ¡No te dejes engañar por una situación concreta! ¡Es Alemania la que está en juego!
—Joachim. ¡No me vengas con monsergas políticas! Por otro lado tendré que agradecer al repugnante tipo de la porra del otro día que me abriera los ojos. ¡Nunca hubiera pensado que las cosas fueran así! ¡Qué vergüenza! ¡Pero es que habéis perdido el juicio!
—¡Bien, lo que quieras! ¡Ahora no vamos a discutir sobre ese asunto! ¡Haz el favor de bajar conmigo y sonreír! ¿Pero es que no te das cuenta de lo que nos estamos jugando? ¡Tenemos como invitados nada menos que a los que mandan en este país, y a ti no se te ocurre otra cosa que ofenderlos en tu propia casa!
Constanze negó con la cabeza. Se sentía verdaderamente cansada y defraudada.
—No, Joachim. Lo siento, pero no pienso volver a bajar. Acabo de darme cuenta que este país está equivocado. Baja tú si quieres y dales la excusa que se te antoje, diles que tengo una enorme jaqueca. ¡No tengo nada que ver con esa gente! Reconozco que estaba equivocada.
Joachim Gessner intentó persuadirla, pero no pudo convencer a su esposa de que bajara. Aquello podría perjudicar gravemente su carrera. Lo intentó por todos los medios, amenazó con divorciarse, incluso le suplicó. Pero Constanze permaneció impasible.
Al final sabiendo que pasaba el plazo prudencial para volver con sus invitados, Joachim bajó al comedor con cara de circunstancias, anunciando que Constanze se encontraba indispuesta. Magda Goebbels miró sin disimulo a Margarete Himmler y a Emmy Goering. Murmuró algo a su marido en una aparte. Un rato más tarde Goebbels le dijo que había surgido algo inesperado en Berlín, y que sintiéndolo mucho no podían quedarse hasta el día siguiente como estaba planeado. Debían marcharse de inmediato. El resto de invitados era de confianza y estaba al corriente de lo que sucedía, se miraban los unos a los otros en silencio. Era una situación tan inesperada y violenta que todos miraban al techo, y como si el cielo se hubiera confabulado comenzó a llover intensamente. Goebbels, Himmler y Goering subieron a sus coches respectivos acompañados de sus esposas y sin apenas murmurar un despido se marcharon con dirección al aeródromo, mientras sus doncellas recogían sus efectos personales en la planta superior.
Joachim estaba pasando el peor momento de su vida. La fiesta había acabado. El resto de los invitados se disculparon y se fueron marchando discretamente, solo Stefan acompañaba a su hermano como una sombra. Era como si la boda se hubiera transformado en un duelo.
A las siete de la tarde Stefan y Joachim Gessner se marcharon en el automóvil del primero con dirección a Berlín. Ambos serios y concentrados, metieron sus maletas en el coche en silencio. Los pocos invitados que quedaban desaparecieron. A las nueve volvió Angélica von Schönhausen. Alguien la habría llamado informándola de lo sucedido, y venía para hablar con su amiga Constanze, quería pedirle excusas ya que se consideraba en parte responsable de lo ocurrido.
Encontró a Constanze bajando las escaleras. El gran salón estaba silencioso, el comedor seguía con la mesa tal y como la habían abandonado los invitados. Fuera la tormenta arreciaba y había oscurecido. Los relámpagos iluminaban un instante con su luz espectral. Un extraño tiempo para agosto. Angélica preocupada abrazó a su amiga.
—Querida. Me siento avergonzada. Sé lo que ha ocurrido, y cómo saliste en mi defensa. Lo siento mucho, fui imprudente. Perdóname.
Constanze negó con la cabeza.
—No ha sido culpa tuya, Angélica. Simplemente las cosas no eran lo que yo creía. Estaba ciega, totalmente equivocada. Joachim me ha defraudado, y prefiero que haya sido hoy mejor que mañana —intentó bromear—. Gracias a Dios no ha ocurrido nada irreparable —sonrió—. Esos tres nazis no tendrían por qué haber estado aquí, pero Joachim antepuso su ambición a mis deseos. Ahora tanto tú como yo hemos podido ver la realidad que nos están ocultando. Esa gente no está actuando como los políticos que necesita nuestro país, sino de una manera sectaria y atroz. Yo también pude ver como deportaban a los judíos de Travemünde y sentí vergüenza de ser alemana. ¡Imagínate lo que estará pasando en el resto de Alemania! Si los tratan de esa brutal manera en plena ciudad, a la luz del día, ¡qué estarán haciendo con ellos en esos campos de concentración!
—Yo pienso lo mismo. Por ese motivo no permanecí callada. Aun así lo siento. He estropeado el día de tu boda, y eso no me lo perdonaré nunca.
—No querida. Muy al contrario. Nunca debí aceptar casarme con alguien como Joachim. Debes saber que he tomado la decisión de pedir la nulidad. El pastor lo ha presenciado todo y podrá testificar si fuera preciso. Es una decisión irrevocable. No deseo vivir con él. ¡He cometido un grave error! Es como si de pronto se hubiera corrido un velo y me hubiera permitido ver la realidad. Así que no te preocupes, en el fondo me has hecho un gran favor.
Cuando Angélica se marchó, Constanze comenzó a recoger la casa junto a Stadler y su familia. Quería hacer desaparecer las huellas de la fiesta de bodas cuanto antes. Aquel festejo se había transformado en una pesadilla que le había abierto los ojos a la realidad de lo que estaba sucediendo en su país. No le importaban las consecuencias personales. En aquel momento era lo que menos le preocupaba. De pronto se daba cuenta de que había estado a punto de cometer un irreparable error. De hecho estaba casada con alguien por el que de pronto no sentía otra cosa que desprecio. Ella también era responsable, como tantos alemanes que por muchos motivos permanecían callados. El exceso de prudencia, el conformismo, la duda, la falta de información, los prejuicios de tantos años de hipocresía y mentiras, y sobre todo el miedo a las consecuencias, estaban consiguiendo que Alemania permaneciese inmóvil.
Mientras iba colocando las cosas en su sitio, volviendo a recuperar el ambiente natural de la casa, tomó la decisión de aprender más sobre aquellos judíos. ¿No estarían siendo manipulados por los nazis para desviar la atención de otros problemas? ¿No serían las cabezas de turco de la situación? Volvió a ver la imagen del sicario golpeando brutalmente al médico aquel que solo pretendía acercarse a ella, los niños llorando asustados, desconcertados, sin entender lo que estaba sucediendo. ¿Dónde los habrían llevado? Pensó que no se quedaría tranquila mientras no supiera qué había sido de ellos.
Sus anteriores prejuicios acerca de los judíos estaban siendo sustituidos por otros sentimientos. Ella siempre había creído que las cosas eran como se las habían contado. Nunca las había puesto en duda. Pensó que ya era tiempo de comenzar a comprender la verdad. También sobre aquel extraño régimen político que tenía subyugados y alienados a los alemanes, bajo la bota de un individuo sin categoría humana como Hitler, alguien que había caído sobre el panorama político sin que nadie supiera de donde procedía, ni cuál era su formación, impartiendo radicales teorías que estaban transformando el país en un lugar bien distinto. Había creído que sus compatriotas, los verdaderos alemanes, eran y pensaban de otra manera, aunque en los últimos tiempos, la delación, la ambición de muchos, los falsos mitos, estaban consiguiendo cambiar a la gente, sacando lo peor de cada uno, destruyendo la realidad y sustituyéndola por algo diferente y terrible. Ella no iba a permanecer impávida, aguardando a que un grupo de advenedizos destruyera los principios morales y la verdadera historia de su país.