79. MOSHE ZEEV
(TESALÓNICA-FEBRERO DE 1938)
David Goldman paseaba todas las mañanas por el mercado de Tesalónica. Hacía la compra cuando veía algo que le apetecía. El pescado prefería comprarlo directamente en la lonja cuando llegaban los pesqueros por la tarde. Mientras caminaba y saludaba a unos y a otros, iba dándole vueltas a la cabeza sobre su historia de los sefardíes. Era una manera de pensar en otras cosas, de intentar olvidar por un rato lo que estaba sucediendo en Alemania, no obsesionarse con aquellos tipejos incultos e infames que se habían hecho con el poder utilizando la democracia, y que en cuanto lo tuvieron en la mano se habían transformado en tiranos. Recordaba bien que eso ya lo había escrito Platón. Según él filósofo, se pasaría de la timocracia a la oligarquía, de esta a la democracia, y al final esta engendraría la tiranía. Es decir, la lógica de los sistemas de gobierno los conduciría a un aumento gradual de la degradación y la corrupción. Un inevitable proceso hacia lo peor. Hacía muchos años que había leído «La República». Los seres humanos seguían siendo iguales dos mil quinientos años después.
«Al principio, sonríe y saluda a todo el que encuentra a su paso, niega ser tirano, promete muchas cosas en público y en privado, libra de deudas y reparte tierras al pueblo y a los que le rodean y se finge benévolo y manso para con todos… y así el tirano, si es que ha de gobernar, tiene que quitar de en medio a todos estos hasta que no deje persona alguna de provecho ni entre los amigos ni entre los enemigos».
Una soleada mañana de finales de febrero se le acercó un campesino en la calle de atrás del mercado. Un hombre bajo pero fuerte, que tiraba calle arriba del ronzal de un burro cargado de hortalizas. El hombre se detuvo frente a él.
—Buenos días, señor, soy Angelos Karagounis —David sonrió diciéndole que no quería comprar nada. El hombre negó con un gesto. No se trataba de eso. Le habló en el marcado dialecto griego de la región—. Perdone que le interrumpa, ¿pero no es usted el señor Goldman? ¿Su mujer no es la hija de Efraím Safartí, que en paz descanse? ¿No tiene usted unos nietos que vienen en verano?
David asintió. Estaba intrigado. No entendía lo que aquel hombre pretendía.
—Verá usted. Permítame que le explique. Cuando el inglés, Stanley, fue asesinado hace más de tres años, sus nietos estaban allí, fueron testigos del asesinato y yo también. Lo vi todo escondido entre los cañaverales. Un hombre llegó en una motocicleta y sin más le pegó dos tiros a Stanley que parecía aguardar a alguien. El tipo aquel salió como alma que lleva el diablo, pero yo encontré luego la moto, y sé quién es ese hombre. Creo que él también sabe que los muchachos estaban allí. He dado muchas vueltas a la cabeza pero al final he decidido contárselo a usted. Verá usted, mi yerno trabaja en la policía y las cosas se hablan. ¿Comprende? La policía cree que el culpable fue el alemán aquel, un tal Gottfried. Pero no es cierto. Yo lo vi todo pero preferí permanecer al margen, ni siquiera lo he comentado con mi yerno. Ahora he pensado que sería mejor que usted lo supiera. Según me explicó mi yerno, el tal Gottfried era un alemán del partido de Hitler. Él también puede estar interesado en saber si los muchachos vieron o no al que lo asesinó. Le diré algo —Karagounis se acercó a él—, fue un judío de Efkarpia. Un hombre llamado Moshe Zeev. Vive hace años allí solo, la gente dice que es un hombre extraño. Él mató al inglés. He pensado que usted debería saberlo, pero no le diga nada a la policía. No sería bueno para sus nietos. Solo quería que lo supiera. Y ahora quede usted con Dios.
Karagounis arreó al burro y caminó calle abajo hacia la playa. David se quedó un instante parado. De pronto corrió hacia él.
—Karagounis. ¿Por qué ha esperado tanto tiempo para decírmelo? ¿Por qué ahora?
El hombre esbozó una sonrisa en su atezado rostro. Se le marcaban las arrugas. Volvió a hablar en griego casi en un susurro.
—Pues verá usted. Es que hace un par de días vi en el mercado al alemán. Parecía otro, pero era él. Se había rapado la cabeza, llevaba gafas y vestía como los griegos. Pero era Gottfried. No sé por qué ha vuelto, pero ya conoce usted a los alemanes. Nunca dan puntada sin hilo. Ese hombre ha venido para algo. Se lo conté a mi mujer y ella me dijo que debía advertirle a usted, por los muchachos. Por eso se lo he dicho.
El hombre volvió a arrear a su burro y desapareció calle abajo. David se quedó pensativo pensando en sus nietos. Jacques estaba en Viena con su madre. Pero Esther estaba allí con ellos. No quería vivir en Viena ya que su prometido también vivía en Tesalónica. Asintió.
Lo comentó con Rachel, y ella se quedó preocupada. Entonces David decidió ir a Efkarpia, a intentar dar con aquel Moshe Zeev que según Karagounis había asesinado a Stanley. Él había hablado de aquel asunto con responsables de la policía que creían que se trataba de un crimen político entre los servicios secretos británicos y alemanes en una zona estratégica del Mediterráneo.
David tenía ya setenta y un años aunque se encontraba bien físicamente. Por la mañana le dijo a su esposa que no volvería para comer, que había quedado con el nuevo rabino que llevaba la recuperación de los archivos. Pensaba que si le dijera hacia dónde iba ella se opondría. Prefería no tener que dar explicaciones hasta que volviera. Luego caminó hasta la plaza de donde salían los autobuses de línea y subió al que pasaba cerca de Efkarpia.
David no tenía miedo, nunca lo había sentido por nada, solo necesitaba aclarar la situación. Le resultaba insoportable pensar que pudiera sucederles algo a sus nietos. Jamás se lo hubiera perdonado. El autobús era un destartalado vehículo. En él llegaban los campesinos al mercado y la gente de los pueblos que tenía que hacer compras en Tesalónica o acudir al centro. A aquella hora iba una docena de personas que le gritaban al conductor donde querían bajarse. Él descendió en el cruce, apenas a un kilómetro de Efkarpia, apenas a media hora del centro de Tesalónica. Preguntó a una campesina si sabía dónde podría encontrar a Moshe Zeev. La mujer se encogió de hombros. Tuvo que caminar hacia el centro y allí volvió a preguntar. El hombre señaló una casa que se veía en la colina.
—¡Allí! Pero casi nunca está. Siempre está fuera, comprando vino en todas las bodegas de la región.
Ya que había llegado hasta allí decidió intentarlo. Subió ladera arriba por un camino polvoriento. Tuvo que detenerse un par de veces. Llegó hasta la casa. Todo estaba en silencio. No se veía a nadie. De pronto pensó que lo mejor que podía hacer sería volverse. Se sentía cansado. Todo el asunto era muy extraño, y no sabía que estaba haciendo allí buscando a alguien que supuestamente había matado a Stanley. Tampoco iba a reconocérselo. Se sentó un rato a descansar y luego bajó la cuesta hacia Efkarpia. De pronto vio una motocicleta que subía entre una nube de polvo. Se quedó parado a un lado del camino. El motorista se detuvo frente a él.
—¿Usted me está buscando? Soy Moshe Zeev. ¿Qué quiere de mí?
El hombre lo observaba con el ceño fruncido. No parecía nada satisfecho de encontrar a alguien cerca de su casa.
—Mi nombre es David Goldman. Conocía a Stanley.
Notó como Zeev se ponía tenso.
—¿Sí? ¿Ese no era el profesor loco por los pájaros que murió asesinado? ¿Y qué tengo que ver en ese asunto? ¿Qué quiere de mí?
—En realidad nada. Verá. He venido como en un impulso. Mis nietos fueron testigos del crimen, aunque ellos no vieron al asesino. Estaban escondidos a una cierta distancia. Solo vieron llegar a un hombre en moto, una «Royal Enfield» negra… como esa. Ellos no saben nada, puede creerme. Pero alguien que estaba cerca sí. Yo estuve indagando sobre el asunto precisamente al estar mis nietos en medio. Un hombre me dijo que fue usted quien lo mató.
—¡Eso es una solemne tontería! ¡En ese momento yo estaba aquí, en mi casa! ¡Tengo dos testigos que podrán confirmarlo! ¡No tengo más que decirle!
El hombre arrancó la moto. Cuando se disponía a seguir, David hizo un gesto para que se detuviera.
—Mire, Moshe Zeev. Yo no quiero nada de usted. Sé bien quien era Stanley, y a lo que se dedicaba. Era un espía británico que controlaba esta parte de Grecia. No sé quién lo mató, pero no quiero vivir con el temor de que les pase algo a mis nietos, ni a mi familia.
Zeev recapacitó, descendió de la motocicleta y la llevó bajo un árbol. Luego se volvió y le hizo una señal de que le siguiera. Caminaron hacia la casa. Zeev abrió la puerta con una llave antigua que cogió de debajo de una maceta y le invitó a entrar. Permaneció unos instantes en silencio, como si no terminara de decidirse. Finalmente lo miró a los ojos y comenzó a hablar.
—Goldman. Sé quién es usted, el profesor de Viena que se casó con una sefardí de aquí. He oído hablar de usted y creo que podrá entenderme. Ambos somos judíos y nos unen muchas cosas. Soy sionista. Tuve que terminar con Stanley porque él trabajaba para los británicos e impedía que nuestra gente llegara a Palestina desde estas costas. No tenía nada contra él, pero informaba de nuestros movimientos. Una vida vale menos que cien, y nuestra causa es justa. Los británicos ahora están en contra de la emigración judía a Israel y apoyan las demandas árabes. Sé también quién es su hija Selma. Comprendo su preocupación, pero no debe preocuparse por sus nietos. Ellos no pudieron verme, ya que yo llevaba unas gafas de motorista y un gorro de piel. Jamás me reconocerían. Esté tranquilo, no tengo nada contra ellos, como no tengo nada contra usted, que ahora sabe más que ellos.
David asintió. No esperaba aquella sinceridad. Tal vez él había hablado tan claro que Zeev se había quedado desarmado. Quiso ser completamente sincero con aquel hombre.
—Bien. Le agradezco su franqueza. Tal vez pueda ayudarle. Verá. El campesino me contó que hay un individuo investigando sobre el asunto. No sé qué tiene que ver en todo ello. Se trata de un tal Gottfried. Un alemán. Parece interesado en saber lo que pasó. Es extraño.
Moshe Zeev asintió sonriendo.
—Sí. Es cierto. Pero eso ya está arreglado. Gottfried ya no molestará más. Ese tipo pertenecía al SD, el servicio de Seguridad del Reich dependiente de las SS. Ellos estaban en pugna con los británicos para controlar a los judíos de Tesalónica. Mire, los alemanes quieren saber muchas cosas sobre los judíos de Grecia, de Turquía, de Hungría, de todas partes. Cuántos hay, dónde viven, todo, y no se lo vamos a poner fácil.
David notó que Zeev le hablaba en pasado con respecto a Gottfried.
—Ese hombre quería recuperar los archivos de Stanley, pero no sabía quién los tenía. Yo no podía permitir que cayeran en sus manos —señaló unas cajas de madera. Escrito con grandes letras negras se leía «Vino de Naousa»—, ahí están las fichas de todos los judíos que viven en la región, sus propiedades, sus circunstancias. Todo eso lo recopiló Stanley a lo largo de muchos años para el servicio secreto británico. Stanley dudó hasta el último momento si entregarla o no. En eso tengo que reconocer que se portó bien. No lo hizo. Los británicos siguen buscando esta información, y el SD nazi también la quería, pero no la tendrán. Por eso enviaron a Gottfried. Él entró en contacto con Stanley haciéndose pasar por un ornitólogo alemán. El SD había interceptado la radiofrecuencia de Stanley y le vigilaban. Pero también significaba una amenaza para nosotros. Ahora eso se ha terminado.
—¿Y los británicos? Esa gente nunca ceja. Querrán saber quién acabó con su hombre.
—Están convencidos de que fueron los alemanes. ¿Quién si no? Para ellos el responsable era Gottfried, o alguno de sus hombres. Ahora ya no podrán saberlo nunca. Los servicios secretos británicos y alemanes mantienen una pugna inacabable. Como ha podido comprobar he confiado en usted. Sé que es un hombre decente, y el padre de Selma Goldman. Ahora le ruego que vuelva a su casa y olvide todo lo que le he contado. Yo también me voy y me llevo esas cajas. Mi labor aquí ha terminado. He tardado casi cinco años en solventar este asunto. En cuanto al testigo que dice que me reconoció, ese hombre no hablará, ni nadie le haría caso. Ese Karagounis colaboró toda su vida con los turcos y no tiene credibilidad. Pero si me lo permite, Goldman, le daré un consejo. Saque a toda su familia de Viena y váyanse de Europa. Aquí nadie va a estar seguro. Ni siquiera en Tesalónica.
—¿Ir a dónde? ¿A América? ¿A Palestina?
—Sí. Le puedo decir que ahí estarían bastante más seguros que en Austria o incluso que aquí en Grecia. Si nos asomamos al porche y contemplamos la hermosa vista con el Mediterráneo al fondo, podríamos creer que esto es parte de la tierra prometida, y que nunca podría ocurrir nada malo. Pero no es cierto. Los alemanes querrán apoderarse de este país. Uno de los problemas que tenemos los judíos es que somos demasiado confiados, y es imposible convencer a los nuestros de que abandonen todo y se marchen lo antes posible. Es una difícil decisión, ¡esta también ha sido su tierra por siglos!, pero cuando llegue el momento, ese día ya será tarde. Y ahora váyase, y olvide todo esto. Vuelva a sus libros y a sus investigaciones Goldman. Es usted un hombre valiente.
David Goldman volvió en el autobús a Tesalónica. Tuvo que aguardar casi una hora en el cruce hasta que pasó de vuelta. Meditó que no podría contarle todo aquello ni siquiera a Rachel, con la que jamás había tenido secretos. Era mejor olvidarlo. Ahora tenía la certeza de que ni Esther ni Jacques corrían riesgo alguno por haber sido testigos de lo sucedido.