80. EL «ANSCHLUSS»
(VIENA, MARZO DE 1938)
El jueves 10 de marzo, Selma Goldman estaba preparando la maleta para ir a pasar unos días a Tesalónica. Jacques se quedaría en Viena ya que tenía que preparar unos exámenes. Estaba preocupada por lo que decían los periódicos. Los alemanes estaban concentrando gran cantidad de tropas al otro lado de la frontera. Aquel Führer era impredecible, pero no lo creía capaz de invadir un país soberano como era Austria. Estaría amagando, intentando forzar algún acuerdo, ya que esa era su forma de entender la política y la diplomacia.
No podía entender como una gente en general tan preparada y culta como los alemanes soportaban a aquel individuo. Tenía la esperanza de que sucediera algo que lo hiciera caer del pedestal. Pero ni siquiera el sonoro escándalo de la muerte de su sobrina, con la que mantenía relaciones, parecía haber afectado lo más mínimo su popularidad.
Sin embargo en Viena tenían lugar aquellos días frecuentes desórdenes públicos fomentados por los nazis austríacos. Individuos sin nada que perder que corrían por las calles del centro, apedreando los escaparates de comercios judíos, incluso incendiado algunos locales públicos. En general los ciudadanos de Viena sentían un profundo desprecio por aquella gentuza. Algunos artículos de prensa criticaban a la policía y a los políticos por permitir aquellas algaradas y violencias en el mismo centro de la ciudad. Selma pensaba que no eran más que provocaciones para pulsar hasta donde podían llegar, aunque la evidente inhibición de las fuerzas públicas le preocupaba.
Sin embargo Emil Kayfman, su mano derecha en la agencia, la llamó muy temprano aquella mañana para decirle que había oído por la radio que en toda Austria estaban teniendo lugar disturbios generalizados causados por nazis. En Linz, Graz, Innsbruck, y por supuesto en Viena, a pesar de que tropas austríacas leales al gobierno intentaban mantener el orden. Fue al dormitorio de Jacques para decirle que la acompañara a Tesalónica, y se encontró que ya se había marchado. Tenía que haberse ido muy temprano, ya que no lo había escuchado irse. Llamó por teléfono a la casa de su amigo Karl Fischer, con él que mantenía una larga amistad desde que ambos eran muy pequeños. Habría ido a estudiar allí. Karl le comentó que no estaba en su casa. Ella insistió expresándole su preocupación pero el muchacho no sabía dónde podría estar.
Selma le dejó una nota sobre la mesa del comedor diciéndole que no saliera de casa, ni se le ocurriera hacer frente a aquellos nazis. Conocía a Jacques, y sabía que no les temía. Ella sí. Pero se le estaba haciendo tarde, no tenía más remedio que irse o perdería el tren. Cogió su maleta y bajó a la calle para buscar un taxi. Por el camino vio a grupos con banderas con la esvástica. El taxista murmuró que aquella gente iba a traer la ruina a Austria. En la estación la policía controlaba a los que entraban y a los que llegaban. Le hicieron mostrar el pasaporte. El policía dudo un instante pero se lo devolvió y la dejó pasar. Finalmente pudo subir y el tren salió, inusualmente con cinco minutos de retraso. Algo estaba ocurriendo en el país.
Jacques Dukas no estaba estudiando para presentarse a los exámenes. Acababa de enamorarse de una joven francesa que se hallaba de paso en Viena a la que había conocido casualmente en la calle: Louise Delacourt, una estudiante de música que había llegado para perfeccionar piano. Había sido un amor a primera vista por ambas partes. Jacques también tocaba algo de piano, pero informalmente, por su buen oído y su sentido musical. Louise estaba viviendo en una pequeña pensión en el centro, el dueño prefería mirar para otro lado. Era un hombre prudente y en ocasiones recordaba que alguna vez él también había sido joven.
Para Jacques, Louise fue como una revelación. Una muchacha desinhibida y libre para la que hacer el amor era algo natural. Llevaban varios días saliendo de la habitación apenas para ir a comer algo. Jacques iba a su casa de tanto en tanto, solo para dejarse ver, llevando varios libros en la mano, pálido, ojeroso, con la mirada ida, pensando solo en volver al regazo de Louise, olvidándose de Ada Amiad, su antigua novia de Tesalónica, a la que quería, pero de otra manera. Descubrir el amor como Louise lo entendía, significó un descubrimiento mágico para él. Con Ada se besaba, caminaban cogidos de la mano, como mucho ella permitía que la abrazara. Con Louise, era ella la que llevaba la iniciativa, y eso no le había ocurrido nunca. En aquella pequeña habitación de la buhardilla, en la antigua pensión de estudiantes del barrio antiguo, con una escalera empinada que le permitía acceder sin tener que pasar por la entrada principal, desnudos en la antigua cama de metal cuyo mayor defecto era que tintineaba como los coches de caballos que circulaban por el Ring, allí estaba aprendiendo las sabias maneras que los franceses empleaban cuando hacían el amor.
Naturalmente ni Louise, que solo era una muchacha joven y extranjera, ni Jacques, entregado con toda su alma a la pasión amorosa, sabían apenas nada de lo que estaba sucediendo en las calles, en la frontera, ni como los esbirros de Hitler estaban comenzando a actuar para traer el nazismo a Austria.
Mientras el viernes a primera hora, Selma llegaba a Tesalónica, preocupada, aunque contenta de volver a encontrarse en la vieja casa de los Toledano, en Viena las cosas estaban yendo a mayores, y grupos de exaltados partidarios de los nazis a los que alguien había procurado armas, y que seguían ya unas claras instrucciones para derribar al gobierno, estaban tomando los edificios más representativos de la ciudad, y entrando sin más en los almacenes propiedad de judíos, para comenzar a cambiar las cosas según el credo nazi, asesorados por agentes de la Gestapo que ya no se ocultaban, infiltrados entre la policía austríaca donde gozaban de muchas simpatías. Tampoco podía saber que el presidente Miklas había recibido un ultimátum del propio Hitler, exigiéndole que dejara sin efecto el referéndum ordenado por el canciller Schuschnigg, a lo que Miklas se había negado.
A primera hora de la mañana del viernes, Jacques le dijo a Louise que iba a acercarse a su casa, apenas a unos minutos andando para dejar una nota, coger el dinero que tenía ahorrado y el pasaporte, y marcharse a París con ella. En aquel momento no quería separarse de Louise ni unos centímetros. Ella tenía billete para el expreso que salía vía Zúrich a las dos de la tarde, y Jacques quería creer que su madre entendería las circunstancias. En cuanto a su padre, prefería no tener que contárselo. Sabía que se encontraba en su casa de Grinzing, convaleciente de una gripe, pero no tenía tiempo para subir hasta allí, ni iba a explicarle todo por teléfono.
Al salir a la calle casi se dio de bruces con un grupo que corría hacia el centro. Llevaban largas porras y una esvástica que ondeaban. Tuvo que refugiarse en un portal para evitar que lo arrollasen. Luego caminó con más precaución. Todo aquello le estaba cogiendo por sorpresa ya que durante los últimos días solo había pensado en Louise. Llegó al portal y el portero le observó con sorpresa.
—¡Por Dios santo, señor Jacques! ¡Pero es que no se ha dado cuenta de lo que está pasando! ¡Los alemanes están a punto de entrar en Austria! ¡No debería salir a la calle… ustedes pueden tener problemas!
—¿Nosotros? ¿A qué problemas se refiere Matthias? ¿Qué quiere decir?
—Bueno, señor Jacques. Perdone que me inmiscuya, pero ustedes son judíos. Parece que está habiendo agresiones indiscriminadas contra los judíos por toda Viena. Me lo han dicho ya varias personas. Han apaleado a un grupo de judíos en el Ring. A otros los han insultado y despojado de todo lo que llevaban. En el Prater han perseguido a unas muchachas judías y se las han llevado a no se sabe dónde… en fin.
—Gracias por la información, Matthias. Le prometo que tendré cuidado. Por cierto, ¿ha visto usted a mi madre?
—Sí. Precisamente salió ayer de viaje. Iba a ver a sus padres ¿a Tesalónica?
—Sí. Mejor. Mi hermana también está allí. Bueno, no se preocupe por mí. Estoy aquí cerca en casa de un amigo preparando los exámenes. Voy a subir un momento a casa y me voy. ¿De verdad le parezco uno de esos judíos típicos, Matthias?
Matthias Müller negó con la cabeza mientras se encogía de hombros. Conocía a aquel muchacho de toda la vida. Nada tenía contra la familia Goldman, ni contra los Dukas, aunque en general los judíos no le caían bien, algunos vivían con un tren de vida que para sí hubieran querido muchos austríacos. Él mismo creía merecer algo mejor, pero la vida se le estaba pasando en la portería de aquel lujoso y exclusivo edificio en el Parkring. De las ocho familias que lo habitaban tres eran judías. Tenía que reconocer que Selma Goldman siempre era amable con él. El doctor Abraham Appelbaum, que siempre pasaba junto a él pensando en sus cosas, y los Hirsch, peleteros, que se habían marchado hacía unos meses sin decir dónde, y no sabía si volverían o no. Para él había demasiados judíos en Viena y estaba comenzando a hartarse. En cuanto a Jacques Dukas, se decía de aquel muchacho que había dejado que el balón entrase en la portería para que ganara Italia. ¡Bah! No podía creerlo.
Jacques tardó apenas diez minutos. Tenía ahorrados unos tres mil chelines. Metió su dinero en un cinturón con cremallera, como le había enseñado su abuelo. Con aquello podría adquirir el billete a París y vivir una temporada. Hizo una pequeña maleta, cogió el pasaporte que tenía desde los juegos olímpicos de Berlín, el carnet de la federación de fútbol, aunque pensaba que, con aquel antecedente que había salido en todos los periódicos, podía dar por acabada su carrera deportiva. Bajó de tres en tres las escaleras y volvió a salir a la calle. Pensaba que si tenía que salir corriendo no les resultaría fácil atraparle. Solo quería volver con Louise, estar junto a ella, acostados desnudos en aquella estrecha cama, tocarla, besarla, comenzar de nuevo el juego hasta el clímax. Y así otra vez. Todo lo que estaba pasando en Viena, en Austria, en Europa y en el mundo carecía de importancia en aquellos momentos. Se iría con ella a París, y vivirían juntos. A su lado, Ada Amiad era una ingenua chica de provincias que no sabía nada de la vida.
Caminó con rapidez por Liebenbergg, la pensión estaba muy cerca, en Fleischmarkt. Prefería ir por aquel vericueto de calles que ir por el Ring, donde habría grupos incontrolados. Entró en el pasaje que comunicaba Wollzeile con Backer, cuando de pronto vio que le salían al paso un grupo de individuos malcarados, llevando en las chaquetas unas esvásticas cosidas. Intentó volver atrás pero otros habían cerrado la calle. Era el lugar perfecto para una emboscada y aquellos tipos lo sabían. En aquel momento alguien salió del portal junto a él. De un salto se metió en su interior y corrió escaleras arriba. Llegó a la salida a los tejados que por suerte estaba abierta. Alguien estaría reparando una chimenea. Entró y corrió saltando entre los tejados a distinta altura. Era consciente de que si lo atrapaban le quitarían el dinero y le darían una paliza. Miró hacia atrás y vio a uno que corría tras él. Llegó a una cubierta antigua situada a tres metros, tomó impulso y saltó hacia ella. Cayó rodando sobre sí mismo y la maleta resbaló por los tejas. La recogió, vio una puerta abierta delante de él y corrió hacia ella. Entró en una amplia caja de escaleras. Bajó de cuatro en cuatro, saltando, y se cruzó con dos hombres mayores que lo observaron sorprendidos. Un bedel intentó detenerle, pero él lo esquivó y salió por la puerta cristalera a la calle. Se volvió un instante. Era una impresionante fachada neoclásica. Sobre la gran puerta un rótulo decía: «Academia de las Ciencias».
Corrió con todas sus ganas hacia la pensión sin disimulo. No había demasiada gente por la calle y le pareció curioso que algunos también corrieran. Pensó que en Viena la gente se había vuelto loca. Llegó a la «Pensión de San Esteban» y volvió a entrar por la puerta de servicio por la que había salido. Subió y golpeó en la puerta con los nudillos rítmicamente, en una clave convenida. Louise le abrió envuelta en la colcha y le sonrió. Él la abrazó con fuerza. Jacques comprendió que en aquellos críticos momentos, aquella cálida habitación de la buhardilla era su único hogar.
Le dijo a Louise que debía vestirse, y le contó la revuelta situación en que se hallaba Viena. No podía explicarle exactamente qué sucedía, pero, por lo que le había contado Matthias, los alemanes pretendían invadir Austria en cualquier momento. Le explicó que tal vez sería complicado salir de la ciudad, pero que no tenían más remedio que intentarlo. A fin de cuentas, sus abuelos, su madre y su hermana se hallaban a salvo en Tesalónica. En cuanto a su padre confiaba en su capacidad para salir adelante. Se había dado cuenta de que se trataba de algo más que unos disturbios callejeros. Los nazis estaban llamando a la puerta. Su abuelo le había dicho más de una vez, que el día que aquello ocurriera lo mejor sería huir lo antes posible.
Bajaron a la calle llevando cada uno su maleta. Caminaron con rapidez aunque sin correr. Unos individuos se cruzaron con ellos pero los dejaron tranquilos. Louise era rubia al igual que él. Pensaba que nadie lo tomaría por judío. Vieron mucha gente en el Ring, algunos cantaban y otros bebían cerveza sin parar, mostrando su satisfacción por lo que estaba sucediendo. Con el corazón en vilo pudieron llegar a la estación. En la puerta un policía les preguntó que donde iban. Louise mostró su pasaporte y sonriendo contestó con marcado acento francés que volvían a casa. El policía les hizo un gesto para que pasaran. Él ni siquiera tuvo que mostrarlo. En la taquilla pudo comprar uno de los últimos billetes. Louise tenía reserva para un compartimento de coche cama. Él quedó que cuando hubiera pasado el revisor iría con ella.
Aunque ni Jacques ni Louise lo supieran, el expreso con destino Zúrich fue el último tren que salió de la estación central de Viena antes de que la Gestapo se hiciera con el control. A partir de ese momento, salvo contadas excepciones, los judíos no podían abandonar la capital, al menos en tren.
Prácticamente a la misma hora, Hitler enviaba un ultimátum al presidente Miklas, exigiendo que destituyera a Schuschnigg como canciller y nombrara en su lugar a Seyss-Inquart, el líder de los nazis austríacos. Schuschnigg presentó su dimisión al comprobar que los alemanes estaban a punto de invadir Austria.
Mientras los edificios oficiales del centro de Viena eran tomados por la fuerza y engalanados con esvásticas, el expreso de Zúrich se detenía en Linz. Para entonces Jacques se hallaba en el compartimento de Louise, con la esperanza de poder llegar a la frontera suiza.
Fue en la misma frontera, en el momento en que Jacques salió un momento al pasillo cuando lo detuvo un individuo de paisano que acompañaba a un policía austríaco. Murmuró que pertenecía a la Gestapo. Estaban informados de que muchos judíos intentaban escapar aquella noche. En realidad no tenían jurisdicción allí, pero daban por hecho que la anexión se estaba llevando a cabo en toda la frontera alemana desde Suiza hasta Checoslovaquia. No le permitieron hablar. En el listado de apellidos judíos figuraba «Dukas». Louise fue obligada a volver a subir al tren, y él tuvo que aguardar junto a un numeroso grupo de judíos en un almacén de la estación, sin saber qué iba a ser de él.
Unas horas más tarde entraron dos jóvenes nazis austríacos para trasladarlos a otro lugar. El que se detuvo frente a él era Karl Stadler.
—¡Jacques! ¡Pero qué estás haciendo aquí!
Tuvo que explicarle que viajaba en el expreso a Zúrich y que lo habían detenido. Karl fue a hablar con alguien afuera. Volvió un cuarto de hora más tarde.
—Acompáñame. Los alemanes están entrando en Austria en estos momentos, pero aún no se ha declarado oficialmente la anexión. Le he dicho que eres amigo mío, y que aunque te llamas Dukas tu madre no es judía sino austríaca. Me ha dicho que haga lo que me parezca, pero que él no quiere saber nada. Te voy a acompañar a la frontera suiza.
Caminaron junto a la vía por un sendero. Apenas se veía lo suficiente para no tropezar.
—Karl, ¿por qué te estás arriesgando por mí?
—¿Recuerdas cuando estuve a punto de quedarme fuera del equipo? Tú sacaste entonces la cara por mí. Me lo contó luego el seleccionador. Aunque finalmente no jugué, al menos formé parte del equipo. Eso fue muy importante para mí. Quiero que sepas que cuando te metieron el gol, yo estaba detrás de la portería con los que no íbamos a jugar. Pude ver la jugada en primera línea, y cuando entró el balón pensé que aquel sería el peor momento de tu vida. Tú no tuviste la culpa. Y ahora tampoco. Dentro de un rato sería tarde, y no quiero cargar toda mi vida con ello. Adiós y buena suerte.
Unos minutos más tarde el funcionario suizo se quedó sorprendido al verlo llegar andando. Le explicó que viajaba en el expreso a Zúrich y que había habido una confusión en la frontera, que había perdido el tren. El hombre lo observó sin pestañear y tras un instante de duda selló el pasaporte.
El Führer cruzó la frontera austríaca el sábado a primera hora de la tarde, dirigiéndose a Braunau am Inn, su localidad natal. Aquella noche dormiría en Linz. La anexión de Austria se completó aquella misma noche. Arthur Seyss-Inquart era el nuevo canciller, y las tropas de la Wehrmacht entraban al país. Al día siguiente, las fuerzas alemanas ocupaban sin resistencia toda Austria. El entusiasmo de la población austríaca ante la llegada de las tropas alemanas sorprendió a Goering cuando llegó a Viena para coordinar con Seyss-Inquart los detalles de la toma del poder. La culminación fue la apoteósica llegada de Hitler a Viena el martes, declarando desde el balcón en la Heldenplatz la anexión de Austria a Alemania ante centenares de miles de simpatizantes.