71. EL CAMPO ZEPPELÍN

(NÚREMBERG, SEPTIEMBRE DE 1935)

Paul Dukas había decidido no aceptar lo que viniera sin más. Quería estar informado de lo que estaba sucediendo en Alemania. Pensaba que habría mucha exageración en la prensa, casi toda ella afín al NSDAP alemán. Tras la visita a Berlín comprendió que los nazis no iban a conformarse con expulsar a los judíos del Reich. Las amenazadoras palabras del doctor Gerhard Wagner y del doctor Wolfram Sievers le habían hecho reflexionar sobre qué pretendían en realidad los nazis, hasta dónde llegarían una vez que tuvieran todo el poder. La quema de libros le demostró que ese momento ya había llegado.

Las noticias llegaban a Viena muy deprisa y la voluntad del Führer del Reich de legislar sobre la cuestión judía significaba una amenaza demasiado obvia como para mirar hacia otro lado. Paul Dukas tomó la arriesgada decisión de viajar a Núremberg y comprobar «in situ» hasta donde llegaba el dogmatismo del régimen y la sumisión de las masas. Una idea absurda y casi suicida para cualquiera. Dukas tenía otros defectos pero no era ningún cobarde.

Tenía la ventaja de que era rubio, de piel clara y ojos grises. Podía pasar por un austríaco, tal y como por otra parte demostraba el pasaporte falso que había adquirido a uno de sus pacientes del hospital, un croata con trastornos de conducta, capaz de falsificar cualquier documento. En el documento figuraba como un austríaco de nombre Paul Heiden, natural de Viena. Había tenido un paciente con ese apellido, aproximadamente de su edad. Estudió a fondo la historia familiar de aquel hombre en la ficha que le hizo. Tiempo después el hombre se marchó a vivir a los Estados Unidos, de donde era su esposa.

Recordaba cuando siendo joven estudiaba en Berlín y sus compañeros no creían que fuera judío. Desde que se convenció que los nazis se apoderarían antes o después de Austria, quería tener un pasaporte que le permitiera escapar en un momento dado. Incluso fue a hablar con Selma para ofrecerle adquirir uno para ella y sus hijos. Pero Selma no quiso ni escucharle. Quiso convencerla de lo que había visto en Alemania y la amenaza que todo aquello significaba. Ella le dijo que estaba segura de que lo que le estaba contando era cierto, pero que de momento no quería saber nada de aquel asunto. Le replicó que le parecía mucho más peligroso ir por ahí con un pasaporte falsificado que ser judía.

No le dijo a nadie que iba Núremberg. Ni siquiera a su madre que seguía comprendiéndole mejor que nadie. Solo compró un billete de ida y vuelta en tren hasta allí, y en una agencia de viajes reservó una habitación en un pequeño hotel de Fischbach, una población situada apenas a diez kilómetros, para el 15 y 16 de septiembre. No le resultó fácil dada la importante concentración que iba a tener lugar en Núremberg, tuvo que pagar el doble de lo que costaba su precio normal. Quería ir y ver lo que estaba sucediendo con aquel «virus nazi» que había infectado a gran parte de la población alemana y que comenzaba a extenderse por Austria.

En Viena todo el mundo hablaba de Hitler, un austríaco que se había convertido en el Führer del Reich alemán. ¿Qué pretendía aquel hombre que creía ser el nuevo mesías del pueblo germano? ¿Cumpliría con sus amenazas? Muchos comentaban de él que no era más que apariencia, y que bajo la piel de Hitler no había nada, que aquel hombre no tenía alma. ¿De dónde había salido? ¿Dónde se había formado? ¿Quiénes habían sido sus maestros? De todo lo que exponía en sus discursos, ¿qué tenía sentido? Un cóctel de amenazas, lugares comunes, falsas referencias, envuelto todo ello en retórica barata, utilizando un lenguaje pobre. Aquel hombre no poseía la suficiente cultura para ser un teórico. Para él, como psiquiatra, era evidente que aquel hombre sufría de paranoia. ¿Cómo era posible que un pueblo tan prudente y lógico como el alemán hubiera optado por un líder como él?

Él iba a ir a estudiar al lobo en su guarida. Por otra parte no creía correr un gran riesgo. Allí habría demasiada gente como para que pudieran controlarlos a todos. Sería prudente.

Adquirió en un puesto callejero una pequeña esvástica y una insignia nazi. Después fue a un barbero al que no entraba nunca. Le pidió que le cortara el pelo al estilo alemán, con las patillas y los laterales de la cabeza al cero, también le dijo que le afeitara la barba. Cuando se observó en el espejo pensó que no podría atender a sus pacientes privados hasta que volviera a crecerle algo la barba, o creerían que él también estaba comenzando a tener problemas.

Aquella misma noche subió al expreso que lo llevaría hasta Núremberg. En la frontera mostró el pasaporte como Paul Heiden. No tuvo ningún problema. El funcionario observó la insignia nazi y asintió sin hacer ningún comentario mientras sellaba el pasaporte. Paul volvió a su departamento y volvió a dormirse.

Al amanecer el tren entró en la estación de Núremberg. Había mucha gente entrando y saliendo. Las esvásticas decoraban la estación y la ciudad hasta el agobio. Caminó hasta una parada de taxis entre la gente, muchos de ellos jóvenes vistiendo el uniforme de las Juventudes Hitlerianas y SS cargados con grandes mochilas, todos con grandes sonrisas. También vio militares, oficiales de la Reichswehr que habrían sido invitados, gente de paisano con la esvástica cosida en la manga de la chaqueta. Mucha policía de uniforme, e imaginó que al menos otra tanta de paisano. Núremberg estaba invadida por un tropel inmenso de personas, llegadas de cualquier parte de Alemania. Todo el mundo intentaba llegar a su lugar de cita.

Tuvo que aguardar un buen rato en la parada para poder coger un taxi que le llevará a Fischbach. Antes de descender concertó un precio con el taxista para garantizar que podría disponer de él. Lo cerró en sesenta marcos, lo que equivalía a pagar el triple de lo que habría facturado en un día bueno. Entró en el hotel, el recepcionista asintió al escuchar su nombre. Efectivamente tenían una habitación reservada a nombre de Paul Heiden. Era más una pequeña pensión que un hotel de pueblo, pero estaba muy limpio y la habitación daba a la plaza. En Fischbach también había mucha gente que estaba preparándose para asistir a la concentración. En la fachada del ayuntamiento situado frente al hotel ondeaban dos grandes banderas con las omnipresentes esvásticas.

Desayunó en el pequeño comedor del hotel. Un huésped se sentó frente a él y observó su insignia. Le sonrió mientras extendía la mano:

—Walther Schmidt, de Frankfurt —él le devolvió el saludo y la sonrisa—. Paul Heiden, de Viena.

Schmidt le explicó que era periodista del «Frankfurter Zeitung», y que también iba a la concentración ya que tenía que realizar un reportaje. Paul se presentó como un hombre de negocios austríaco, que simpatizaba con el partido de Adolf Hitler y que había venido a Núremberg para ver aquella manifestación.

—¡Es grandioso lo que está pasando en Alemania! ¡Grandioso!

Schmidt parecía un ferviente nazi entusiasmado por las circunstancias. Paul pensó que por ese motivo lo habrían enviado allí. Después se despidieron. Schmidt tenía que hacer varias entrevistas a personajes del partido por la mañana.

Paul salió a buscar al taxista. Cuando subió al coche vio a su nuevo amigo aguardando en la parada. Comenzaba a llover, y le dijo al taxista que se detuviera.

—¿Quiere usted que le lleve a Núremberg? Hoy no va ser fácil encontrar un taxi libre.

Schmidt subió al coche con un gesto de alivio.

—¡Es usted providencial! ¡Tengo que entrevistar a Wilhelm Frick, el ministro del interior dentro de media hora! ¡Me ha salvado usted de un verdadero desastre! ¡Ese hombre apenas concede entrevistas! ¡El problema es que dentro de una hora y media tengo que estar al otro lado de la ciudad!

El taxi los llevó hasta el centro de Núremberg. Paul le dijo al taxista que aguardara lo más cerca posible y ambos entraron en el vestíbulo. Le había dicho a Schmidt que igualmente lo acercaría el mismo taxista. Aguardaría allí a que terminase la entrevista con el ministro. El periodista era un hombre extrovertido. Tal vez le contaría algo de la entrevista.

Schmidt volvió al bar del vestíbulo apenas unos minutos más tarde. Le dijo que el ministro estaba hablando por teléfono, y que le avisarían cuando terminase. Tomaron un café en la misma barra, Schmidt dijo que iba un momento a los servicios. En aquel momento llegó alguien con un brazalete con la esvástica preguntando en voz alta por Walther Schmidt. Levantó el brazo. El hombre se le acercó sorteando a la gente.

—Soy uno de los secretarios. El ministro del interior, el señor Frick, le aguarda. Si me acompaña lo conduciré a la suite.

Schmidt volvía del servicio en aquel momento. Se dio cuenta del error del secretario, de la situación, y se encogió de hombros. No había tiempo de dar explicaciones. Siguieron al funcionario que los condujo a la suite en la planta primera. Casi sin darse cuenta estaba dando la mano al ministro del interior, uno de los líderes del partido nazi, y por lo que sabía uno de los mayores enemigos de los judíos alemanes. Para el ministro ambos eran enviados del «Frankfurter Zeitung». Tomaron asiento en un tresillo de la lujosa suite. Schmidt sacó su cuaderno, su estilográfica. Sabía que no había que desaprovechar ni un segundo.

—Ministro: ¿Qué ocurre con «la cuestión judía»?

Frick entrecerró los ojos. Era una pregunta directa. La estaba esperando y ni podía, ni quería evadirla.

—Bien. La ventaja de este gobierno del Führer es que por primera vez en muchos años podemos hablar claro. Se lo diré sin subterfugios, para que me entienda todo el mundo. Los alemanes están hartos de los abusos de los judíos. Ha llegado el momento de aclarar las cosas. Los judíos tendrán que devolver todo lo que han atesorado con argucias y malas artes. Además los alemanes no necesitan a los judíos. ¿Para qué podrían necesitarlos? Son otra gente que se ha infiltrado entre la raza germana, y desean que se vayan por donde han venido. Todos sabemos que ellos son los verdaderos culpables de la situación. No queremos agitadores bolcheviques en Alemania, tampoco acaparadores, mucho menos una raza que contamine a la nuestra. ¡Tendremos que separarlos de los buenos alemanes, intentar que no tengan relaciones con inexpertas muchachas alemanas! ¡Eso ha ocurrido en el pasado y sigue sucediendo, pero estará usted conmigo en que no puede volver a suceder! ¿Me comprende? Ahora ha llegado el momento de legislar para hacer las cosas en derecho, por lo que el gobierno va a proponer tres leyes. La ley de la Bandera, la ley de la Ciudadanía, y la ley de la Sangre, y lo va a hacer aquí y ahora, en Núremberg. ¡Voy a darle el título para su artículo! ¡Las leyes de Núremberg! ¿Qué le parece?

—¡Gracias ministro! —Schmidt asintió—. ¡Una magnífica sugerencia que el «Frankfurter Zeitung» y yo mismo le agradecemos! Quiero que me aclare algo. En la calle se comenta que el gobierno debería enviar a todos los judíos a Madagascar. ¿Qué hay de cierto en ello?

—Sí, es cierto, bueno, algo habrá que hacer y pronto, no sé si a Madagascar, a Siberia o a América del Sur. ¡Lo que si se es que aquí están sobrando! El criterio de este gobierno es que Alemania debe ser para los alemanes. ¡Hay muchos otros que tampoco tendrían por qué estar aquí! ¡Los gitanos, roma o sinti, por ponerle un ejemplo! ¿Usted cree que son humanos? A mí no me lo parecen. Por otra parte esa idea de Madagascar no es nuestra, sino de un inglés, Henry Hamilton Beamish. También la propusieron unos holandeses, Arnold Spencer Zeese y Egon van Winghene. Pero sobre todo el propio sionista Theodor Herzl lo escribió en su libro «Altneuland». Pero si quiere comprobar hoy en día cuál es el pensamiento acerca de los judíos, pregunte en Varsovia a las autoridades que adónde enviarían a sus judíos. Para mí, Madagascar está demasiado cerca. Mire, en Polonia hay tres millones de judíos, aquí en Alemania, quinientos mil, en Austria doscientos mil, ¿y en Hungría, en Rumanía, en Bulgaria? ¡En Rusia ni se sabe! ¡Están en todas partes! Alguien tendrá que poner orden, ¿no le parece?

Paul Dukas, en su papel de Paul Heiden miraba al techo. Aquel nazi, Frick, era un personaje de cuidado. Le hubiera replicado, pero sabía que en tal caso hubiera sido lo último que habría hecho en su vida. Estaba memorizando sus palabras. Llegaría el día de pedirles cuentas.

Vio como Schmidt intentaba no dejarse ni una coma, asintiendo a todo lo que el ministro decía. Aquella era la manera en que se estaba creando una determinada forma de pensar en todo el Reich.

—Sí, mire, juristas de la talla de Bernhard Lösener y Franz Albrecht Medicus están trabajando en ello, también el prestigioso doctor Gerhard Wagner, que representa a los médicos del Reich que pretenden evitar la bastardización de la población alemana. Todos ellos trabajan para este ministerio de la mano del secretario de estado, Wilhelm Stuckart. ¡Ha llegado la hora de poner los puntos sobre las íes!

La entrevista la interrumpió una llamada telefónica del Führer. Los secretarios del ministro los invitaron a abandonar la suite. En el pasillo Schmidt parecía satisfecho.

—¡Bueno! ¡Nos han interrumpido en lo mejor, pero no me quejo! ¡Con este material puedo escribir un buen reportaje! ¿Qué tal le va como mi ayudante? ¿Le gusta el periodismo? ¡Ja, ja, ja! ¡La verdad, lo que es la vida! Bueno si me lleva de nuevo en su taxi se lo agradeceré. ¡Pero a esta no le van a dejar entrar! ¡El Führer cuida mucho quién entra y quién sale! De todas maneras si quiere luego quedamos a comer en esa cervecería donde me han dicho que se comen las mejores salchichas de Alemania, y se lo cuento. Después por la noche se viene conmigo y vemos la parada y el desfile. ¡Va a ser impresionante! ¿De acuerdo?

Paul estaba de acuerdo. Era lo mejor que le podía haber pasado, como acompañante del reportero de un prestigioso diario como el «Frankfurter Zeitung» lo tendría más fácil y se sentía más seguro.

Vio acercarse dos rostros que le resultaron conocidos, eran el doctor Gerhard Wagner y el doctor Karl Brandt. Ambos iban enfrascados en su conversación y al cruzarse no repararon en él. Respiró hondo. Probablemente estaban citados con el ministro Frick. Tal vez incluso habrían entrado en la suite mientras ellos seguían allí. Se había librado por los pelos de encontrarse en una situación extremadamente comprometida. Hubiera resultado muy difícil explicar su estancia en Núremberg. Notó como se le erizaban los pelos de la nuca, ya que había reconocido delante de los dos que era judío y que se sentía judío.

Dejó a Schmidt en un edificio en las afueras. Numerosas esvásticas colgaban de los balcones. No pudieron acercarse ya que estaba literalmente tomado por las SS. Mientras se alejaba en el taxi lo vio discutiendo con uno de ellos. Volvió al centro. Iba dándole vueltas a la cabeza sobre las cosas del azar. Si no hubiese sido por la llamada en aquel momento lo estarían interrogando los de las SS. De pronto fue consciente de que se la estaba jugando. Se encogió de hombros. La experiencia merecía la pena. Solo por presenciar el ambiente festivo de la ciudad, como si se estuviera celebrando una feria. Tampoco quería perderse la gran parada que anunciaban los altavoces por todo Núremberg.

En aquel momento Schmidt entró en la cervecería y lo buscó con la mirada. Lo notó molesto. Al final no había podido entrevistar al Führer; solo a uno de sus hombres, un tal doctor Karl Brandt, un gerifalte del partido y médico de Berlín. Se lo había enviado el ministro Frick.

—¡Un tipo insoportable! ¡Verdaderamente insoportable! ¡No le habría gustado escucharle! ¡Esperaba ver al mismísimo Führer y en su lugar me envían a un gusano!

Paul asintió mientras sentía un escalofrío. Pensó que, al menos en aquella apreciación, Schmidt tenía toda la razón, y que acababa de librarse por los pelos.

Por la tarde a primera hora fueron en el taxi al Campo Zeppelín. Miles de personas se dirigían hacia allí andando, y muchos cantaban entusiasmados. Schmidt fue a una de las taquillas reservadas para la prensa y volvió con dos pases. Le explicó que había una enorme tribuna para periodistas en un sitio estratégico.

—¡Aquí tiene! ¡No me han puesto ninguna pega! ¡Es usted oficialmente mi ayudante! ¡Ahora trabaja en el «Frankfurter Zeitung»! ¡Es usted un tipo afortunado! ¡Y yo por encontrar a alguien tan amable!

Paul estaba asombrado de lo que veía. Comenzaban a entrar las distintas escuadras en el enorme espacio del Campo Zeppelín. SA, SS, Juventudes Hitlerianas, en formaciones de diez en fondo por centenares, tal vez miles de filas, con precisión milimétrica. El resultado era un impresionante, y al tiempo, inquietante escenario. Tres gigantescos estandartes con la esvástica colgaban al fondo. No tendrían menos de treinta metros de altura, pero las dimensiones del campo los empequeñecían.

Hitler comenzó a hablar y centenares de altavoces ampliaron su inconfundible voz, reverberando, formando ecos que en algún momento duplicaban sus palabras. El Führer gritó sus consignas cerca de una hora. Desde su posición tenía que volverse ligeramente para observarlo. Aquel hombre gesticulaba mucho, como si quisiera redundar cada una de sus palabras. Una ligera brisa se llevaba alguna en ocasiones. Era como si lo hubiera oído anteriormente. Un lenguaje cortante, en el que verbos como aniquilar, destruir, conquistar, expulsar, se repetían una y otra vez, un nuevo vocabulario que se repetía en todo el Reich, sustituyendo al existente, en los discursos, los periódicos, los noticiarios, las aulas, las conferencias, los colegios profesionales, las universidades. Alguien junto a él le prestó unos prismáticos, enfocó y pudo distinguir el rostro de Hitler como si lo tuviera al lado. Al seguir observando la tribuna encontró el perfil de Karl Brandt. Era él sin duda alguna. Le vio volver el rostro como si intuyera que lo estaban observando. Pensó con alivio que se encontraba demasiado lejos para que lo distinguiera a simple vista, y menos con la tarde cayendo.

Cuando oscureció a eso de las ocho, en un teatral gesto, todos los formados encendieron cada uno de ellos su antorcha al unísono. Tuvo que tragar saliva. Miles y miles de jóvenes dispuestos a todo por su Führer y por su Reich. A matar o morir si fuera preciso. Unos potentísimos reflectores creaban la ilusión de gigantescas columnas que se perdían entre las nubes bajas. No era capaz de asimilar el dramático efecto que estaba presenciando y se sintió ligeramente mareado.

Al acabar el acto, las formaciones abandonaron el campo portando sus antorchas, entre el estruendoso y rítmico sonido de miles de tambores y trompetas. Recorrerían la distancia hasta el centro de Núremberg. Alguien había ordenado que se fueran apagando las farolas y los escaparates a medida que llegaban. Un efecto visual y escénico abrumador que estaba consiguiendo que la gente creyera que había llegado el Reich de los mil años, guiado por el nuevo mesías de Alemania, el Führer Adolf Hitler. Schmidt también estaba cansado y decidieron dar la jornada por terminada, volvieron en el taxi al hotelito en Fischbach. Se despidieron como amigos.

Pensó que nada tenía contra aquel reportero. Mientras intentaba conciliar el sueño tras un día cargado de emociones, no podía dejar de pensar en la cara de Schmidt si hubiera sabido con quien había pasado aquella intensa jornada, presentándole al ministro que iba a firmar las leyes raciales que Hitler había anunciado en su discurso. A pesar de todo tuvo que sonreír.

El mismo taxista lo recogió a las seis de la mañana. La ciudad seguía llena de gente, muchos habrían bebido de más, algunos aún tenían ánimos para seguir cantando. Una legión de barrenderos intentaba volver a dejarla como antes. En la estación de Núremberg no cabía un alma. Repleta de jerarcas del partido, desde los gauleiter de las distintas provincias, la aristocracia nazi, rodeados de serviles ayudantes, a tipos malcarados y agotados con arrugados uniformes de color marrón que no habrían dormido. A las siete de la mañana subió al expreso con destino a Viena que procedía de Berlín.

Se introdujo en su departamento. Corrió el cerrojo, abrió la cama y se tendió vestido como estaba. No deseaba correr más riesgos, sabiendo que había agotado su cupo de buena suerte. El tren se puso en marcha. Se sentía cansado y debió dormirse. Le despertó el chirrido de los frenos, y los golpes de los topes con los vagones golpeando unos contra otros, algunos pitidos lejanos, estaban cruzando la frontera con Austria. Tampoco aquella vez tuvo ningún problema. Llamaron a la puerta, y abrió intentando mantener la calma. El emblema con la esvástica en la solapa volvió a librarle de preguntas embarazosas. Al cabo de un largo rato el tren volvió a ponerse en marcha. El monótono sonido de las ruedas le hizo volver a adormilarse. Cuando despertó, al levantar la cortinilla, vio que el expreso entraba en la estación de Viena. Eran las ocho en punto de la tarde.

Al descender del vagón respiró con alivio. Para entonces se había quitado el emblema nazi de la solapa. Lo observó con cierta repugnancia y por un momento dudó en si tirarlo por la alcantarilla. Al final lo metió en el bolsillo de la chaqueta, y caminó hacia la parada de taxis. Mientras recorría el tranquilo y vacío Ring, por contraste con las aglomeraciones de Núremberg, imaginaba la cara que pondría su amigo Freud cuando le contara sus aventuras.