89. EL HOMBRE DEL SIS

(BERLÍN, FINAL DE SEPTIEMBRE DE 1939)

Aquel viernes, a finales de septiembre, un mes más tarde de la firma del pacto en Moscú, Kurt comentó a su ayudante que iría un rato a la Universidad Humboldt. Era preferible advertir donde iba a estar, ya que Goebbels siempre quería tenerlo localizado. Además evitaba suspicacias. A las cuatro salió de la oficina y se dirigió a la Universidad en tranvía. Llevaba la corbata de lazo que usaba últimamente. Algo anacrónico, le había comentado su secretaria.

Era una bella tarde en la que comenzaba el otoño. Los tilos de la avenida comenzaban a amarillear y pronto perderían las hojas. Sin embargo en Varsovia ya había llegado el invierno, en forma de una tormenta de proyectiles y muerte. Por primera vez en su vida hacía algo importante por su propia voluntad, sin aguardar nada a cambio. Había corrido un gran riesgo al ir personalmente a la embajada para dejar el sobre, pero cualquier otra opción hubiera sido mucho más complicada e igual de peligrosa. El haber actuado con aquella decisión en apenas dos minutos no les había dado tiempo a reaccionar. Después habrían estado vigilando la embajada durante todos los días para comprobar si volvía. Pero había abandonado Moscú la madrugada siguiente. Por el momento no había tenido ninguna señal de que sospecharan de él, aunque no lo consideraba como definitivo. Se encogió de hombros. Muchos hombres estaban muriendo en el frente, en las ciudades polacas arrasadas, en los campos de concentración, por todas partes la gente asumía riesgos mortales sin otra recompensa que una bala perdida. Por otra parte aun en el caso de que NKVD lo hubiera reconocido, probablemente seguiría todo igual, estarían aguardando a que cayera en alguna trampa. Pero creía que en aquel momento los había cogido desprevenidos.

Se bajó en la parada frente a la universidad, los porteros ya lo reconocían, iba regularmente al acabar la semana desde que residía en Berlín. Se acercaba hasta allí para comprobar algo, buscar ideas, o tomar notas, también para apartarse un rato de todo lo demás. Cuando vivía en San Petersburgo también visitaba regularmente la biblioteca, y entonces aquella afición le había servido de mucho. Disponía del carnet de investigador especial del Reich, con el que podía entrar libremente en cualquier organismo público. La biblioteca Humboldt era un lugar asombroso, no solo por la cantidad y calidad de sus libros, también por la serenidad y belleza de su sala de lecturas.

Intuía que tarde o temprano iban a contactar con él según la nota que había entregado en la embajada de Gran Bretaña en Moscú. Había tomado un gran riesgo, pero después de todo eran gajes del oficio. Cogió un libro de la estantería más cercana al azar, se dirigió directamente al fondo de la biblioteca y tomó asiento. La sala estaba prácticamente vacía. Solo dos hombres de edad leían junto a la entrada. No se escuchaba el menor ruido. Lo mejor de los viernes por la tarde era que los estudiantes y profesores habían dado su jornada por terminada.

Había elegido «La Roma legendaria» de Tito Livio. Lo abrió al azar y leyó: «muy pocos de los senadores atienden a los intereses de la república, y la mayoría apoyan al uno o al otro, según el partido que habían tomado por razones personales o de influencia». El mundo seguía siendo el mismo lugar lleno de ambiciones y pasiones humanas. El texto le absorbió. Cuando levantó la cabeza vio a un hombre de mediana edad, barba recortada, corbata de pajarita, traje gris, que caminaba hacia donde él se encontraba. Adivinó que aquel hombre era el agente británico del SIS antes de que llegara junto a él.

—¿Israel?

El hombre pronunció el nombre mientras le miraba a los ojos.

—Israel Zhitlovsky —contestó asintiendo.

El hombre de la pajarita pareció aliviado mientras se presentaba.

—Hugo Gottfried, encantado. ¿Le molesta si me siento con usted? Gracias. ¿Tito Livio? Winckelmann decía de él que era el clásico por excelencia. ¡Ah! «La Roma legendaria», un libro sereno, maduro, culto y excelente. Le felicito por su elección. ¿Qué hay de nuevo señor Zhitlovsky?

Kurt corrió el libro hacia el hombre, asomaba una esquina del sobre que acababa de introducir conteniendo su informe. No esperaba ninguna recompensa, no podría tener ningún reconocimiento. Solo la satisfacción de saber que estaba haciendo lo que quería hacer y de apoyar a los que creía que debía. Nada más. Era suficiente.

El hombre que se hacía llamar Hugo Gottfried movió la cabeza asintiendo. Se metió el sobre cerrado en el bolsillo interior de la chaqueta. Sonrió.

—Señor Zhitlovsky. Me encantaría verle por aquí de vez en cuando. Creo, como Tito Livio, que nadie luchará por unos tiranos soberbios. Hasta otro día.

El hombre se levantó haciendo una leve inclinación de cabeza. Caminó unos pasos por el pasillo. De pronto se volvió.

—Le mandan recuerdos de la isla. Agradecen mucho el detalle. Solo quería que lo supiera. Adiós.

Se quedó un rato más leyendo a Livio. Se levantó, salió de la sala y retiró el libro en el mostrador de préstamos. Quería leerlo despacio.