74. LIBERTAD DE ELEGIR

(BERLÍN, DEL 1 AL 16 DE AGOSTO DE 1936)

A causa de su palmarés deportivo, Jacques Dukas había sido seleccionado por la federación de atletismo austríaca para formar parte del equipo de fútbol olímpico que debería representar a Austria. Jacques, acababa de cumplir diecinueve años y era un extraordinario portero, con todas las cualidades que se le podrían exigir a un jugador de élite. Hasta la fecha nadie le había preguntado acerca de su raza. Se consideraba austríaco a secas, sin más. El seleccionador había insistido que necesitaba a aquel muchacho como portero suplente y lo incorporó a su lista.

Unos días más tarde llamaron a Jacques a la federación. Era lo normal. Tenían que hacerle una serie de pruebas médicas, un seguro, un carnet especial, prepararle el pasaporte y los billetes, toda la burocracia previa. Había ido al fotógrafo para hacerse unas fotos de carnet acompañado de su amigo Karl Stadler, que también había sido convocado como jugador suplente.

Karl estaba exultante. Aquello era lo que él siempre había deseado. Austria haría un magnífico papel en los juegos y después él ficharía por un equipo de primera división. No le gustaba estudiar, prefería los entrenamientos y el ambiente que rodeaba al futbol. En la federación les hicieron esperar un poco, luego los llamaron de uno en uno al despacho del secretario. Karl tardó un largo rato en salir. Dijo compungido que finalmente no lo habían seleccionado, por culpa de sus pésimas notas. Le darían una nueva oportunidad cuando salieran las calificaciones de los exámenes. Jacques no tenía ese problema ya que era de los primeros de la clase. Entró confiado y el secretario le dijo que tomara asiento. El seleccionador asintió junto a él.

—Vamos a ver, Jacques Dukas. Tenemos algo importante que aclarar. ¿Es usted judío?

Jacques se quedó desconcertado. No aguardaba aquella pregunta. Estaba convencido de que lo seleccionarían por su capacidad deportiva que nadie ponía en duda. Sus notas eran muy buenas. ¿A qué venía aquello?

—No sé qué significa ser judío. Mi pasaporte dice que soy austríaco. Mi padre es cristiano evangélico. Mi madre es agnóstica y nos ha educado en libertad. Se puede decir que nunca he ido formalmente a una sinagoga. Pero creo que para mucha gente debo ser judío, ya que mis abuelos lo son.

El secretario lo observaba detenidamente. Miro varias veces la ficha.

—Bueno, esa contestación me tranquiliza. La verdad, usted no parece judío. Digamos que no tiene los rasgos que los definen. Verá, se lo tengo que preguntar ya que vamos a competir en Alemania. Y allí sí importa. En realidad nos han aconsejado que no incorporemos a judíos entre los seleccionados. La federación es la que manda, y ellos tienen su forma de pensar. El seleccionador, aquí presente, me insiste en que lo incorporemos. Así que en la casilla donde pone «raza» yo pongo «ario», y usted desde ahora mismo mantiene que es austríaco. Ni se le ocurra hacer el menor comentario sobre esto en Alemania. ¿De acuerdo?

En el fondo Jacques no estaba demasiado de acuerdo, pero deseaba ir a los juegos y tener la oportunidad de jugar. Asintió.

—¿Puedo hacerle una pregunta? ¿Cómo pueden obviar que una parte importante de la población austríaca es judía?

—Mire muchacho, a mí no me venga con esas, no estamos aquí para hacer política. Yo solo le estoy haciendo un favor a usted y a mi amigo el seleccionador que es un cabezota. Y se lo diré más claro. Si por mí fuera estaría de acuerdo con la política de la federación que no quiere problemas con los organizadores. Somos sus invitados. Pero en fin, usted no se ha confesado judío creyente, ni tiene aspecto de tal y sobre todo es un buen jugador. Así que por mí vale. Si está de acuerdo, firme aquí en la ficha y aquí en este papel, y si no lo está, váyase. Hay muchos chicos austríacos que darían cualquier cosa por ocupar su puesto. ¿De acuerdo?

Jacques cogió la pluma que le ofrecía y firmó. Él tampoco iba a meterse en historias. Solo tenía una oportunidad para participar en unos juegos olímpicos y no iba a desperdiciarla por un exceso de orgullo. A fin de cuentas nadie se lo iba a agradecer.

Cuando iba a salir dudó un instante. No perdía nada con intentarlo.

—Oiga. ¿Puedo decir algo? Verá. Ese muchacho que ha entrado antes que yo, Karl Stadler. Es uno de los mejores defensas que he conocido en toda mi vida. Me da confianza tenerlo en el equipo. Adiós.

Volvió al centro caminando con Karl Stadler, que le aguardaba afuera. Karl estaba muy desanimado, ya que en su barrio todos estaban seguros de que jugaría y aquello le haría perder popularidad. Miraba a Jacques con un cierto resentimiento. No le hizo ningún comentario, y se despidieron sin más.

Aquella noche mientras cenaban comentó lo sucedido. No dijo nada sobre la contestación que había dado de su postura con el judaísmo. Selma se lo quedó mirando. Esther estaba expectante.

—¡Así que estos tipos de la federación son antisemitas! ¡Mira por donde! ¡Nunca lo hubiera creído! ¡Unos buenos austríacos que no pueden ver a los judíos! ¡Pues te diré algo, hijo mío, yo me habría levantado dejándolos allí con sus elucubraciones! —Selma estaba verdaderamente indignada—. ¡No se lo escribas a tu abuelo, le darías un disgusto!

Pero Esther no estaba de acuerdo con ninguno de los dos.

—¡Si fuera yo, jugaría los partidos, y en el último me quitaría la camiseta y debajo llevaría otra con la estrella de David!

Jacques no dejaba de darle vueltas a la cabeza. Todo el mundo decía que Esther se parecía a su madre, mientras que él era frío y calculador como su padre.

Decidió ir a verlo una tarde, cuando sabía que estaba a punto de terminar la consulta. El portero lo conocía y le dejó entrar, subió corriendo por las escaleras. En aquel preciso momento Paul Dukas estaba cerrando la consulta con llave. Al verlo subir volvió a abrir. Ambos mantenían una relación un tanto lejana, y no era capaz de dejar brotar sus sentimientos. Tal vez por ello tenía fama de frío y distante.

—¡Qué te trae por aquí! ¡Siento una gran satisfacción ya que me han dicho que has sido seleccionado para defender los colores de Austria! ¡Ah! ¡Si el bueno de tu abuelo Salomón te hubiera visto! ¡Estarás contento!

Jacques miró a su padre. No sabía cómo empezar, ya que conocía su orgullo.

—Si papá. ¡Claro que estoy contento! ¡Ahora todos quieren ser mis amigos, y las chicas me persiguen! Pero hay algo que quiero que sepas.

Mientras su padre escuchaba sin interrumpirlo, le contó la tensa reunión en la federación, sin ocultarle nada.

Paul Dukas estaba de vuelta. Escuchó el relato que su hijo le hizo, recordando que cuando era joven creía ser un austríaco más. Aquello se había ido disolviendo como un azucarillo en café caliente.

—Mira, Jacques. Hay que darle a las cosas su verdadero valor. El tipo que te dijo eso no es un antisemita. Si lo fuera, no solo no habrías sido seleccionado, si no que te habrían expulsado por cualquier motivo. Olvídate. Lo que ocurre es que aquí en Austria hay gente que es más nazi que el propio Hitler, y en la federación, como en todas partes, hay personas que están haciendo méritos por si resulta que al final llegan aquí a Viena. Así que ve a Berlín, juega y procura ganar. Después si algún periodista te pregunta, le dices con la cabeza bien alta que efectivamente eres judío. Eso hará más por la causa que si abandonas ahora. Te confesaré algo, durante mucho tiempo creí que a mí no me tocaría el antisemitismo, que sería solo a esos pobres que llegaban de no se sabe dónde con una mano delante y otra atrás, con los tirabuzones a los lados de la cara, sus sombreros de ala ancha, y esos trajes negros estrechos y brillantes por el uso. ¡Yo no podía ser uno de ellos! ¡Me consideraba cien por cien austríaco! Hasta que me di cuenta de que, para los austríacos, los vieneses tan burgueses y tan conservadores, mis conocidos, mis clientes incluso, yo solo era otro judío más, disfrazado de uno de ellos. Mira hijo, he tardado en darme cuenta, en cambio tu madre lo comprendió siendo muy joven y se hizo sionista. Lo que ocurre es que siendo judía y sionista, ella sobre todo cree en la libertad. No quería ser una de esas madres judías que están siempre controlando. Tú y tu hermana habéis crecido en libertad. Si ahora elegís ser judíos, dependerá de vosotros mismos. ¡Libertad de elegir! Algo que vale más que la vida misma.

Jacques recordaba aquellas palabras de su padre mientras viajaba a Berlín con la selección austríaca. Las banderas con la esvástica se veían por todas partes. A pesar de lo que le habían contado no era capaz de entender qué pretendían aquellos nazis. Todo el mundo parecía de buen humor, y en el hotel donde se alojó la selección los empleados alemanes sonreían. Pudo pasear por Berlín y no vio nada alarmante como le había explicado su padre.

El 1 de agosto participó en la ceremonia de inauguración de los juegos. La dimensión del estadio lo sobrecogió y la organización era perfecta. El dirigible Hindenburg flotaba en el aire mostrando la avanzada tecnología alemana al mundo. Al menos ciento veinte mil personas abarrotaban el estadio. Afuera se hablaba de más de un millón de personas aguardando la llegada del Führer y sus invitados. La fanfarria de trompetas avisó de que estaba entrando y el estadio resonó con la ovación. Un coro entonó el «Deutschland über alles» y el himno del partido nazi. El famoso Richard Strauss dirigía la orquesta y el coro. Todo era grandioso, espectacular y Jacques se alegró de poder estar allí participando de aquella fiesta.

Después comenzaron las eliminatorias de futbol. Él no jugó inicialmente. En la eliminatoria de cuartos de final su equipo jugó con Perú, pero se vieron desbordados y perdieron por 4-2. Era algo impensable, él solo era suplente pero igualmente estaba desolado. Con aquel marcador Austria estaba eliminada de los juegos.

Sin embargo unas horas más tarde recibieron la noticia. El partido había sido anulado por el Comité Olímpico a causa de la alegación realizada por Austria, ya que algunos espectadores peruanos invadieron el campo por la alegría del triunfo antes de que el árbitro pitara el final del partido. El nuevo partido debía jugarse de nuevo a puerta cerrada, y el seleccionador lo eligió como segundo portero. A pesar de que se comentaba que aquello lo había ordenado el Führer, que no dejaba de ser austríaco, Jacques se sentía eufórico, sabiendo que en aquella segunda oportunidad no iban a fallar. Estaban ya a punto de salir al campo cuando la delegación peruana decidió abandonar los juegos. Unos minutos más tarde declararon vencedora a Austria. Todos bebieron cerveza exultantes. Radio Berlín hablaba de merecido triunfo. ¿Dónde estaba el Perú? ¡Cómo iba a compararse con Austria!

El 11 de agosto jugaron con Polonia. No tenían otra alternativa que ganar. Alemania había sido eliminada por Noruega y el honor del Führer estaba en juego. Su país natal tenía que ganar a los polacos. Ganaron 3-1 y los espectadores alemanes los ovacionaron como si hubiera sido Alemania. La policía detuvo a varios polacos que protestaban las decisiones del árbitro.

Jacques se sentía eufórico a pesar de no haber jugado. Eran un equipo y él estaba allí. ¡Tenían que enfrentarse a Italia por la medalla de oro el 15 de agosto en el estadio olímpico de Berlín! El partido comenzó a las cuatro de la tarde, dirigido por un árbitro alemán, Beuwens. El estadio estaba casi lleno, y los espectadores desde el principio no ocultaron sus simpatías por Austria. Gritaban que era «La pequeña Alemania». En la tribuna se hallaba el Führer y toda la cúpula nazi. También los máximos líderes fascistas italianos, que deberían estar pasando un mal rato.

Fue un partido igualado. En el minuto setenta el delantero italiano Frossi consiguió el primer gol. Sin embargo nueve minutos más tarde, Kainberger, el delantero austríaco, replicó con un magnífico gol. En aquel preciso momento el portero de su selección chocó contra uno de los postes y se lesionó. El seleccionador llamó con urgencia a Jacques. No tuvo tiempo de calentar. Se notaba frío. Los italianos parecieron darse cuenta y comenzaron a asediar su portería.

Se hallaban ya en el minuto noventa y dos. Todo indicaba que irían a la prórroga, donde podría suceder cualquier cosa. El árbitro estaba a punto de pitar el final cuando de nuevo Frossi se quedó solo delante de la portería. Antes de disparar parecía saber que era gol. Jacques pensó que aquello lo había soñado antes. La pelota entró por el centro de la portería mientras él se lanzaba hacia el palo izquierdo. Un lamento colectivo se alzó en el estadio: Italia acababa de ganar la medalla de oro y Austria debía contentarse con la plata. Jacques se quedó mirando la pelota en el fondo de la portería. No podía comprender como aquel balón había entrado.

A pesar de la medalla de plata, la prensa y la radio alemanas hablaron de una oportunidad histórica perdida por un jugador inexperto. Era como si hubiera perdido Alemania, ya que el Führer era austríaco. Uno de los periodistas quiso hablar con él pero Jacques no deseaba hablar con nadie. Estaba desolado y deprimido. Solo pensaba en lo que sería su vuelta a Viena. Finalmente el seleccionador le ordenó que atendiera al periodista del «Berliner Tageblatt».

Alfred Wallenberg era el responsable de la sección deportiva del diario. Había presenciado aquel partido al igual que otros miles de partidos a lo largo de su dilatada vida como reportero especializado. Estaba convencido de que aquel gol lo hubiera parado hasta él mismo. Era algo incomprensible que un jugador seleccionado hubiera cometido aquella pifia. Quería saber qué había pasado por la mente de aquel jugador para tirarse a uno de los lados, cuando el balón entró mansamente por el centro de la portería. Si aquella jugada hubiera correspondido a un partido clásico de la liga alemana, todos hubieran hablado de partido amañado. ¿Tendría sangre italiana aquel muchacho? Todo podía pasar.

Cuando vio entrar en la sala de prensa a Jacques Dukas pensó que no podía ser. Estaba haciendo elucubraciones mentales. Solo habría sido uno de los muchos fallos del futbol.

Aquel jugador de Austria medía un palmo más que él, que no se consideraba bajo, era rubio con los ojos grises azulados. El chico se notaba desolado. Los ojos húmedos mostraban su pesar y también su rabia. Lo dejó estar. El muchacho no estaba para hablar mucho y casi tuvo que consolarlo.

Al llegar al periódico escribió el artículo. Cualquiera podía tener un fallo, después de todo Austria se había llevado la medalla de plata. Los italianos siempre habían sido muy buenos en el futbol, y Jacques Dukas había tenido un fallo. Eso era humano y le podía pasar a cualquiera. Se quedó satisfecho. No tenía por qué hacer sangre de un pobre chico inexperto y suplente, que solo defendía a Austria. Claro que hubiera sido mejor la medalla de oro, sobre todo por el fútbol, y más estando presente el mismísimo Führer. Cuando entregó la de plata a Austria se le veía irritado mientras murmuraba con voz inaudible que no se podía ganar siempre. Algunos pudieron notar la rabia sorda de aquel Führer que no creía sus propias palabras. Había que ganar siempre. Después Wallenberg se fue a dormir, después de todo, aquellos días habían sido muy duros.

La tarde siguiente el «Berliner Tageblatt» se distribuyó en toda Prusia. Wallenberg estaba muy satisfecho de que su artículo estuviese en portada. Se veía el rostro del portero en primer plano y la pelota entrando tras él.

A mediodía tuvo una llamada telefónica. Era alguien que no conocía, pero lo llamaba mucha gente para felicitarlo por sus artículos. Se consideraba el oráculo de la liga de fútbol alemana, y su lema era «Alemania por encima de todos». El tipo que lo llamó se identificó como Adolf Eichmann perteneciente a la Sección de Judíos del Servicio de Seguridad.

—Oiga. ¿Es usted el periodista Wallenberg? ¿Usted ha escrito el artículo sobre el partido de la final entre Austria e Italia, verdad? Bueno, pues quiero comentarle algo importante. Estamos pensando que tal vez lo que ocurrió en el último momento no se trató de un simple fallo, de un lance del juego sin más. ¿Me oye? Verá, ese Jacques Dukas no es austríaco. ¡Digo que no es austríaco! ¡Es judío! Lo hemos comprobado. Jacques es el equivalente a Jacob y Dukas es un apellido judío, o sea que su verdadero nombre es Jacob Dukas. ¡Ningún alemán ni ningún austríaco se llama Dukas! He creído que debería saberlo, ya que esa información puede cambiar lo que usted ha expuesto en su artículo. ¡Le diré que el Führer está muy molesto con la situación creada! ¡Es como si los judíos hubieran venido aquí para insultarnos en nuestra propia casa! ¡No comente esto hasta que yo le dé instrucciones! ¿Me comprende? Bueno, adiós Wallenberg, ya hablaremos más despacio. ¡Pero esto habrá que aclararlo a fondo! ¡Heil Hitler!