82. UN NEGOCIO REDONDO

(VIENA Y BERLÍN-NOVIEMBRE DE 1938)

Joachim Gessner siempre había vivido confortablemente, rodeado de lujos sin que hubiera nada que no pudiera permitirse. Sin embargo, dentro de él existía la imperiosa necesidad de tener más, de amasar dinero y bienes. El decreto de Hermann Goering, «Exclusión de los judíos de la vida económica alemana», le había hecho comprender el enorme negocio que podría existir cuando comenzase el proceso de «arianización», es decir cuando se expropiasen, prácticamente a costo cero, los negocios, comercios, almacenes y edificios en general. Los bienes de los judíos alemanes y austríacos que debían pasar a manos de nuevos propietarios arios, y al tiempo aboliendo sus derechos legales, políticos y civiles, lo que ya había empezado con la «Ley de la Restauración de la Administración Pública» promulgada el 7 de abril de 1933, mediante la cual los funcionarios y empleados judíos serían excluidos de la administración pública. Al mismo tiempo se había promulgado una ley para limitar el número de estudiantes judíos en las escuelas y universidades alemanas.

Durante aquellos últimos años parecía que se había calmado algo el antisemitismo, pero en agosto el gobierno decretó que desde el primero de enero de 1939 todos los hombres y mujeres judías cuyos nombres fueran de origen no judío debían agregarles, respectivamente, «Israel» o «Sara». Todos los judíos estaban obligados a portar tarjetas de identidad que indicaran su ascendencia judía, y los pasaportes de judíos debían ser sellados con una gran letra «J» en rojo para identificarlos. Un mes más tarde los médicos judíos ya no podían tratar a pacientes «arios», ni los abogados judíos pisar los juzgados ni atender demandas.

El consejero de asuntos económicos Hjalmar Schacht, que seguía al frente del Reichsbank, convocó a una reunión a los principales financieros y empresarios judíos a la que se invitó a asistir a Joachim Gessner, como representante del ministerio del interior, y hombre de confianza de Himmler, que no quería perderse aquel suculento negocio.

En noviembre, David Goldman tuvo una llamada de sus antiguos socios de Viena, que confiaban en su demostrada capacidad para negociar. A pesar de la oposición de su esposa, que de ninguna manera deseaba que su marido volviera allí, quedó con ellos en Viena para preparar la estrategia, antes de viajar a Berlín para entrevistarse con Schacht.

El largo periodo de reflexión en Tesalónica había hecho comprender muchas cosas a David. De considerarse un ciudadano austríaco más, liberal y pragmático, las circunstancias lo habían transformado en un sionista convencido. Se daba cuenta de que su hija Selma siempre había tenido razón, no existía un futuro para la comunidad judía en Europa, donde siempre serían considerados unos extraños. Si actuaban como el resto de los empresarios austríacos, a ellos los señalaban como unos parásitos que pretendían ganar dinero.

David Goldman ya no confiaba en nadie fuera de la comunidad judía. Hasta el que había sido su íntimo amigo desde la infancia, Hans Harnack, le había fallado cuando más lo necesitaba. Reconocía que aquella amarga experiencia le había permitido ver la realidad, y tomar la decisión de abandonar Austria. A pesar de ello viajó a Viena gracias al certificado de residencia en Grecia, y se reunió con sus parientes y socios en casa de uno de ellos, Gerard Haussman, un antiguo corredor de comercio que había tenido una época de esplendor. Allí encontró a los Altmann, los Bloch-Bauer, los Salomón, y por supuesto el clan casi completo de los Goldman, además de algunos otros a los que conocía de vista y con los que apenas había tenido más contacto que verlos en la sinagoga de tanto en tanto.

Escuchó lo que unos y otros expusieron. Lo que apreciaba sobre todo era un gran temor por lo que pudiera llegar. Proponían planteamientos diferentes, daban la impresión de ser incapaces de ponerse de acuerdo. Era cierto que cada uno vivía el problema desde su particular punto de vista, que la situación se les estaba echando encima por días y que estaban desorientados. Cuando terminaron todos se le quedaron mirando. Tenía fama de ser un hábil negociador, alguien con iniciativa, pero en aquel momento David era consciente de que él no tenía ninguna solución más que intentar plantar cara cada día.

—Queridos amigos. Hace un tiempo mi mujer y yo nos fuimos a vivir a Tesalónica, y si ahora estoy aquí es porque quiero ayudar en lo que pueda. Ese Schacht quiere que nos reunamos con él en Berlín, junto a los representantes de las finanzas y empresas alemanas de capital predominantemente judío. Ya podéis imaginar lo que pretende. Que le entreguemos lo que poseemos al Reich a cambio de que nos proporcionen un salvoconducto. Nos permitirán llevarnos lo mínimo. La alternativa, si no aceptamos, es que nos quitarán todo y después nos meterán en un campo de trabajo. Hay miles de personas como nosotros expoliados, encerrados y sin esperanza. Me preguntareis que donde están nuestros derechos legales. Os lo diré claro, sin ambigüedades: ¡En ninguna parte! ¡Ya no tenemos derechos! ¡Nos los han quitado violentando las leyes! ¡Ellos las imponen ahora! Ya visteis lo que sucedió aquella trágica noche. Ahora bien, si nos quedamos sin hacer nada igualmente vendrán a por nosotros. El consejero Schacht ha dado su palabra de honor de que los que vayan a Berlín podrán volver sin problemas. ¡Hasta ahí hemos llegado! Ya ni siquiera podemos viajar libremente. Debemos prepararnos para marcharnos con lo puesto y sin mirar atrás. Todas estas residencias, los recuerdos de toda la vida, los cuadros, los muebles, los negocios, los grandes almacenes, las empresas, serán como un pesado lastre que nos atará a un destino que prefiero no imaginar. No pensemos ahora en lo que tenemos y podemos perder, que nos va la vida en ello. Vamos a Berlín a hablar con el cajero del Reich, que nos querrá chupar la sangre con la excusa de dejarnos vivir. Algunos lo conocemos de su etapa en el Dresdner Bank AG, donde ya era un tipo discreto y aplicado. Desde que lo fichó Hitler para llevar las finanzas de los nazis y vendió su alma al diablo, ya valora a tantos marcos el kilo de carne humana. Y la carne que pesa es la nuestra, la de los quinientos mil judíos alemanes y los doscientos mil austríacos. Ese es el enorme negocio que están preparando para pagar sus facturas.

»Algún día no muy lejano todo esto será ya historia, y el mundo sabrá entonces lo que hicieron estos buenos y honrados alemanes, que por cierto ya colaboraron con los Jóvenes Turcos en liquidar a dos millones de armenios no hace tanto, y también aniquilaron a las tribus de hereros y namas en las posesiones alemanas en África. Cuando venga lo que tenga que venir y pase lo que tenga que pasar, después todos estos que aclaman, impulsan, colaboran y son cómplices de estos criminales, dirán que ellos no supieron nada, que no tenían información de lo que sucedía, que les engañaron, y que fueron otros y no ellos. Y nosotros que ahora estamos aquí, viendo como golpean, asaltan, violentan, roban y asesinan a nuestros hermanos, y pensando que también nos llegará la misma maldad, sabemos que todo esto no podría ser, ni sería, si no fuese por esas avenidas y plazas repletas de alemanes y austríacos que aclaman a su líder, ese tipo vulgar y malvado que nos llevará a todos a la ruina y a este pueblo alemán a la ignominia.

David Goldman acompañó a sus amigos austríacos a Berlín. Pudieron entrar en Alemania gracias a un visado especial firmado por Hermann Goering al que Schacht había convencido. Allí les aguardaban los delegados de los empresarios judíos para preparar la reunión. Los empresarios judíos alemanes estaban tan desanimados, que de entrada les dijeron que estaban pensando en no asistir, ya que tenían la convicción de que no iban a sacar nada en claro. Aun así David los convenció de que siempre era preferible conocer la estrategia del enemigo. Fueron a la reunión a la hora convenida. Allí se encontraban el consejero Schacht, un representante de Goebbels y otro de Himmler, que no era otro que Joachim Gessner, además de varios altos funcionarios del ministerio de economía, y un coronel de las SS que no mencionó su nombre. Todos miraron por encima del hombro a los que llegaban. Eran estirados funcionarios de un régimen triunfante frente a los perdedores de la historia.

La reunión se celebró en uno de las salas de juntas de la oficina de Schacht. Tomaron asiento alrededor de una gran mesa ovalada de caoba. En un lado los alemanes, enfrente los seis representantes judíos. El consejero actuaba como si todo aquello fuera lo más normal del mundo. Incluso les ofreció una taza de té, que desdeñaron. Era un hombre de rasgos nórdicos con gafas metálicas doradas y una leve sonrisa de suficiencia.

—Bien. Les agradezco que hayan venido. Pasaremos al tema sin más preámbulos. Verán, no creo que sea necesario explicar la situación… ¿no les parece? Bien, mejor así. Iré pues al grano. Muchos de ustedes, quiero decir judíos, preferirían abandonar Alemania o Austria. Por nosotros no hay problema, ¡ejem! Si digamos abonan las correspondientes tasas de los visados de salida. ¡Entonces podrán irse a donde quieran! ¡Claro, donde los acepten, que esa es otra! Pero por nuestra parte, una vez liquidada la tasa, no tenemos inconveniente alguno en que encuentren un lugar mejor para ustedes que Alemania. ¡No voy a entrar en la menor disquisición sobre lo justo o injusto de todo ello! ¡Aquí llevo yo la voz cantante! —Schacht había cortado a David Goldman que iba a decir algo, y de inmediato se dirigió también a los funcionarios del gobierno que estaban susurrando entre ellos—. ¡Y a ustedes tampoco les voy a permitir hacer la más mínima observación que pueda poner en peligro un acuerdo! Ahora doy la palabra al representante del ministerio del interior, señor Joachim Gessner.

—Gracias, señor consejero de finanzas. Como muy bien decía usted al comenzar, debemos centrarnos en el fondo de la cuestión, así que intentaré ser claro. Los judíos sobran en el futuro del Reich: no habrá lugar para ellos. El consejo es que se vayan a donde los quieran acoger, aunque naturalmente deberán pagar lo estipulado según los baremos que se les han entregado. En otro caso deberán atenerse a las consecuencias.

Himmler le había prometido que él también participaría en el negocio, y que no se preocupase, que habría suficiente para hacerse multimillonarios. Su papel era asustarles. Que supieran lo que les aguardaba.

David era el portavoz. Levantó la mano y Schacht se la concedió según lo pactado, máximo diez minutos. Hacerlo bajo la amenaza de algunos de los presentes no era tarea fácil.

—Consejero Schacht, al menos claro, el señor Gessner ha sido claro. Ustedes no quieren judíos en el Reich. Le contaré algo: Usted es un hombre culto y me entenderá. Cuando los reyes católicos expulsaron a los judíos de España, el sultán otomano que los había acogido les envió una carta diciéndoles que si tenían más de aquellos que se los enviaran, que los acogerían con gran interés. Con ellos habían llegado magníficos médicos, intelectuales, músicos, literatos, artistas, administradores y financieros, entre otros. Después, con el paso de los siglos, España fue pasando a segundo plano en muchos temas. No pretendo ofender a nadie, pero creo que todo esto es un error. Hasta ahora hemos sido primero alemanes o austríacos, como es mi caso, y después judíos. Ahora ustedes nos hacen ser primero judíos, y nos niegan la condición de alemanes o austríacos. Tengo la certeza de que algún día se arrepentirán de esta decisión. Además no habría hecho falta esta reunión. Todo está hablado y escrito. ¿Para qué hemos venido? ¿A negociar qué? ¡Pero si no nos han permitido modificar ni una coma! Aprovecharé para decirle que no estamos de acuerdo con lo que se está haciendo a la comunidad judía. ¿Cómo podríamos estarlo?

En aquel momento Joachim Gessner se puso en pie con el rostro enrojecido por la indignación.

—¡No le permito ni una palabra más Goldman! ¡No abusen de nuestra palabra de que podrían volver indemnes!

El acuerdo se firmó un cuarto de hora más tarde. David Goldman comprendió que a pesar de las promesas y las cínicas palabras del consejero no les permitirían salir de allí sin haber firmado lo que les pusieron delante, y así se lo hizo ver a los demás. El gobierno del Reich recibiría una determinada compensación por cada visado de salida. Se crearían impuestos especiales a las propiedades judías, así como a las transacciones de capital. La arianización se culminaría cuando ya todas las empresas y negocios judíos dejaran de serlo. Pero no existía alternativa. El borrador del «Decreto para la exclusión de judíos de la vida económica alemana», que les habían mostrado para convencerles, dejaba muy claro que se cerraría cualquier empresa cuyo dueño fuera judío.

Al salir, Jacob Solomon los llevó a su despacho para coordinar las actuaciones. El hombre estaba tan desesperado como el resto de los empresarios judíos berlineses.

—¡A pesar de todo qué suerte tienen ustedes de vivir en Viena! ¡Aquí en Berlín sentimos el hálito del poder nazi en el cogote! ¡Mis empresas que se las lleve el diablo, que ahora mi única preocupación es mi familia! ¡Porque esto no se acaba aquí! ¡Si solo fuese una cuestión de dinero, unas veces se gana y otras se pierde, pero aquí nos estamos jugando la existencia de la comunidad! ¡Ah, qué terrible situación!

Estuvieron allí hasta que llegó la hora de ir a la estación para coger el tren de vuelta a Viena. Todo estaba lleno de policía, SS y Gestapo. Les pidieron la documentación tres veces. Cuando el tren salió de la estación respiraron con alivio. Gerard Haussman se dirigió a él con un rictus de enfado.

—Goldman: la verdad que no sé para qué hemos venido. Si nos descuidamos estaríamos ahora en las oficinas de las SS. ¡Usted nos dijo que no corríamos riesgos, pero a mí ya no me llegaba la camisa al cuerpo! ¡Total para firmar lo que nos han puesto delante!

David negó con la cabeza.

—Haussman, se equivoca usted de medio a medio. Es verdad que desde Viena se ven las cosas con cierta perspectiva, a pesar de que allí también está la Gestapo. ¡En Tesalónica, donde yo resido ahora, aún más! ¡Aquello me parece ahora el mismísimo paraíso! Para mí ha sido la visita más útil, ya que hemos podido ver con quién estamos tratando. Ha sido como tener la oportunidad de contemplar el alma del diablo.