72. DÍAS CONTADOS

(TESALÓNICA, MARZO DE 1936)

Cuando David Goldman paseaba por Tesalónica volvía a recordar los días posteriores al gran incendio de 1917 del que había sido testigo presencial. Aquel pavoroso fuego que asoló la ciudad en apenas unas horas y transformó gran parte del barrio judío en pavesas grises que ascendían girando con la brisa, como si aquella ceniza que hasta aquel día había sido materia, vigas, forjados, puertas, muebles, libros, cortinas y ornamentos, todo lo que formaba las casas, sinagogas, comercios, las calles, el barrio, y la ciudad, danzara al sentirse al fin libre. Aquello le había hecho pensar que, al morir, el alma también se sentiría libre de las miserias humanas, las preocupaciones, los agobios de la existencia, y se elevaría sintiendo que había roto definitivamente las cadenas de lo material.

En aquellos días de finales de invierno de 1936, él también se sentía liberado de responsabilidades y ambiciones. La cobarde actuación de Hans Harnack y los que lo rodeaban le había hecho ver la luz y tomar la decisión de abandonar Viena definitivamente. Aquellos a los que durante tantos años había considerado sus amigos no solo actuaban de aquella miserable manera por temor a los nazis. En tal caso los hubiera disculpado en parte. Estaba convencido de que en el fondo les impulsaba la codicia, la ambición, lo que aquel tremendo río revuelto que iba a arrasarlo todo podría llegar a dejarles. Incluso en el fondo preferirían librarse de los judíos y de toda la gente que no era como ellos. Fue una amarga experiencia, tal vez la más dura y difícil de su vida, tanto que durante un tiempo pensó que ya no volvería a ser el de antes.

Rachel le había ayudado a superar lo que para él había sido un tremendo desengaño. Su corazón se había endurecido, hasta que ella le demostró la verdad de aquel antiquísimo refrán sefardí: «Boca dulce avre puerta de fierro». Entonces entendió que en realidad era una lección más que le daba la vida. Desde que ambos de mutuo acuerdo tomaron la determinación de marcharse de Viena y de Austria, se sentía otro hombre, rejuvenecido a pesar de sus setenta años recién cumplidos. Pero algo dentro de él le hacía entender que cada día era un día contado, que no tenía ni un instante que perder. Aquella sensación le hacía levantarse en la oscuridad cuando apenas escuchaba cantar el primer gallo y se dirigía al ventanal que daba al este, sobre el mar, aguardando anhelante el portentoso amanecer de Tesalónica. Luego al atardecer volvía a contemplar la hermosa y nostálgica puesta de sol, mientras no podía dejar de pensar que aquella era la verdadera riqueza, y que solo los sabios podrían alcanzarla. Días contados.

Él no se consideraba en posesión de la sabiduría, aunque aceptaba que después de una vida tan larga algo habría aprendido, a pesar de aquellos años malgastados en reuniones protocolarias con gente que nada le aportaba, en interminables consejos de administración, siempre intentando amasar, siempre adelante y atrás para conseguir más. ¡Qué increíble manera de perder el tiempo! ¡Ah, si pudiera recuperarlo! Le asombraba pensar los años que tenía. No podía ser que los hubiera vivido todos ellos. Era más bien como si el mismo viento de levante que soplaba en Tesalónica frecuentemente se los hubiera llevado sin sentirlo. Solo cuando se miraba las sobresalientes venas azules, la curtida piel manchada por el tiempo, o se asomaba un instante a las inclemencias del alma, volvía a la realidad. Sabía que ya eran días contados, así que los gastaría como quisiera, sin atender a convencionalismos ni a criterios sociales.

Ensimismado en aquellos pensamientos solía pasear por el puerto, contemplando los motoveleros cargados de naranjas, de sal, de cajones llenos de serrín que cubría los huevos adquiridos en Egipto con destino a Austria o Alemania. Aquel profundo olor, el perfume del Mediterráneo, una mezcla de brea, mar, pescado seco y viento le encantaba. Le recordaba los años que había vivido allí con Rachel, cuando ambos eran mucho más jóvenes, y Selma apenas una adolescente. Entonces veían las cosas de otra manera.

Rachel lo observaba preocupada, intuyendo lo que debía pasar por la mente de su marido, aunque sabían que habían acertado con el trascendental paso que habían tomado. Mientras, ella ocupaba su tiempo traduciendo al alemán los preciosos poemas de Nathan Rosenthal, que creía no debían perderse, aquellas canciones y poemas escritos por un judío que se preciaba de serlo, unos textos cargados de ironía y doble sentido, tolerantes, amables, y al tiempo «chuzpah», atrevidos, osados, desvergonzados incluso, escritos para hacer disfrutar al lector, y más aún si este era también judío. Cuando un día David le preguntó que por qué los traducía del ladino al alemán, diciéndole si no sería mejor hacerlo al yiddish, ella reflexionó un instante y asintió al comprender que su marido tenía razón, pues había pensado que al traducirlos al alemán perdían parte del alma. Rachel rompió sin pena las cuartillas y comenzó de nuevo, comprobando que, en efecto, en yiddish volvían a recuperar su sentido poético. Nathan había recopilado entre los suyos uno clásico, anotando que era para cuando vinieran épocas duras y difíciles como aquella que estaba comenzando.

«Nunca mis hermanos se sintió todo esto,

que tantas degracias ariban tan presto.

Esta del pedrisco no estaba atento

roguemos al Dio no mande más esto».

Rachel pensaba que los judíos no solo deberían superar la prueba, sino ayudar a los suyos a superarla por dura y difícil que fuera, con aquel pedrisco en forma de repugnantes leyes nazis que asolaban Alemania, y que antes o después terminarían por llegar a Austria.

Fue por aquellos días cuando en los cafés del puerto de Tesalónica se comentó con preocupación la reocupación militar alemana de Renania, que los periódicos traían en primera plana. Ante el hecho consumado que pisoteaba Versalles y Locarno, Francia no había dicho ni esta boca es mía e Inglaterra permanecía impávida, mientras el Führer alemán se pavoneaba de su éxito en aquel Reichstag de vasallos aduladores y sumisos que había creado a su imagen y semejanza, en cuanto a la prensa alemana hablaba de euforia y de rehabilitación de la dignidad nacional. El ejército del Reich había atravesado el puente Hohenzollern de Colonia sin encontrar la más mínima oposición. Toda Europa acababa de comprobar que Adolf Hitler no tenía miedo a nada, que una vez tras otra hacía lo que se le antojaba, y que las potencias occidentales no parecían más que tigres de papel.

David pudo constatar que para los numerosos judíos de Tesalónica aquel enemigo de su raza se hallaba muy lejos. Creían que nunca podría llegar hasta allí y, además, ¿qué podría buscar en una ciudad como aquella, todos eran conscientes de que los días de esplendor ya habían pasado y no volverían jamás? Eso lo sabían por experiencia propia los que aquellos mismos días cerraban sus casas con lágrimas en los ojos para emigrar a América. A cualquier lugar desde Argentina hasta Canadá, lo importante era tener el charco por medio, eso les proporcionaba seguridad. Muy pocos intentaban llegar a Palestina, ya que los ingleses no les ponían nada fácil entrar en el Mandato Británico, al menos legalmente, y tampoco estaban convencidos de que allí, en aquel duro clima, con los vecinos árabes tan irritados fueran a mejorar en nada.

Lowe Lowestein iba casi todos los días a ver a los Goldman. La agencia estaba apenas a veinte minutos, en el puerto. Cuando por algún motivo ella no podía ir, Rachel le decía a David que se acercara. Selma había influido tanto en aquella muchacha amable, que en ocasiones creía estar hablando con otra hija menor que las circunstancias le habían traído. Lowe era askenazi por cultura y nacimiento, pero era sin duda la askenazi más sefardí que Rachel había conocido nunca. Cuando Rachel tenía una duda sobre un término yiddish en la traducción de los poemas le preguntaba a Lowe. El yiddish era un idioma irónico, cáustico en ocasiones, mordaz siempre, y Lowe la hacía reír con sus ocurrencias. Rachel la contemplaba desde su universo sefardí, tan diferente en todo, desde el mismo concepto de la existencia que era algo bien distinto para unos y otros. Para los sefardíes era la nostalgia, el recuerdo de tiempos pasados, la religión, mientras que para los askenazis lo importante parecía la búsqueda de nuevas metas cada día.

Como decía Selma, intentando bromear, Lowe se estaba transformando en una contrabandista de personas. A través de uno de ellos, Vasanias Carolos, el patrón antiguo amigo de Selma, se había puesto de acuerdo con algunos patronos de motoveleros, que de esa manera ganaban más que con su comercio tradicional, para llevar judíos a Palestina. Eso sí, les advertía previamente del riesgo que corrían, ya que los británicos eran terriblemente estrictos, y la inmigración hacia la tierra prometida se había restringido mucho. Pero los que deseaban llegar aceptaban los riesgos, las incomodidades, el costo, lo que fuera para conseguirlo. Lowe los conocía bien, era una de ellos y sabía cómo pensaban. Resultaba difícil detener a aquellas personas una vez que habían tomado la determinación.

Un judío recién llegado de Bagdad, con una numerosa familia tras de él, y que quería hacer la aliyá, se le comentó convencido:

—Mire, señorita Lowestein. Para mí hay dos clases de judíos, y no estoy hablando de sefarditas y askenazis, ni de ortodoxos o ateos, ni de tradicionales o modernos, todo eso no tiene nada que ver en esto. Me refiero a que los judíos que quieren una vida para sí mismos y sus familias se van a Nueva York, mientras que los judíos que quieren una vida para todos los judíos se van a Palestina. ¿Me comprende?