75. SACHSENHAUSEN

(ORANIENBURG-DICIEMBRE, 1936)

La Gestapo detuvo al comandante Werner Scharf dos semanas antes de navidad. Salía de la consulta del doctor Jacob Mussman cuando dos individuos en la calle se identificaron como pertenecientes a la policía del estado, y le dijeron que debía acompañarlos, que era mejor que no se resistiera. Werner no era un hombre miedoso aunque sabía bien adonde lo llevaban. Les replicó diciéndoles que era amigo personal de Hermann Goering y que sería mejor que lo dejaran tranquilo. No era cierto pero no se le ocurrió otra cosa. Él y Goering habían sido compañeros de escuadrilla pero nunca se habían llevado bien. Uno de ellos se metió la mano en el bolsillo y le mostró la orden de detención contra él. Luego lo obligaron a subirse a un coche que se acercó hasta donde se hallaban.

Werner estaba convencido de que iban a matarlo y sentía no haber podido despedirse de Hannah. Ella lo era todo para él en los últimos años. Hannah le había hecho comprender que el universo nazi era un lugar oscuro y siniestro. Había estado equivocado y ella fue la que le salvó. El arresto no le había cogido de improviso, estaba yendo en contra del régimen desde hacía meses. Sabía a lo que se arriesgaba, ella también era consciente. Alemania se estaba transformando en un infierno para todos los que no aceptaban sumisamente el sistema nazi. El individuo no era nada, el estado lo era todo. El verdadero riesgo había comenzado cuando tomaron la decisión de enfrentarse a él, de ayudar a los que como ellos no podían aceptar aquello.

Lo que Werner temía era que hubiesen detenido a Hannah. Solo de pensarlo sentía pánico. Intentó hablar pero uno de ellos le exigió silencio y le amenazó si decía una palabra más. Unos minutos más tarde llegaron al cuartel general de la Gestapo en Prinz-Albrecht-Strasse. El coche descendió por una rampa, se detuvo y le ordenaron que bajara. Otros dos policías se pusieron junto a él. Lo condujeron a una sala sin ventanas en el mismo sótano. Una gran habitación con una mesa, tres sillas y un gran espejo en la pared. Uno de los policías señaló la silla. Tomó asiento. No se sentía nervioso, aunque sí inquieto, preocupado, sabiendo lo que podría suceder. No quería pensar en Hannah.

Unos minutos más tarde entró un hombre de paisano que no se identificó. No llevaba ninguna insignia. Sus ojos azules mostraban una absoluta frialdad. Notó que le observaba con una mueca de desprecio.

—Scharf. Usted sabe muy bien por lo que está aquí. Actividades en contra del Reich. Eso tiene un nombre. Traición. No vamos a discutir si es cierto o no. Nosotros sabemos que es cierto, tenemos pruebas. Así que tiene dos opciones. O nos dice quiénes son sus cómplices o se lo preguntamos a su amiga. ¡Tranquilo! ¡Si se mueve de esa silla se arrepentirá! Scharf, ella no aguantaría tanto como usted. Así que de usted depende. Y que conste que si no somos más directos se debe a su pasado. ¿Cuándo decidió usted traicionar al Führer?

Werner comprendió que no tenía salida. Él podría soportar el dolor, pero se le hacía insoportable que pudieran tocar un cabello a Hannah.

—No tengo cómplices y ella no sabe nada. Cree que solo estoy un poco loco. Me dice que estoy equivocado, que debo volver al redil. ¡No sabe una palabra! Creo que por este camino Alemania no va a ninguna parte…

—¡Cállese! ¡No está aquí para hacer política! ¡Esto no es una cervecería! ¡Conteste solo a lo que se le pregunte, nada más! ¡Se lo repetiré! ¿Quiénes son sus cómplices?

—¡No tengo cómplices! ¡Ella no sabe nada!

En aquel momento entraron dos hombres de paisano. Lo cogieron cada uno de un brazo y aunque intentó resistirse no pudo evitar que lo llevaran hasta la pared. Lo ataron a unas argollas metálicas con unas esposas. Al menor tirón le cortaban la piel. Vio como traían un carro con unos cables. Se los conectaron a las muñecas como si estuvieran haciendo un trabajo cualquiera. Después abandonaron la sala sin decir una palabra.

—Bueno. Verá como ahora se le va a soltar la lengua. Esto es infalible. Se lo volveré a preguntar. ¿Quiénes son sus cómplices?

Werner había estado hablando con otras personas que pensaban como él. Ex militares que no aceptaban lo que estaba sucediendo, profesores universitarios, alguno de ellos judío. No habían llegado a nada concreto, solo estaban acercando posiciones. No los conocía a todos ellos. En aquel momento comprendió que había cometido un grave error al llevar a Hannah a alguna de aquellas reuniones. Se daba cuenta de que estaban siendo vigilados. Nunca sospechó. No había contado con la Gestapo. Cualquiera de ellos podría ser un infiltrado.

—¡No tengo cómplices! —En aquel mismo momento sintió una fuerte descarga eléctrica que le hizo retorcerse de dolor. Notó un pinchazo en el pecho. No sería capaz de soportar la tortura.

—¡Scharf! ¡Está usted acabando con mi paciencia! ¡No me saque de mis casillas! ¿Quiénes son sus cómplices?

Permaneció en silencio. No podría soportar otra descarga. De nuevo se retorció de dolor. Había sido mucho peor que la primera. El pecho le dolía mucho, jadeó intentando coger aire. A la siguiente descarga perdió el conocimiento.

Cuando volvió en si se encontraba en un camastro. Pensó que debía tratarse de un hospital. Un hombre con bata blanca se acercó a él.

—¿Puede verme? ¿Me escucha? —Werner asintió. El hombre se acercó mucho a él como si estuviera tomándole el pulso. Habló en un susurro—. Se encuentra usted en la enfermería del campo de Sachsenhausen, en Oranienburg, muy cerca de Berlín. Es usted un prisionero, y por lo que pone en esta ficha su nombre es Werner Scharf. Yo también soy prisionero, mi nombre es Emile Herzog y soy médico. Mi cargo aquí es atender a los prisioneros que necesitan ayuda médica. Le diré que eso es solo en ocasiones muy concretas. Es usted el segundo prisionero que entra en la enfermería. Es extraño que lo trajeran aquí. Alguien debe estar interesado en mantenerlo con vida. Este campo apenas lleva un mes y medio abierto. Como verá todo está recién pintado, pero eso son solo apariencias. Los SS controlan el campo y no se andan con chiquitas. Ya he visto morir a varios prisioneros solo por no obedecer una orden de inmediato o cosas así. ¡Tenga mucho cuidado! ¡En este lugar ocurren cosas terribles! ¡Sobre todo no hable si no le preguntan directamente! Por cierto, le he hecho unas pruebas médicas. ¿Sabe usted que padece del corazón?

—Sí —Werner asintió—, soy consciente de ello. Me estaba viendo el doctor Jacob Mussman, un cardiólogo de Berlín.

—¿El doctor Mussman? ¡Fui su discípulo! ¡Qué gran pérdida!

—¿Pérdida? ¿Es que el doctor ha muerto? ¿Qué le ha ocurrido?

Herzog miró a un lado y a otro. De nuevo bajó la voz.

—El doctor Mussman y su esposa fueron detenidos la semana pasada. A él lo trajeron aquí. Le dieron una paliza y no pudo superarlo. Murió de un fallo múltiple. ¡Pobre hombre! Quemaron sus restos ayer en el crematorio. Él lo ha estrenado. Lo terminaron anteayer.

Werner se cubrió el rostro con las manos. Aquello superaba sus peores presagios. Alemania estaba gobernada por una banda de asesinos sin escrúpulos.

En aquel momento entró en la enfermería un hombre de paisano. Se dirigió directamente hacia él mientras Herzog se retiraba, llevando el estetoscopio en la mano, como si le hubiera estado observando.

—Bien Scharf. Soy el subdirector del campo de trabajo. Mi nombre es Frankl. Alguien ha intercedido por usted y lo trajeron a la enfermería cuando entró en Sachsenhausen. Se lo diré claro. Alguien quiere que usted siga vivo, pero eso no significa que tenga ningún privilegio. ¡Es usted un prisionero acusado de actividades en contra del Reich! ¡Un delito que se paga con la pena capital! Pero de momento lo quieren vivo. ¿Quién es usted, Scharf? Dentro de un rato vendrá el doctor Ziegler para comprobar si usted debe pasar a la celda. Le adelanto que es un prisionero más. ¡No se haga ilusiones!

Una hora más tarde llegó el doctor Ziegler. Un hombre alto, de cabello oscuro, rasgos afilados y labios finos. Sus ojos eran grises muy claros y su mirada fría. Sobre la bata llevaba el emblema de las SS, algo irónico en alguien que debía estar allí para salvar vidas. Un águila sobre una calavera y la esvástica. Sin una palabra de saludo cogió la ficha situada a los pies del camastro y la leyó unos instantes.

—¡Según veo está usted en condiciones de hacer vida normal! ¡Así que levántese y vístase! ¡Ya! ¡Ahora mismo!

Werner tardó un instante en reaccionar. Aquel hombre no estaba bromeando. Se incorporó y se puso en pie. Llevaba una especie de camisola larga atada a la espalda. Se la quitó como pudo y se puso un pantalón y una chaqueta de color gris con rayas más oscuras que estaban en la silla junto a la cama. El uniforme de preso del Reich. Ziegler salió de la estancia, y un instante después entraron dos guardianes. Iban armados de largas porras. No se resistió.

Lo condujeron a empellones con las porras a lo largo de un pasillo inacabable con puertas pintadas de gris oscuro a ambos lados. Hacía mucho frío. Caminaba descalzo, con las botas reglamentarias en la mano, no le habían dejado tiempo para ponérselas. Llegaron a una celda abierta. Le empujaron dentro. El cerrojo de puerta metálica chirrió al correrlo. En el momento en que vio cerrarse la puerta tuvo la sensación de que aquello ya lo había vivido antes.

El subdirector Frankl entró en su celda un par de horas más tarde.

—Según indica su informe es usted oficial del ejército del aire en excedencia. Debe saber que eso a nosotros no nos dice nada. Usted está aquí por actividades en contra del Reich. Eso es lo único que nos importa, por lo tanto será usted tratado como cualquier otro preso político. Aquí tenemos tres clases de prisioneros. Los políticos, los comunes y los judíos que pretenden ser alemanes. ¿Entendido? No hay más. Los judíos no cuentan. Solo son parásitos bastardos. Los comunes son sabandijas a las que hay que tener encerradas para evitar sus fechorías. A los políticos los consideramos enemigos del Reich, de Alemania. Para mí son los peores. Traidores que deberían ser fusilados. Solo la misericordia del Führer les mantiene vivos, o la información que terminan proporcionando. Mire, Scharf. Todos los hombres tienen un aguante. Se le advirtió que si usted no colabora, su compañera lo hará por usted. Lo que usted prefiera. ¿Tiene usted algo que decir?

Se sentía agotado. Solo pensar que Hannah pudiera estar prisionera le torturaba más que ninguna otra cosa. Decidió jugársela a una carta arriesgada.

—¡Claro que tengo algo importante que decir! Mi antiguo camarada de escuadrilla y amigo personal, Hermann Goering, debería estar informado de que estoy aquí. No me considero un traidor. Si me ocurre algo él podrá pedirles responsabilidades. Ustedes sabrán. En cuanto a la profesora Hannah Richter, ella no sabe nada, pero le diré que tampoco me importa lo que pueda pasarle. Esa mujer solo mantuvo una relación conmigo, y eso ya terminó. No le podrán sacar nada, porque nada sabe. Hagan con ella lo que quieran. Es su problema.

Notó como el subdirector Frankl dudaba un instante. Fue solo un leve gesto mezcla de contrariedad y sorpresa. Aquel hombre nunca hubiera esperado una respuesta así de un prisionero que acababa de ingresar en las condiciones físicas lamentables en que él se encontraba. En cuanto a Hannah Richter, creían tener un sólido argumento para convencerlo y él les estaba diciendo que le daba lo mismo lo que pudiera ocurrirle. Frankl cambió levemente el tono. La mención al todopoderoso Goering lo había impresionado aunque no quisiera demostrarlo.

—Scharf, usted sabrá lo que hace. No vamos a molestar al señor Goering por usted.

El hombre abandonó la celda sin añadir nada más. Conocía la forma de pensar en el ejército, y aquella contestación no era la de un prisionero acorralado por las circunstancias.