87. EL PACTO SECRETO
(MOSCÚ, 26 DE AGOSTO DE 1939)
Joachim Gessner estaba bien informado. Conocía los detalles de todo el asunto de la «Operación Caso Blanco», la programada invasión de Polonia, considerada alto secreto, aunque en el entorno de la cancillería todo el mundo hablaba del tema. Por supuesto también él. Goering, con el que cada día tenía más confianza, le habló de lo que se estaba preparando un mes antes, a finales de julio. Después se dio una fecha para explicar la situación a los generales de la Wehrmacht, la inevitabilidad de una guerra con Polonia. Lo único que faltaba era firmar un acuerdo con la Unión Soviética. Ese era el quid de la cuestión.
Finalmente lo habían incluido en el séquito de von Ribbentrop a Moscú por varios motivos: desde hacía años mantenía una relación de amistad con el embajador alemán en el Kremlin, hablaba muy bien el ruso y era uno de los hombres de confianza de Goering, que quería estar informado. Cuando el día 21 de agosto Stalin dio luz verde para la reunión definitiva, los designados se desplazaron a Berlín ya que volarían desde Tempelhof en dos aviones Condor. Allí encontró a Kurt Eckart. Le estrechó la mano y no volvió a hablar con él. Estaba informado de que su hermana María ya no estaba viviendo con aquel hombre, lo que le tranquilizaba, a pesar de que no sentía ningún cariño por ella. No sabía muy bien quién lo habría incluido. Probablemente Goebbels, ya que también estaba en su equipo de confianza. Iba sentado junto a Heinrich Hoffmann, el fotógrafo de Hitler, alguien muy cercano al Führer, que mantenía su optimismo, a pesar de que en el bamboleante aparato se notaba una tensa preocupación por el resultado, sobre todo por el impredecible carácter de Stalin. ¿Qué pretendería sacar él?
Del aeropuerto de Moscú se dirigieron directamente al Kremlin en varios vehículos. Vio como unos cuantos automóviles, entre los que se hallaba Eckart, se desviaban hacia el centro. Probablemente al hotel Metropol, donde pasarían la noche o permanecerían hasta que se firmase el acuerdo, ya que no podrían volver a Berlín con las manos vacías.
Cuando llegaron al Kremlin diluviaba. Unos soldados de la guardia los ampararon con grandes paraguas y los llevaron hasta el vestíbulo del edificio principal. Allí les aguardaba el ministro de Asuntos Exteriores ruso, Viacheslav Mólotov, que se dirigió directamente a von Ribbentrop para estrecharle la mano aunque con un gesto serio. Después fue saludando al resto de la comitiva. Joachim Gessner lo saludó en correcto ruso y Mólotov asintió satisfecho.
Mólotov los guio en silencio hasta la sala de reuniones, adjunta al despacho de Stalin, donde tendría lugar la reunión. Una atmósfera recargada, con pesados cortinajes y un mobiliario anacrónico, pasado de época, fuera de lugar, como si el zar siguiera al frente del imperio ruso. Fuera el día no acompañaba y era preciso mantener las lámparas encendidas. Pudo notar que von Ribbentrop estaba muy nervioso, al borde de un ataque de ansiedad. Luego ambos pasaron a una salita adjunta para deliberar. Aguardaron cerca de una hora hasta que entró Stalin, que mantenía un leve rictus, una sonrisa pegada a su rostro casi inmóvil como una máscara. Solo sus ojos escrutaban sin cesar. Saludó a toda la comitiva.
El asunto se enquistó con la adjudicación de los puertos de Letonia. Stalin murmuró algo casi inaudible a Mólotov. Von Ribbentrop reunió a varios de los suyos, incluyéndole a él en el otro lado de la sala. Era preciso llamar al Führer para recabar su opinión. Un momento muy tenso, ya que todo se podía quedar allí. Acompañó a von Ribbentrop a la salita colindante. Se mantenía una línea abierta directa con el Berghof, en Obersalzberg, donde se hallaba Hitler. En pocos minutos lo tuvo al otro lado de la línea. No hubo problema. Hitler comprendió la situación al instante.
—¡Los puertos para ellos! ¡De acuerdo! ¡Termine de una vez y firme!
Volvieron a la reunión. Ribbentrop se acercó a Stalin que conservaba con Mólotov. Asintió. Los puertos letones se cederían a los rusos. Joachim Gessner era un hombre bregado, muy experimentado en diplomacia, aunque naturalmente no de primer nivel. Sin embargo todo era igual. Un regateo en el que el más astuto se llevaba el premio. Observó a Stalin. Aquel georgiano parecía controlarlo todo. Pudo ver como entrecerraba sus ojillos y supo que todo iba a salir bien. Apenas una hora más tarde los dos ministros firmaban por duplicado, en ruso y en alemán:
El Gobierno del Reich Alemán
El Gobierno de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Deseosos de fortalecer la causa de la paz entre Alemania y la URSS, y procediendo con las previsiones fundamentales del Acuerdo de Neutralidad firmado en Abril de 1926 entre Alemania y la URSS, han llegado al siguiente acuerdo.
Artículo I. Ambas Altas Partes Contratantes se obligan a desistir de cualquier acto de violencia, cualquier acción agresiva, y cualquier ataque a la otra parte, ya sea individual o en conjunto con otras potencias.
Artículo II. Si cualquiera de las partes fuera objeto de una acción beligerante por una tercera potencia, la otra Alta Parte Contratante de ninguna manera deberá dar apoyo a esa tercera potencia.
Artículo III. Los Gobiernos de las dos Altas Partes Contratantes deberán mantener en el futuro contacto continuo, con el propósito de intercambiar información sobre problemas que afecten a los intereses comunes a ambas partes.
Artículo IV. Ninguna de las dos Altas Partes contratantes deberá participar en agrupaciones de potencias, que de alguna forma estén dirigidas directa o indirectamente contra la otra parte.
Artículo V. En caso de surgir algún conflicto entre las Altas Partes Contratantes sobre problemas de cualquier tipo, ambas partes deberán resolver las disputas o conflictos exclusivamente a través de intercambios amistosos de opinión o, si fuera necesario, por medio del establecimiento de comisiones de arbitraje.
Artículo VI. El presente tratado concluirá en un período de diez años, con la previsión que en cuanto alguna de las Altas Partes Contratantes no lo denuncie un año antes a la expiración de ese período la validez del tratado será extendido por otros cinco años.
Artículo VII. El presente tratado deberá ser ratificado dentro del más corto tiempo posible. Las ratificaciones serán intercambiadas en Berlín. El acuerdo entrará en vigor tan pronto como sea firmado.
Moscú, 23 de Agosto de 1939.
Por el Gobierno del Reich Alemán: V. Ribbentrop
Plenipotenciario del Gobierno de la URSS: V. Mólotov
Protocolo Secreto Adicional
1. En el caso de un reacondicionamiento territorial y político en las áreas pertenecientes a los Estados Bálticos (Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania), la frontera norte de Lituania representará los límites de la esfera de influencia de Alemania y de la URSS. En relación con esto, el interés de Lituania en el área del Vilna es reconocida por cada parte.
2. En el caso de un reacondicionamiento territorial y político en las áreas pertenecientes al Estado Polaco, las esferas de influencia de Alemania y la URSS serán limitadas por la línea de los ríos Narew, Vístula y San. La cuestión de que si ambas partes ven como conveniente el mantenimiento de un Estado polaco y cómo ese Estado deberá limitar de alguna forma, esa limitación puede solamente ser determinada en el curso de los próximos desenvolvimientos políticos. En cualquier caso, ambos Gobiernos resolverán esa cuestión por medio de un acuerdo amistoso.
3. En relación con el Sureste Europeo, la parte Soviética llama la atención sobre su interés en Besarabia. La parte alemana declara su completo desinterés político en esas áreas.
4. Este protocolo deberá ser tratado por ambas partes en estricto secreto.
Moscú, 23 de Agosto de 1939.
Por el Gobierno del Reich Alemán V. Ribbentrop
Plenipotenciario del Gobierno de la U.R.S.S.V. Mólotov
Von Ribbentrop estaba exultante. Volvió a llamar al Berghof.
—¡Mi Führer, ya se ha firmado! ¡Sí, mi Führer, como hablamos! ¡Le felicito! ¡Heil! ¡Heil Hitler!
Un secretario tocó un timbre y dos minutos más tarde entraron seis camareros impecablemente uniformados llevando copas de champán. Todos brindaron por un tratado imposible, en el que nadie había creído. Joachim debía reconocer que tampoco. Solo el Führer, que de nuevo manifestaba su enorme intuición y sabiduría política. Una hora después se despidieron de Stalin. Cuando le estrechó la mano, le oyó murmurar a Mólotov que estaba junto a él. «Niet judá bies dabrá», algo así como «No hay mal que por bien no venga». Stalin era un viejo zorro georgiano que estaba de vuelta de muchas cosas. Lo observó un instante con sus ojillos entrecerrados.
Se dirigieron al Metropol. Realmente estaba tan cerca que dudaron si dar un paseo. Al final por razones de seguridad, Joachim Gessner fue en el automóvil junto a von Ribbentrop, eufórico, convencido de que él había conseguido lo imposible. Había sido un momento histórico.
Kurt Eckart había estado aguardando en el hotel junto al comandante de las SS de paisano que en aquellos momentos debía estar revisando las habitaciones. Todo aquel asunto del pacto entre el Reich y la URSS le estaba demostrando que por ambas partes se temían y que intentaban lograr un aplazamiento a lo que tendría que venir. Había escuchado a Goebbels hablando con Goering sobre el tema, y sabía lo que la cúpula nazi pensaba. Nadie le había preguntado lo que pensaba él. Se desperezó. En Moscú hacía más calor que en Berlín. Estaba allí solo porque Goebbels quería ser el segundo en ser informado tras el Führer. Debía hablar con el embajador von der Schulenburg y con el diplomático Joachim Gessner para que le dieran sus opiniones. Luego enviaría la entrevista, leyéndola por teléfono, al redactor jefe de «Der Angriff».
Pero además de aquello tenía otras cosas que hacer. Permaneció en su habitación hasta que faltaban cinco minutos para la media. Entonces salió al pasillo, se dirigió a la escalera de servicio, bajó dos pisos, la puerta era solo de salida salvo para el personal del hotel que tuviera llave de acceso. Al entrar había estado fumando y observando. Vio como salían y entraban camareros, cocineros y otro personal. Empujó la puerta y salió al exterior, caminó sin apresurarse por la estrecha calle paralela a la muralla de tonos rojizos de la ciudadela del Kremlin. Miró un momento hacia atrás antes de introducirse en uno de los portales. Subió una escalera mal iluminada y estrecha, hasta la primera planta, luego caminó por un largo pasillo. Llamó a una de las puertas con los nudillos repiqueteando con un cierto ritmo. Eran las cinco en punto. La puerta se abrió e Iván lo observó con una media sonrisa. Parecía otro hombre. Llevaba bigote y una peluca muy bien adaptada. Vestía un anticuado traje evidentemente cortado en Moscú, en Alemania la moda era diferente. Entró en el anodino vestíbulo de una oficina cerrada, con las ventanas cubiertas por espesos visillos. Iván lo condujo a uno de los despachos que daba a la muralla. Apenas a diez metros.
—Ya se ha firmado. ¡Otro paso más! ¡Pobres polacos, no pueden imaginar la que se les viene encima! Con estos dos repartiéndose el país. La mitad para mí, la otra mitad para ti. Mi abuela materna era polaca de Cracovia, siempre rezando y rezando a ese Dios sordo, ciego y mudo de los cristianos, ¡total para esto! En un par de minutos estará aquí Sergei Sokolovski, el nuevo director de servicios exteriores. Creo que te van a dar otro encargo. ¡Eso te pasa por hacerlo tan bien!
En aquel mismo instante alguien repiqueteó en la puerta. Iván abrió. Era el director Sokolovski. Un hombre gris, alguien que podría pasar inadvertido en cualquier lugar. Les estrechó la mano. Luego sin más preámbulos se dirigió a él, mientras le entregaba un sobre doblado.
—Ahí tiene el tratado conteniendo la cláusula secreta.
Se encogió de hombros, consciente de que ninguna de las dos partes pensaba cumplirlo. En el fondo a él le daba lo mismo. Sokolovski no tenía tiempo que perder.
—Camarada Eckart, en unos días comenzará una guerra en la que Hitler va a apostar a todo o nada. El zorro contra el oso. Vamos a intentar que sea el oso el que gane la partida, y usted será un hombre crucial. Deberá informar de los más mínimos detalles antes de que las cosas sucedan. Intente convertirse en el hombre de confianza de Goebbels. ¡Más aún! Ese hombre es la mano derecha de Hitler. Queremos anticiparnos a sus movimientos, y para ello confiamos en usted. Seguiremos la misma táctica. Iván seguirá siendo el intermediario. Él se está aproximando a Goering. Veremos a donde nos lleva todo esto. Goza usted de la confianza de la dirección y del propio Stalin. Mientras se firmaba, él estaba informado de que un miembro de nuestra inteligencia se hallaba en la expedición. Hemos querido demostrarle que el directorio Principal de Seguridad del Estado funciona como un reloj. Sepa usted que él lee personalmente todos los informes. Esta apuesta se hizo hace unos años, y el NKVD acertó en sus pronósticos. Ahora vienen tiempos complicados, y deberá usted estar muy pendiente, ya que la «Abwehr» de Canaris no nos permite incorporar gente nueva, y sabemos que están convencidos de que tenemos a alguien infiltrado muy arriba. ¡No tienen ni idea! Usted comenzó en su momento y está libre de toda sospecha, al igual que Iván, que ha seducido a Goering mostrándole una personalidad similar, una vanidad que sobrepasa cualquier medida, un afán increíble de popularidad, una absoluta falsedad y un total egoísmo.
Señaló a Iván con una cínica sonrisa.
—Camarada. Estamos seguros de que su apariencia es solo un rol, ¡pero es demasiado perfecto! —Iván asintió sin sonreír—. Bien, apréndase esto y quémelo de inmediato. Buena suerte.
Sokolovski se volvió un instante.
—No tendría que decírselo, pero no hable de este asunto con María Gessner. Esa mujer posee una personalidad ciclotímica y no es fiable para el servicio. Adiós.
Cerró la puerta tras él. Apenas había estado allí cinco minutos. Kurt se dirigió a Iván.
—Dame tu gorra rusa. Me he dejado el sombrero en el hotel, no voy a tener tiempo de adquirir una, y siempre he deseado tenerla.
Iván sonrió condescendiente.
—Toma, quédatela. La verdad que a mí me está algo pequeña. Tal vez sea la peluca, además tengo otro sombrero. ¡Estupendo, a ti te queda como un guante!
Kurt se dirigió al hotel caminando con naturalidad, sin prisa, llevando la gorra en la mano. Aguardó unos minutos junto a la puerta de servicio mientras encendía un cigarrillo, hasta que salieron dos camareros. Entró antes de que terminara de cerrarse y subió por la escalera de emergencia. Al salir al pasillo en su planta, se cruzó con un camarero y le mostró la llave de la habitación como si se hubiera equivocado de escalera. Miró el reloj. Había estado fuera veinte minutos exactamente. Se quitó la chaqueta y los pantalones. Leyó el tratado, era más que suficiente para memorizarlo. Volvió a meterlo en el sobre. Unos minutos más tarde llamaron a su puerta. Preguntó quién era. La voz se identificó como el comandante Weber, aquel tipo pertenecía a la Abwehr y había viajado junto a él durante el vuelo. Abrió y le invitó a entrar mientras terminaba de cambiarse.
—Bueno, Eckart. Por fin se ha firmado. Esta noche tenemos una cena aquí en el hotel. Iremos todos los integrantes de la expedición. Vendrá el embajador. Usted será recibido dentro de un cuarto de hora en uno de los salones de la entreplanta por el embajador von der Schulenburg en presencia de Joachim Gessner. Después dispondrá de una hora para la entrevista y redactar la nota de prensa y a las seis y cuarto podrá transmitirla a Berlín. A las ocho abajo en el comedor. Ahora le dejo. Voy a hablar con los demás. Recuerde, mañana diana a las cinco. A las seis y media despegaremos para Berlín, y no puede haber fallo, ya que el ministro deberá coger otro avión que le estará aguardando en Tempelhof para llevarle al Obersalzberg.
Bajó la voz como si fuera a decir algo trascendental.
—Almorzará con el Führer.
Kurt aguardó a que llegaran el embajador y Joachim Gessner. No soportaba al hermano mayor de María. Un tipo estirado y creído, que siempre andaba tramando para su provecho. Se consideraba superior a todos los que le rodeaban, y hablaba de una manera engolada y distante, como si quisiera marcar las distancias. Kurt estaba convencido de que el hecho de que él y María hubieran terminado habría sido un motivo de gran satisfacción para Gessner. A la hora programada entraron los dos juntos. Los saludó con una inclinación de cabeza.
—Señores embajadores. El ministro de propaganda me ha encargado que les haga una pequeña entrevista para Der Angriff. Comenzaré por lo más obvio. Embajador Von der Schulenburg. ¿Qué significado tiene el pacto de no agresión entre la Unión Soviética y el Reich?
El embajador entrecerró los ojos, meditando antes de darle su opinión.
—Si le dijera que ha sido una nueva demostración de la genialidad de nuestro Führer no estaría exagerando. Los alemanes somos vecinos de los rusos. Lo seremos siempre, por los siglos de los siglos. Era absurdo mantener una situación artificial de conflicto. Rusia debe ser nuestro mejor cliente, y nosotros el mejor mercado para ellos. Queremos adquirir su trigo, su petróleo, sus materias primas. Ellos quieren nuestros productos manufacturados. Somos complementarios. ¿Por qué entonces no demostrar que somos dos pueblos amigos que pueden coexistir pacíficamente?
Kurt comprendió que el embajador no saldría de sus lugares comunes y de una continua alabanza al Führer. Se dirigió a Gessner, que también estaba autorizado a hacer declaraciones.
—Embajador Gessner. ¿Tiene usted algo que añadir a lo dicho por el embajador?
—Si me lo permite le diré que tenemos enemigos comunes. ¡Ahora se lo pensarán dos veces antes de hablar! ¡El Reich se fortalece con este pacto al igual que nuestros amigos rusos! ¡Nadie tendrá nada que temer de este acuerdo que debería haberse firmado hace mucho tiempo! Recuerde que hace unos meses Italia y el Reich firmaron el «Pacto de Acero», según el cual se comprometían a ayudarse mutuamente en el terreno militar, en caso de que uno de los dos países se viese envuelto en un conflicto armado. Creo que a partir de hoy Alemania ha recuperado su posición internacional. ¡Eso, sin duda, se lo debemos al Führer! Ahora, señor Eckart, y esto no lo escriba, le diré oficialmente algo que ya se comentaba entre los más cercanos. Nos vamos a quedar con Polonia y a convertir a los polacos en siervos de los alemanes, no se merecen otra cosa. Y los muchos judíos que allí habitan los enviaremos muy lejos. ¿Me comprende? ¡Muy, pero que muy lejos! ¡Sobran todos!
Gessner sonrió malévolamente al decirlo. Ambos diplomáticos siguieron hablando de generalidades. Kurt sabía lo que iban a decir antes de escucharlos. Al acabar fue a dictarlo por teléfono a través de una de las tres líneas abiertas permanentemente con la cancillería en Berlín, donde aguardaban Goebbels y su redactor de confianza de Der Angriff. Al acabar subió a su habitación, mientras la mayoría aprovechaba aquel tiempo para relajarse en sus habitaciones. Se quitó la chaqueta y los zapatos y se tendió en la cama.
Fue en aquel momento, sin saber por qué, tal vez a causa de las despectivas palabras de Gessner, de sus implícitas amenazas, cuando se acordó de su madre, aquella judía polaca llamada Sarah Zhitlovsky, que se había hecho pasar por rusa y cristiana solo para defenderlo y sacarlo adelante. El tratado firmado aquella mañana abría la puerta para un ataque inmediato a Polonia. Sabía que se trataba de la destrucción total. Sabía que en Varsovia vivía parte de su familia judía a la que no conocía. Mientras observaba su rostro en el espejo por primera vez pensó en los motivos por los que estaba allí, haciendo aquello, cuando el mismo Stalin acababa de firmar un pacto con Hitler. Tal vez porque era lo que le habían enseñado desde que era un muchacho.
Mientras se afeitaba haciendo tiempo, pensó que tanto Stalin como Hitler eran muy parecidos. Era tan obvio que nunca lo había pensado. Unos tipos sin escrúpulos que iban derechos a sus ambiciones personales, y todo lo demás no les importaba lo más mínimo, rodeados de personas como Joachim Gessner, que tan poco se parecía a su hermana María. Sin darse cuenta se dio un pequeño corte en la mejilla por el que comenzó a sangrar. Se miró a los ojos, notó que le temblaban las manos. Exactamente iguales. Dos dictadores a los que lo que menos les importaba era lo que le sucediera a los demás. No comprendía por qué motivo estaba tomándose aquello así. Tuvo que sentarse en la cama. Siempre se había tenido por alguien frío y cerebral. Imaginó el rostro de Sarah Zhitlovsky, parecía estar allí frente a él, preguntándole qué estaba haciendo con su vida. Tuvo que ponerse un trozo de esparadrapo en la mejilla.
En aquel momento algo cambió dentro de él, como si aquello fuese la gota que hubiera colmado un vaso que llevara llenándose durante toda su vida desde que tenía uso de razón. Fue en aquel instante cuando decidió no seguir siendo un peón más. Había tomado una decisión irrevocable. Él también tenía poder para intervenir. Abrió el sobre y en el reverso de la copia del tratado escribió con el lápiz del buró de la habitación.
«Embajador de Gran Bretaña en Moscú: Esta es copia del documento que se ha firmado hace unas horas entre el Reich y la URSS. Más adelante proporcionaré información de importancia. Contacto los viernes, 17 h. en sala de lectura de la Biblioteca, Universidad Humboldt. Berlín. Hombre llevando corbata de lazo negro. Su agente preguntará por Israel, y la contestación deberá ser Israel Zhitlovsky».
No dudó un instante en usar aquel nombre con el que su madre lo llamaba cuando se enfadaba con él. Le salió de dentro. Desde que trabajaba en el NKVD con Iván, sabía que el espionaje era algo más vulgar y sencillo de lo que la gente creía. Se utilizaban los métodos y los instrumentos que se tenían a mano, improvisando sobre la marcha. Metió la copia en un sobre con membrete del hotel. Dio una ojeada al reloj de pulsera «B-Uhr» de Lange, una de las firmas alemanas que manufacturaban los relojes de observador de los pilotos de la Luftwaffe, un exclusivo regalo de Goebbels en agradecimiento por sus servicios. Faltaba casi una hora para la cena, disponía de tiempo más que de sobra. Se puso la chaqueta, cogió la gorra, cerró la puerta y salió al pasillo. De nuevo se dirigió directamente a la escalera de servicio. Se había dado cuenta de que apenas estaba vigilada. Nadie se atrevería a entrar en el hotel por allí y resultaba casi imposible entrar desde la calle sin la llave. Bueno, solo era cuestión de algo de suerte y de paciencia. Bajó a la calle y caminó con naturalidad hasta la cercana parada de taxis llevando la gorra de Iván en la mano. Daba la impresión de que se hallaba a punto de subir al primero de la fila, pero en el último momento siguió caminando, giró la esquina del hotel, y cruzó la gran avenida en dirección al Teatro Bolshoi. Doscientos metros más adelante encontró otra parada de taxis. El taxista aguardó a que le diera la dirección.
—Smolenskaya Naberezhnaya, yo le indicaré. Allí me aguardará unos minutos.
Empleó el típico acento de Moscú. Era capaz de pasar por un moscovita más, aunque tenía que concentrarse para lograrlo.
Sabía que la embajada del Reino Unido se encontraba en el número diez, pero no quería que el taxi se detuviera delante. No estaba lejos, apenas unos minutos en coche. Iba observando cómo la gente paseaba aprovechando el buen tiempo, las frescas noches del corto y cálido verano de Moscú. Él tendría que haber sido uno más entre aquellos, solo un hombre como otro cualquiera, paseando con su mujer y sus hijos por los bulevares a la espera de tomar algo en una terraza, sin otros problemas en la vida que seguir subsistiendo.
Diez minutos después el taxista se detuvo. Estaba abstraído con todos aquellos pensamientos absurdos. Notó la carta en el bolsillo interior de la chaqueta. Por un instante se preguntó qué estaba haciendo. Aquello le podría costar la vida. ¿Por qué los ingleses? Serían los únicos que podrían plantar cara a lo que viniera. Le dijo al taxista que siguiera unos metros adelante y que se introdujera en una calle lateral. Le dio un billete de diez rublos y le pidió que aguardara unos minutos. Se caló la gorra y caminó por la amplia acera hacia el edificio del número diez. La embajada del Reino Unido. En la puerta dos soldados británicos de guardia inmóviles, en posición de descanso. No pestañearon cuando entró por el abierto portón. Caminó por el sendero de gravilla hasta la escalinata. Allí un sargento le dio el alto mientras lo observaba interrogante.
Ya no había vuelta atrás. Estiró el brazo con el sobre cerrado.
—Entréguele esto al embajador. Es muy importante.
El sargento tomó el sobre sin remite. El hombre parecía dudar.
—¿De parte de quién? ¿Quién le digo que me lo ha dado? Esto es muy irregular. Aguarde aquí un momento. Voy a buscar al oficial de guardia.
—Dígale que se lo ha entregado Israel Zhitlovsky. Está escrito en el interior. El embajador lo comprenderá.
El sargento subió la escalinata con el sobre en la mano y se introdujo en el edificio para ir a buscar al oficial. Mientras se dio la vuelta y caminó con rapidez hacia el portón, volvió a pasar entre los soldados de guardia que seguían inmóviles como si se tratase de meras estatuas decorativas. Se alejó unos pasos intentando mantener la calma, luego caminó con rapidez, al final casi corriendo calle abajo, giró la esquina intentando caminar con normalidad y subió al taxi que aguardaba con el motor en marcha.
—No hace falta que dé marcha atrás. Siga hacia delante y gire la primera a la derecha hacia el Moscova. Vuelva en dirección a la Plaza Roja. Ya le indicaré donde me quedo.
El conductor asintió comentando el buen tiempo que hacía. Permaneció en silencio. Confiaba en haber cogido por sorpresa a los del NKVD que vigilaban todas las embajadas extranjeras. Al menos no le habían detenido. Se quitó la gorra antes de descender del taxi. Se apeó en la puerta del museo histórico de la ciudad, junto a la puerta de la Plaza Roja. Caminó hacia el hotel como si estuviera paseando llevando la gorra en la mano. La depositó en un buzón de correos y se cercioró de que entraba hasta el fondo. Unos minutos más tarde se hallaba junto a la escalera de servicio que increíblemente seguía sin vigilancia. Solo dos cocineros parecían descansar un rato, fumando sentados en el umbral con la puerta entreabierta. Les mostró la llave con el llavero del hotel y sonrió señalando hacia arriba. Ellos le devolvieron la sonrisa y le invitaron a entrar sin más explicaciones. No se cruzó con nadie en la escalera ni en el pasillo. Cuando cerró la puerta de su habitación por dentro, se sintió liberado.