90. LA HUIDA

(VIENA-FELDKIRCH, MARZO DE 1940)

El día que Paul Dukas cumplió sesenta años comprendió que su vida había cambiado dramáticamente. Dos meses después de la anexión de Austria, los alemanes ocuparon sin más su mansión de Grinzing para convertirla en la residencia del jefe nazi en Viena. No había tenido oportunidad de llevarse nada, ni un solo libro, ni sus efectos personales, trajes, ni siquiera coger un pijama y su ropa interior. Nada. Ni el «Mercedes», ya que cuando ocuparon su casa el coche se encontraba averiado en el garaje. Todo se había quedado allí, sus recuerdos de toda la vida, su valiosa colección de relojes de pulsera de la que se sentía orgulloso, y una importante cantidad de dinero en efectivo, en la caja fuerte. Su mayor problema era el pasaporte, también dentro de la caja, escondida tras un falso tabique en el sótano. Confiaba en que no dieran con ella y que en algún momento aquella pesadilla terminara. No podía hacer nada, ya que en el mismo momento en que se presentara allí para reclamar lo que era suyo le pegarían un tiro. Era lo que estaba sucediendo con los judíos que les hacían frente, para terminar con los problemas.

Todo estaba yendo a peor, y no solo para él. Era como si la sociedad se hubiera dislocado. Los valores ya no tenían sentido. Su título de doctor en medicina, especialidad en neurología y psiquiatría, ya no valía nada. No le permitían pasar consulta en el hospital, ni atender a pacientes que no fueran judíos en su consulta privada. No podía dejar de meditar en como las cosas se le habían puesto en contra, justo en los momentos en que creía haber alcanzado la estabilidad financiera y social, que le permitía codearse de tú a tú con la clase alta. No solo era él. El mismísimo doctor Freud había tenido que huir a Gran Bretaña, escapando de los nazis en el último instante, gracias a su prestigio internacional y a sus buenas relaciones con personajes muy importantes. No era su caso. Estaba comprendiendo que tendría que luchar si quería sobrevivir. De momento su exmujer, Eva Gessner le había dicho que podía utilizar el piso de su hermana María por un tiempo, ya que María estaba viviendo con ella. Al menos allí estaba a cubierto, aunque sabía que debía ir con cuidado, ya que muchos vieneses estaban presentando denuncias para librarse de sus vecinos judíos, y conseguir que sus parientes o amigos se hicieran con buenas casas en el centro sin costo alguno, o solo por puro egoísmo, o para mostrar su sumisión al nuevo régimen. Solo era preciso mostrar el carnet de afiliado al NSDAP para conseguirlas.

Como psiquiatra siempre había tenido la intuición de que el amor y el odio se engendraban en el mismo lugar del cerebro. En aquellos extraños días el odio y la violencia prevalecían sobre la razón, como si el tiempo se hubiese invertido y fuese en sentido contrario, de vuelta a otras épocas. Sin embargo, en su gran mayoría, sus antiguos compañeros de profesión se mostraban satisfechos por el cambio, ya que todos los profesionales que no fueran austríacos o alemanes, germanos de sangre según las leyes raciales, habían sido expulsados sin más de sus consultas, bufetes, cátedras y estudios.

Recordaba su vida anterior como un sueño inalcanzable que no podría recuperar al menos en Viena. La realidad se le había echado encima, justo cuando ya tenía hasta la reserva hecha para emigrar a los Estados Unidos. La casa de Grinzing estaba apalabrada a un conocido, pero se había echado a atrás alegando que mientras no la desocuparan los alemanes no cerraría el trato. Bien era cierto que la venta era por un precio que no llegaba a la tercera parte de lo que le había costado cuando la construyó, pero en aquellos momentos esa cantidad para él era mucho dinero, y habría podido comenzar de nuevo. A pesar de sus sesenta años no le preocupaba la edad, ya que los psiquiatras solían ejercer su profesión durante toda la vida. Solo sentía una profunda desazón al pensar en su situación cuando en aquellos momentos podría estar en Nueva York, abriendo su consulta. Allí hubiera sido alguien acreditado; nada menos que doctor en psiquiatría por Viena. Mientras que en Viena se había trasformado en una mezcla entre fugitivo y vagabundo, sin otra cosa que hacer más que evitar caer en las redadas que los nazis llevaban a cabo permanentemente en la ciudad.

No existía diferencia alguna entre él y aquellos otros que cínicamente siempre había llamado «los parientes». Aquellos hombrecillos con sombreros judíos, que hablaban en yiddish. Descubrió con enorme amargura que ya no valían de nada sus títulos, su educación, su refinado acento, su elegante modo de vida, no haber pisado una sinagoga desde que era niño. Para los nazis solo era otro judío. Uno más entre los que consideraban poco más que alimañas que debían exterminar siguiendo su particular biblia, «Mein Kampf». Ya no había duda alguna, al menos para él, de hasta donde pretendían llegar en su campaña contra los judíos. Hitler lo había dejado muy claro. Aniquilación total. Y era evidente que todos sus cómplices y secuaces estaban por la labor. Salvo excepciones, la mayoría de los austríacos y alemanes parecían estar muy de acuerdo en que los judíos sobraban. No parecía importarles lo que pudiera ocurrirles, ni a donde los llevaran, ni lo que algunos murmuraban, con el temor de que la Gestapo pudiera escucharles, sabiendo que los estaban asesinando. Su barbero de toda la vida se consideraba el hombre mejor informado de Viena, y fue el primero que le advirtió que no se trataba de una expulsión, ni una deportación. A los judíos que cayeran en manos de los nazis solo les aguardaba la muerte.

Ese era el motivo por el que quería escapar lo antes posible. Al menos sus hijos lo habían conseguido, por lo que sabía su hija se hallaba en Tesalónica, fuera del alcance de los nazis, y su hijo en Suiza o en Francia. Al menos eso era lo que Selma le había explicado, según la carta que Jacques había dejado el mismo día de la ocupación de Austria por los alemanes. Él en cambio, el número uno de su promoción, el hombre que lo sabía todo, que tenía respuesta para todo, que investigaba el alma humana, se había quedado allí, convencido de su absoluta inmunidad, sin comprender que se le había hecho tarde a pesar de haber visto personalmente lo que estaba sucediendo en Alemania.

Estaba en contacto con un pequeño grupo de personas con los mismos problemas que él. Todos en la misma situación, asombrados, sin poder dar crédito a aquella oscura realidad. Gentes como los Bloch-Bauer, los Salomon, los Salatsch, los Bernstein, tantos otros, muchos apellidos ilustres de la ciencia, la medicina, las artes, la música. Todos ellos queriendo huir a toda costa. A él, los Bloch-Bauer le habían prestado cincuenta mil marcos, una verdadera fortuna. Una parte en brillantes de primera calidad, tallados en Amberes. Algo de gran valor fácil de esconder, que cualquier experto podría valorar. Los llevaba en el tacón de su bota, que siempre llevaba, sabiendo que en cualquier momento podrían detenerle y enviarle a cualquier campo de concentración. No se hacía ilusiones. En algún momento tendría que devolver aquel dinero, que en un momento de su anterior vida no significaba mucho para él, pero que en aquellos momentos podría salvarle. Ahora comprendía que los cuadros de firmas adquiridos a lo largo de los años, los muebles exquisitos, las mansiones, los automóviles de lujo, todo aquello no era más que una pesada carga. Él, que se tenía por perspicaz, por un hombre informado, no había sabido comprender lo que venía. Ahora iba a pagar duramente por ello.

Se reunían en la casa de Jacob Appelbaum, el mejor lugar para ello, en una casa elegante aunque sin pretensiones, situada exactamente en el límite del barrio residencial con un gran parque público, con calles poco iluminadas cuando oscurecía, y una entrada posterior que daba al mismo parque. Appelbaum seguía viviendo allí ya que en realidad la casa figuraba a nombre de su exmujer, una alemana de la que oficialmente se había tenido que divorciar para cumplir el trámite legal y no perderlo todo, aunque seguían viviendo juntos, lo que era sumamente arriesgado. Habían planeado salir en grupo cruzando los Alpes hacia Suiza. Pensaban que en aquel país, enseñando el dinero, les dejarían entrar. Para conseguirlo debían encontrarse en una aceptable forma física, y él, aun con su edad, se veía capaz de lograrlo. Lo que no podía aceptar era permanecer en Viena, pues eso hubiera significado rendirse.

Ni siquiera avisó a Eva de que dejaba el piso y que se iba. Simplemente depositó las llaves dentro de un sobre en el buzón. Habían pactado no decírselo a nadie, ni siquiera a los más cercanos. Eran ocho, todos hombres muy conocidos en Viena. Irían escondidos en un camión de mudanzas hasta Feldkirch. Desde allí, cruzando las montañas a pie, llegarían a Suiza algo antes de cruzar la frontera. Algo quizás excesivamente arriesgado pero al menos una esperanza. El camión llevaba un doble fondo con treinta y ocho centímetros de hueco, en el que podrían viajar tendidos sobre unas colchonetas finas, lo suficiente para atenuar la trepidación, encima en la plataforma irían pesadas cajas conteniendo libros y viejos muebles. La carga llevaría su guía de traslado. El conductor, Simón Steinmann, también judío, había trabajado como hombre de confianza para Jacob Appelbaum durante muchos años. Lo habían elegido ya que no aparentaba ser judío con su cabello rubio y sus ojos azules, herencia de un ancestral pasado familiar en el norte de Rusia, además de por su sangre fría y habilidades. Llevaba documentación falsa para el viaje que lo acreditaba como chófer de una empresa de mudanzas suiza. Todos eran conscientes de los riesgos, pero estaban dispuestos a asumirlos, convencidos de que la alternativa era aún peor.

Salieron de Viena el 15 de marzo a las siete de la mañana. Tuvieron el ánimo de gastarse bromas mientras intentaban colocarse con dificultades. Luego cuando el camión arrancó, casi de inmediato, a la insoportable sensación de claustrofobia que le impedía respirar se sumó la impotencia y el mareo. Olía terriblemente a gasóleo a pesar de la rejilla de ventilación delantera que podía cerrarse desde dentro. Todo ello le abrumó. Notaba a los otros junto a él, escuchó sus quejas y suspiros, pensó que alguno iría peor que él. Jamás en su vida había pasado por un trance como aquel. Uno de ellos vomitó y un insoportable olor acre invadió el cajón en el que iban. No quería pensar en lo que faltaba de viaje porque habría desistido. Llevaban una larga cuerda que comunicaba con la cabina para una emergencia. En varias ocasiones estuvo a punto de tirar de ella. El vehículo se detuvo. Escucharon como alguien hablaba con el conductor, le preguntaba que adónde se dirigía, qué carga llevaba. Notó cómo se abría la puerta posterior y alguien subía al interior. No le cabía la menor duda de que si daban con ellos los matarían. Aquello sucedió en cuatro ocasiones, y en todas ellas pensó que su final había llegado. Sin embargo un rato después el camión proseguía su interminable viaje. El traqueteo aumentó hasta que en un momento dado el camión se detuvo y el motor se paró. Solo se escuchaba el silencio cuando el conductor abrió el hueco. Se hallaban en mitad de un espeso bosque. Bajaron a orinar y a estirarse. Se observaron de reojo los unos a los otros, como si les diera apuro reconocer quienes eran. De pronto notaron que faltaba uno, el que iba al fondo, Abraham Rosenblum. No respondió a sus llamadas, creyeron que estaría desmayado. Steinmann se introdujo para tirar de él. Lo sacó inerte, yerto, con el rostro grisáceo, manchado de grasa y sucio por el polvo. Estaba muerto.

No habían contado con aquello. Uno de los hombres se vino abajo y comenzó a sollozar. El conductor les dijo que debían dejar el cadáver escondido entre la maleza. No tenían tiempo de enterrarlo. Lo arrastraron desde la pista de tierra hasta unos arbustos y lo dejaron detrás. Cuando regresaban el conductor volvió sobre sus pasos y se agachó sobre el cuerpo. Trajo el pasaporte, una bolsita que guardaba unos cuantos diamantes, un fajo de billetes suizos doblados, el reloj y el anillo. Se los entregó a él. Acordaron distribuirlos entre todos más tarde. Limpiaron con unos trapos los vómitos y volvieron a introducirse. De nuevo en marcha sintiendo el traqueteo terrible de la pista, hasta que volvieron a coger una carretera asfaltada.

Intentaba pensar en lo que había sido su vida hasta hacía muy poco tiempo. La veía como una película entrecortada, su infancia, su paso por la facultad, los años con Selma, la dulce Eva. En aquellos momentos podía comprender su soberbia. Notó como le corrían las lágrimas por el rostro. Nunca había creído que los enfermos mentales sufrieran tanto como le explicaban. Creía que exageraban sus males. En el oscuro y trepidante cajón podía comprenderlos. Era preciso descender a los infiernos para entender lo que ello significaba. Agotado, logró dormir un rato. Repitieron la operación de parar dos veces más. Se había orinado encima, y notaba la incómoda humedad, pero no importaba.

Volvieron a ponerse en marcha. Le dolía todo el cuerpo como si les estuvieran martirizando. No podía más, sin embargo el cansancio volvió a vencerle. Se despertó al detenerse el vehículo. Volvieron a escuchar voces fuera. Otra vez el chasquido al abrirse la puerta posterior. Debía tratarse de un control de carretera. Simón Steinmann explicaba que llevaba una mudanza a Feldkirch. Decía que era para alguien del partido, un tal Hans Webber. Al cabo de un rato el camión arrancó. Sintió un enorme alivio. De nuevo habían conseguido librarse. La suerte podría acabárseles en cualquier momento. Era noche cerrada cuando llegaron a las afueras de Feldkirch. Allí les aguardaba Chaim Oldman, pariente de Abraham Rosenblum.

Le explicaron lo sucedido: el hombre se cubrió el rostro con las manos. Le entregó sus objetos, el pasaporte, el dinero, los diamantes. Oldman dijo que se los daría a los hijos de Abraham. Los condujo a una casita de fin de semana. Aunque se trataba de un lugar aislado, como a dos kilómetros del pueblo, encendieron solo un quinqué, manteniendo los postigos cerrados.

Se asearon como pudieron, uno tras otro, mostrando estoicismo y solidaridad. Incluso pudieron ducharse con agua caliente. Cogió ropa limpia de la bolsa que cada uno llevaba. Oldman les había preparado una sopa caliente, pan, algo de carne. Aseguró que todo era «kosher». A él le daba lo mismo, y comió con apetito. Incluso uno tuvo el humor de contar un chiste de judíos miedosos que creían haber llegado al paraíso. Pensó que todo iba a salir bien. Cuando se acostó nunca hubiera pensado que una cama pudiera ser tan cómoda. Permanecerían allí hasta la madrugada. Entonces comenzaría la larga caminata ascendiendo y descendiendo las montañas. Eran solo veintitantos kilómetros, pero muy duros para todos ellos, ya no eran jóvenes. Calcularon que tardarían todo el día, y que tendrían que detenerse en varias ocasiones.

Se levantó dolorido a causa del viaje. En aquel momento no se veía capaz de conseguirlo pero tampoco podía rendirse. Salieron tras Chaim Oldman, quien debía guiarlos hasta el otro lado de la frontera suiza. Les advirtió que por aquella parte no solía existir una vigilancia especial por parte de los nazis, pero que tendrían que ser muy prudentes. Deberían caminar en absoluto silencio, y atender sus órdenes. Después se pusieron en marcha. Todos llevaban botas especiales para la nieve, menos él que dijo que con aquel calzado sería suficiente, también una pequeña mochila cada uno. El único que iba armado con un revolver era Oldman, probablemente el único que sabía dispararlo.

Tuvieron que detenerse cada hora para coger resuello. Era una continua ascensión sin pausa, que les obligaba a un esfuerzo continuo. No quería pensar en lo que le faltaba, ni siquiera si sería capaz de conseguirlo. Lo único que importaba era conseguir dar el siguiente paso. El día trascurrió muy lentamente. A mediodía ya no podían más. Estaban totalmente agotados. Oldman les permitió una hora de descanso. Les dijo que lo más duro ya había quedado atrás, que iban a conseguirlo. En aquel momento Jacob Salatsch anunció que no se veía capaz de dar un solo paso más. Pidió que lo dejaran allí. Dijo que se sentía avergonzado por interrumpirlos. Simón Steinmann comprendió que el hombre hablaba en serio y dijo que descendería para traer una especie de trineo, que conseguiría bajarlo de nuevo a la casa, luego ya estudiarían como salir por otro medio. Llevaba unos esquís cortos y lo vieron descender con rapidez. Llevaban una tienda de campaña y Oldman la armó hasta que Steinmann volviera. No podían dejar a Salatsch solo y a la intemperie.

Tres horas más tarde Steinmann se hallaba de vuelta. Para entonces, Salatsch tenía fiebre y era incapaz de dar dos pasos. Lo colocaron en el trineo y lo cubrieron con mantas. Oldman le dijo a Steinmann que avisara al médico judío que conocía en el pueblo. Se despidieron de ellos. Ya solo iban seis más Oldman. Comenzaba a darse cuenta de que habían medido mal sus fuerzas. No tenía la certeza de si lo lograrían, pues cada hora que pasaba hacía más frío, y ya estaban verdaderamente agotados. Aquella larga caminata hubiera resultado difícil hasta para personas en plenitud de facultades.

Sin embargo lograron llegar a un punto en el que ya se divisaba Suiza. El camino que les quedaba ya era cuesta abajo, aquello les animó y tras media hora de descanso descendieron con mayor ritmo. Todos iban en silencio, respirando profundamente mientras comenzaba a oscurecer. Apenas quedaban dos kilómetros para la línea fronteriza. Oldman parecía conocer muy bien la zona y caminaba animándoles. Llegaron a la línea que separaba Austria de Suiza cuando ya había oscurecido. Oldman sonrió por primera vez. Lo habían conseguido.

De pronto alguien les dio el alto. Se trataba de una patrulla fronteriza suiza. Dos guardias se acercaron a ellos esquiando con gran rapidez. Los iluminaron con linternas y les preguntaron si eran austríacos o suizos. Oldman les explicó que eran refugiados políticos, pero que tenían pasaporte austríaco y solvencia económica. Que no pretendían quedarse en Suiza, si no cruzarla para llegar a Francia. Los guardias dudaron.

En aquel momento ocurrió algo inesperado. Apareció otra patrulla desde el lado austríaco, como si estuvieran siguiéndoles el rastro. Se trataba de seis guardias de frontera, pero no eran austríacos sino alemanes. El teniente que iba al frente comunicó a los suizos que ellos se harían cargo, que se trataba de judíos que intentaban escapar del Reich para no ser juzgados por delitos económicos. Añadió que ya habían capturado a otros dos unas horas antes. Los suizos replicaron que aquella zona pertenecía a su país, y que por tanto su deber era conducirlos al puesto fronterizo. Los alemanes se negaron a aceptarlo. El teniente contestó que exactamente en el lugar donde se encontraban era aún Austria, el Reich, según mostraba el plano doblado que sacó del bolsillo de su parca. Era imposible comprobarlo a aquella escala.

Mientras él y los demás se habían dejado caer, anonadados, Oldman intentó protestar. Se dirigió al sargento suizo y le dijo que él conocía muy bien aquella región. Que la frontera se hallaba a más de doscientos cincuenta metros atrás, y señaló la lejana hilera de árboles que quedaba hacia el este. En aquel momento el teniente alemán sacó su pistola y le amenazó con pegarle un tiro si seguía hablando. Los suizos deliberaron unos minutos entre sí, como si dudaran ante la evidencia que les estaban mostrando los alemanes y decidieron ceder. A fin de cuentas ellos eran solo dos, y los alemanes seis y mejor armados. En un enfrentamiento por la fuerza no tendrían nada que hacer. Se encogieron de hombros y sin más se dirigieron esquiando hacia el oeste.

Paul no podía creer que aquello estuviera sucediendo. Estaba convencido de que los dos últimos días no eran más que una pesadilla muy real. Tampoco sabía lo que iban a hacer con ellos. Prefería que le mataran allí mismo antes de dar un solo paso más.

No fue preciso. Un camión oruga pintado de blanco apareció de improviso, dejando tras él profundas huellas en la nieve. Los alemanes les obligaron a subir a empellones y gritos. Sus esperanzas habían terminado.