68. LA VISITA DE ILSE

(PEENEMÜNDE, ENERO DE 1935)

El quince de enero de 1935, Ilse Edelberg recibió una citación personal de la Comisaría Central de la Gestapo. Un anodino funcionario de paisano se la entregó en mano y tuvo que firmar que la había recibido. El escrito decía que debía presentarse tres días más tarde para realizar una entrevista personal, a la que debía acudir sola. En un principio temió por la vida de Karl, pero luego pensó que debía tratarse de otra cosa. Si le hubiera sucedido algo, las cosas hubieran sido de otra manera.

A finales de mayo había recibido una carta de puño y letra de su marido, en la que le contaba que estaba trabajando en un proyecto que le obligaba a residir en el mismo centro de investigación. Una carta sin matasellos, en la que Karl le explicaba que no podía decirle donde estaba, pero que se encontraba bien y que en cuanto pudiera volvería con ella y con los niños. Le pedía que tuviera paciencia y que mantuviese la discreción.

Después fue recibiendo una carta mensual. Todas sin matasellos. Todas escritas con la inconfundible caligrafía de su marido. Alguien que no era el cartero las dejaba en su buzón. En todas ellas Karl intentaba animarla, asegurándole que estaba trabajando en algo muy importante, aunque no pudiera explicárselo. En una de ellas, incluyó una foto algo desenfocada en la que se le veía en el exterior de un edificio, con un abrigo gris y un sombrero. Con una lupa comprobó que era él, pues a simple vista no era capaz de reconocerlo, aunque su aspecto era el de un hombre diez años mayor. En la foto Karl había escrito la fecha y firmado debajo «20 de diciembre 1934, Karl Edelberg». Aunque se quedó muy preocupada, al menos aquello garantizaba que seguía vivo.

El día de la cita se acercó con tiempo al cuartel general de la Gestapo en Prinz-Albrecht-Strasse. En Berlín comenzaban a llamar al edificio «La casa de los horrores». En el mostrador del vestíbulo general dio el número de expediente que figuraba en la carta. El funcionario la miró por encima de sus anteojos y le dijo que pasara a la sala de espera, que aguardara a que la llamaran.

Apenas diez minutos más tarde, exactamente a la hora en que la habían citado, el hombre se acercó a ella. Ya no parecía tan adusto.

—Señora Edelberg. La recibirá el inspector Brunner. Acompáñeme por favor.

Fue tras él por el largo pasillo que ya conocía de la otra vez. Se sentía extrañamente tranquila, como si todo aquello no fuera con ella. Entraron en el despacho sin llamar. El inspector Brunner se levantó y le sonrió. Ilse no esperaba aquel recibimiento. El hombre la invitó a sentarse.

—Señora Edelberg. Lo primero que tengo que decirle es que su marido, el señor Karl Edelberg se encuentra bien. Para su tranquilidad, le diré que no hay ningún cargo contra él. De hecho sabemos que está trabajando por su propia voluntad para el gobierno. ¡El señor Gessner tiene importantes contactos! Ahora las cosas no son como hace unos meses. ¿Me comprende? Bien. Se la ha citado para explicarle que dentro de unos días se le va a permitir visitarlo. Sintiéndolo mucho, sus hijos no van a poder acompañarla. Naturalmente usted no podrá contar nada de lo que hable con su marido, ni decir donde se encuentra. Todo será absolutamente confidencial. ¿Comprende? Su esposo es un importante científico, que está trabajando en un proyecto secreto de interés para el gobierno. Si le permitimos ir a verle es para que compruebe que él se encuentra bien, que ambos entiendan que esta situación es temporal y lo mejor para ambos, y por supuesto para Alemania. Si está de acuerdo, el próximo lunes alguien pasará por usted y la acompañará hasta donde se encuentra su marido. Tendrá que aceptar sus instrucciones y hacer las cosas conforme se le indiquen. Solo así se le permitirá volver de vez en cuando. Es por su propia seguridad y la de su esposo. ¿De acuerdo?

Murmuró un «sí» casi inaudible. No podía hacer otra cosa. Sabía cómo funcionaba aquella gente y no quería poner en riesgo la posibilidad de ir a verlo, ni de que ella tuviera un problema. Aquel inspector sabría algo que ella desconocía, ya que la trataba con excesivos miramientos. Alguien le habría advertido de que no la asustara, que fingiera una amabilidad y una situación que no tenía nada que ver con la realidad. Ella sabía por experiencia que aquella situación podría cambiar en apenas un abrir y cerrar de ojos.

El inspector Brunner la acompañó hasta la puerta principal. Le dijo adiós desde la escalinata. Ella caminó algo aturdida bajo la ligera lluvia hacia la parada del tranvía. No podía comprender lo que estaba sucediendo.

El fin de semana intentó hacer su vida normal: El tiempo mejoró el domingo y le permitió visitar el zoológico con los dos niños mayores. Charlotte se quedó toda la mañana con el pequeño David. El niño era hiperactivo, no paraba en todo el día. El médico le había dicho que no podría llevar una vida normal, tampoco asistir al colegio. Un gran problema.

Su madre no deseaba discutir con ella. De vez en cuando se daba cuenta de que la observaba fijamente, como si la culpara porque Karl hubiera desaparecido de nuevo. Cuando supieron que vivía pero que estaba retenido en algún lugar, Charlotte que había vivido sola toda su vida y no deseaba que a ella le ocurriera lo mismo, lloró de alivio por ella.

En el zoológico los niños disfrutaron con los animales. A David tenían que llevarlo atado al cochecito, si se sentía libre comenzaba a correr sin mirar por donde iba. Se dio cuenta de que se veían algunos reclutas paseando, muchachos muy jóvenes que se habían alistado en el ejército. No sabía que Alemania pudiera volver a tener un ejército. Relacionó aquello con la investigación secreta en la que estaba trabajando Karl. No por su gusto, ya que lo habían secuestrado y extorsionado con violencia para que hiciera lo que ellos querían. Entonces cayó en la cuenta de que acababan de votar en un plebiscito para la reincorporación del territorio del Sarre al Reich. Aquel asunto venía dando vueltas desde el Tratado de Versalles. El día del plebiscito les dijeron a través de la radio y los periódicos que los franceses iban a invadir el Sarre. El Führer había dicho por radio que con aquella anexión terminaban las demandas territoriales de Alemania. Que el Reich alemán solo aspiraba a la paz. Pero aquellos reclutas eran algo más. Ilse estaba comenzando a comprender que el Tercer Reich no era lo que ella había creído. Tampoco lo que muchos alemanes esperaban.

Sin embargo, aunque se aferraba a la idea de que las cosas estaban cambiando para un futuro mejor, y que durante un tiempo serían precisos duros sacrificios, algo dentro de ella se estaba rebelando. Contra la Gestapo, las SS, la violencia utilizada por el NSDAP para conseguir lo que en cada momento pretendía, los numerosos campos de trabajo, en realidad durísimas prisiones que estaban apareciendo en toda la geografía de Alemania, lugares temidos de los que se contaban muchas cosas, también los asesinatos políticos, los secuestros que llevaba a cabo la Gestapo o las SS, como el de Karl, que la afectaba a ella directamente, que habían ocasionado miles y miles de desapariciones, la forma en que Hitler se había deshecho de la oposición, los violentos métodos contra los judíos. También el peligroso ambiente de las calles, en donde los matones nazis campaban por sus respetos, sin que la misma policía se atreviese a llamarles la atención.

Se estaba dando cuenta de que aquella situación podría terminar por afectarla a ella misma. Quisiera escucharla o no, su propia madre le había recordado que era hija de un judío. De acuerdo con los criterios nazis, ella y sus hijos estaban contaminados racialmente. Eran demasiadas cosas como para mirar hacia otro lado. Comenzaba a darse cuenta de que Karl tenía razón cuando rechazaba aquel régimen de terror. Extrajo la arrugada carta que él le había enviado y la releyó despacio. En aquel preciso momento comprendió que si Karl no le había podido decir donde estaba trabajando, no se debía solo a que lo hubieran censurado. ¡Ni él mismo debía saber dónde estaba! Necesitaba saber cómo se encontraba. La fotografía mostraba un hombre que no se parecía físicamente a su marido. Era él, sin duda, pero al tiempo otro hombre diferente.

Se preparó concienzudamente para la visita. Había ido a su peluquero el domingo por la tarde, cuando volvieron del zoo. Hans la atendió en su casa sin preguntarle nada. Comprendía las circunstancias, estaba informado de que su marido no estaba con ella. Le tiñó las canas que comenzaban a aparecerle y luego la peinó cuidadosamente. No quiso cobrarle. Le dio la mano deseándola suerte. Agradecida, le besó en la mejilla.

El lunes a las siete de la mañana recibió la llamada telefónica, como había quedado con el inspector Brunner. La voz la advirtió que a las ocho en punto la aguardaría un coche en la puerta. Debía estar lista para el viaje y llevar ropa suficiente para veinticuatro horas. Después colgaron.

Una hora más tarde, tras despedirse de su madre y besar a los niños, aún dormidos, bajó al portal. Lloviznaba. Un instante después un vehículo negro se detuvo frente al edificio. Ella corrió hacia él con su pequeña maleta, intentando que la lluvia no le mojara el cabello. Un hombre descendió y le abrió la puerta trasera. Ilse era consciente de que su madre estaría inquieta, observando por la ventana. Se iba a quedar con los niños hasta que ella volviera. El hombre no le dirigió la palabra y ella sin dudar entró en el coche. Cuando se cerró la puerta se dio cuenta de que las ventanillas traseras estaban cubiertas con un hule que le impedía ver el exterior. Tampoco podía ver a los dos hombres que iban en el asiento delantero. Estaba resignada a aceptar lo que la impusieran, pero acababa de convencerse de que aquella no era la Alemania que ella deseaba para sus hijos.

Viajaron durante tres horas. Al principio estaban circulando por una carretera bien asfaltada, al menos durante una hora y media. Debía estar lloviendo bastante ya que resonaba con fuerza en el techo, y la penumbra en el interior del vehículo se acentuó. Después el coche comenzó a traquetear, de lo que dedujo que se encontraban en una carretera de segundo orden, probablemente sin asfaltar. No tenía ni idea de hacia dónde se estaban dirigiendo. Aquella gente no quería que ella supiera donde estaba su marido. Tendría que tratarse de algo muy secreto. Tal vez armamento, prohibido por el Tratado de Versalles. Karl era especialista en óptica. Sabía que estaba trabajando en su empresa en sistemas catadióptricos, aunque ella no sabía bien de qué se trataba. Karl le había hablado de un investigador que colaboraba con él. Un tal Bernard Schmidt. Decidió llamarle cuando volviera a Berlín. Karl le diría donde localizarlo.

De pronto el automóvil se detuvo y el motor se paró. Ilse pensó que habrían llegado a su destino. La puerta se abrió y el mismo individuo le dijo que habían llegado y que descendiera del coche. Cogió su bolso y salió. El hombre le entregó su pequeña maleta. Se encontraban en un gran patio interior. El aspecto de las edificaciones era como si formaran parte de un complejo industrial. Las vías del tren se introducían hasta allí. Miró hacia arriba pero solo pudo ver un cielo plomizo. El hombre le dijo que lo siguiera. Caminaron hacia unas escaleras metálicas descubiertas que ascendían hasta la primera planta. Sus pasos resonaron en el gran patio abierto. Parecía conocer donde se hallaba, ya que subió con rapidez y tiró de la puerta abriéndola hacia afuera. La dejó pasar y él la siguió. Cruzaron una nave desierta hasta otra puerta situada al fondo. Un hombre de paisano abrió otra puerta. Entraron en un largo pasillo con puertas a ambos lados. Su guía la invitó a entrar en la primera. Le dijo que aguardara allí y él salió. Era una habitación destartalada, con un catre, dos sillas y un lavabo. La ventana tenía los cristales traslúcidos, lo que impedía observar el exterior. Tuvo la impresión de que se trataba de una celda. Se sentó en una de las sillas y aguardó resignada, sabiendo que se encontraba en sus manos y que no podría hacer otra cosa.

Unos minutos más tarde Karl entró en silencio. Se quedó mirándola. Ella recordaba su expresión vital, su vigor, sus movimientos resueltos. Todo aquello había desaparecido. Karl era otra persona, unos ojos acuosos tras las lentes, el cabello canoso, al menos le faltaban dos dientes. Su ropa demostraba que había perdido mucho peso. Ilse se llevó la mano a la boca, sorprendida, sin saber qué decir. Él intentó esbozar una sonrisa y caminó hacia ella. Ilse no fue capaz de incorporarse. Él intentó abrazarla. Su ropa gastada olía a sudor y a suciedad.

—Querida. Como puedes comprobar ahora estoy mucho mejor —Karl intentaba tranquilizarla—. Lo pasé mal en aquel campo de trabajo, pero eso ya se acabó. ¡Me alegro tanto de que hayas podido venir! Os echo de menos a ti y a los niños. Ahora estoy empezando a trabajar en un nuevo proyecto, no puedo explicarte nada. Solo sé que me pagarán un sueldo… he pedido que te lo hagan llegar. No te preocupes por esta ropa. Un sastre me ha tomado medidas y me está haciendo un traje, unas camisas, tengo una bata para el laboratorio —bajó la voz—. Hay varios científicos judíos. Jacob Meyer al final no pudo marcharse, y también lo trajeron aquí. Todo va a mejorar, y me han prometido que después me enviarán a casa. La verdad, tengo ganas de ver a los niños.

La miró fijamente. Ilse sabía que no le estaba diciendo todo lo que sabía. Para no comprometerla.

—El problema es que no sé dónde estamos. Nadie me ha dicho dónde está este lugar, pero creo que debe encontrarse muy al norte, cerca del mar, ya que en ocasiones escucho las olas por la noche y puedo olerlo —Karl bajó la voz hasta convertirla en un susurro e Ilse tuvo que acercarse a él para escucharlo—. Creo que debemos estar cerca del Báltico, aunque no estoy seguro.

De pronto Karl se derrumbó mientras se cubría los ojos con las manos.

—¡En realidad ya no estoy seguro de nada!

Ilse tuvo que reprimir un sollozo. A ella le ocurría lo mismo. Durante aquellos años había estado convencida de que Alemania recuperaba la dignidad, la fuerza, y el prestigio internacional gracias al Führer. Había tenido que suceder aquello para que pudiera comprender lo equivocada que estaba.

Mientras la abrazaba, notó como Karl le pasaba un pequeño papel doblado mientras susurraba con voz casi inaudible que lo leyera cuando estuviese fuera y lo destruyera.

Ilse se lo metió en un bolsillo de la falda con un gesto como si buscara el pañuelo. Levantó los ojos y pudo ver como la mirada de él se había endurecido. Pensó en que tal vez habría alguien escuchándoles, vigilando. Se dio cuenta del espejo. Había oído hablar a alguien acerca de los espejos que servían como ventanas desde el otro lado. Se sentía asustada.

Karl prosiguió hablando con normalidad, aunque ella percibió que lo hacía con un tono cansino, sin ilusión. Como si no estuviera hablando para ella.

—Ilse. No tengo más remedio que cumplir con mi deber como alemán. Si el Reich me necesita, haré lo que tenga que hacer. Estaba equivocado. Creí que podía olvidarme de Alemania, vivir mi vida. He comprendido que todos los que podemos aportar algo debemos hacerlo. No te preocupes por mí, estoy bien, y cuando termine mi trabajo volveré a casa.

Karl se había tendido en el catre, como si deseara que ella se tendiera junto a él. Ilse lo intentó pero se incorporó un instante después. No podía, aquel no era el Karl que ella amaba. El fuerte olor la repelía y además se sentía vigilada.

—Sí, Karl. Quédate tranquilo, los niños y yo estamos bien. David es un poco inquieto, pero estoy segura de que mejorará. Mi madre me echa una mano y de momento no nos falta nada. Haz lo que tengas que hacer. Me siento orgullosa de ti, querido. Me ha aliviado verte. Por un tiempo creí que te había ocurrido algo malo.

Ambos permanecieron un largo rato en silencio. Ilse se dio cuenta de que no tenía nada más que decirle. Karl parecía aliviado de que ella lo hubiera rechazado. Después entró alguien. Se dirigió directamente a ella.

—La entrevista ha terminado. Ahora debe acompañarme. El señor Edelberg debe ir a descansar.

Ilse asintió. Lo único que deseaba era volver a Berlín. Besó a Karl en la mejilla, mientras él la miraba con tristeza. Tuvo la impresión de que él quería decirle algo más pero no volvió a hablar. Ella salió tras el guardián, que la condujo a una habitación muy similar, un lugar impersonal, con un aseo en un cuartito anexo y un lavabo en la misma estancia.

—Mañana por la mañana a las seis en punto saldremos para Berlín.

Era como si aquel hombre hubiera leído su mente. Pensó qué clase de personas serían los que estaban haciendo el trabajo sucio de los nazis.

Asintió. No quería tener otra entrevista con su marido en aquellas condiciones. No había podido ducharse ni cambiarse después del viaje, y se sentía sucia y cansada. El hombre cerró por fuera con llave. Ilse se tendió sobre el camastro y comenzó a llorar. Cuando se calmó, entró al aseo y extrajo el papel doblado. Estaba escrito en un trozo de hoja cuadriculada y perforada de bloc, con lápiz. Eran la letra y la firma de Karl.

Querida Ilse: Este lugar se encuentra cerca de un pueblo del Báltico llamado Peenemünde. El gobierno está construyendo el prototipo de un nuevo submarino en un proyecto ultra secreto de la Germaniawerft, una sociedad participada por el Reichswehr denominado MVBIIB. Yo tengo la responsabilidad de diseñar toda la óptica, el periscopio y otras piezas importantes. Creo que a los que trabajamos aquí, prácticamente todos de manera forzada, no nos permitirán volver al exterior en mucho tiempo, lo más probable es que nunca. Hace poco uno de los científicos, un ingeniero judío casi logró escapar, pero lo mataron a tiros en la alambrada exterior. Eso nos demostró que nos mienten y reafirmó mi voluntad de terminar con esta situación. En cualquier caso ya no soy el que fui. Ellos quebrantaron mi cuerpo y mi alma. Prefiero mil veces la muerte y he tomado la decisión de suicidarme. Tal vez soy un cobarde, pero no soporto permanecer aquí por más tiempo, y temo que si dejo de colaborar me llevarían al campo de prisioneros en el que permanecí antes. El verdadero culpable de esta situación es Stefan Gessner. Él me denunció, y él hizo que me arrestaran. Es un hombre malvado y peligroso.

Quiero que sepas que te he querido mucho. Siento que esto termine así, pero ya no soy capaz de resistir un solo día más. Ellos desconfían de mí, y si te han hecho venir ha sido solo un último intento para convencerme de que es mejor que colabore, ya que en caso contrario mi familia podría tener serios problemas. No quería que te dijeran que había sido un accidente. Debes saber que esta gente, los nazis, son capaces de todo. Tengo la certeza de que cuando yo haya desaparecido te dejarán tranquila, ya no les servirás para nada. Eso me reconforta. Cuida de los niños y perdóname, te lo ruego. Hasta siempre.

Karl

P.D. Te ruego encarecidamente que destruyas esta carta de inmediato. Rómpela en pedacitos y tírala por la cisterna del WC. No permitirán que nada de esto se sepa, es posible que te registren antes de permitirte salir de aquí. Si te la cogieran encima te asesinarían. Ya ha ocurrido antes.

Ilse no fue capaz de llorar al terminar la carta. Era como si lo supiera desde que había visto a Karl. Dentro de ella sentía crecer un nuevo sentimiento por el Tercer Reich. Una mezcla de odio y desprecio como nunca hubiera creído poder llegar a sentir por nada.

Sabía que no podía hacer nada para cambiar las cosas. Si les mostraba la carta, o simplemente les explicaba que Karl quería suicidarse, los asesinarían a los dos. Karl no deseaba seguir viviendo en aquellas condiciones. Por encima de cualquier otra circunstancia ella debía cuidar de sus hijos. Lloró de nuevo amargamente hasta que debió quedarse dormida.

Se despertó sobresaltada en el momento en que alguien golpeó en la puerta para que se levantara. Diez minutos más tarde escuchó la cerradura y la puerta se abrió. Ella estaba preparada. Una funcionaria de aspecto serio la cacheó a fondo. Después abrió su bolso de viaje y lo vació sobre el catre. Comprobó todo minuciosamente. El hombre que la había acompañado observaba desde la puerta. La mujer no encontró nada y asintió. Caminó tras él, volvieron a hacer el mismo recorrido en sentido inverso. Entró en el automóvil que aguardaba en el patio y que arrancó un instante después.

Durante el viaje no podía dejar de pensar en el rostro de Karl. Sabía que no volvería a verlo nunca más, y le apenaba recordarlo así. Quería pensar en el que había sido antes.

Unas horas después llegaron a Berlín. Volvieron a dejarla frente a su casa. Descendió del coche que arrancó de inmediato. Miró hacia arriba y vio tras los cristales del balcón el rostro de su madre, aguardándola.

Más tarde cuando su madre ya se había marchado, se quitó el zapato. Bajo la plantilla de piel, doblada para ajustarla, se hallaba la carta. Se había roto por algún doblez. Volvió a leerla y de nuevo lloró sin consuelo, sabiendo que para entonces Karl se habría quitado la vida. Luego la escondió en un doble fondo del buró, donde también guardaba el dinero en efectivo.

Una época muy importante de su vida había acabado. Sentía una profunda tristeza y, al tiempo, la determinación de luchar por cambiar aquella situación.

Dos días más tarde recibió una citación urgente de la Gestapo para que acudiera de inmediato. Se arregló y se dirigió allí en el tranvía. En cuanto llegó el policía de guardia la acompañó al despacho del inspector Brunner que la estaba esperando. Volvía a ser el funcionario duro y desagradable del primer encuentro.

—Señora Edelberg. Siento tener que comunicarle que su marido falleció antes de ayer por la noche. Cayó por una escalera metálica y se desnucó. Debió ser una muerte instantánea. Quiero hacerle unas preguntas. ¿Le dijo a usted algo que pueda aclararnos ese penoso incidente? ¿Le dio alguna información sobre lo que estaba haciendo? ¿Pensó usted que podría intentar suicidarse? Mire, señora Edelberg, solo quiero que sea sincera. Es por su bien. ¿Comprende?

Ilse lo miró a los ojos. Había intuido que le podría preguntar algo semejante. No pudo evitar que unas lágrimas se deslizaran por sus mejillas, pero intentó mantener la calma.

—Inspector Brunner. Ya le expliqué la primera vez que nos vimos que mi esposo y yo pensábamos de manera muy diferente. Yo le eché en cara entonces que se hubiera distanciado del partido, pero él tenía sus propias ideas, y tal vez estaba siendo influenciado por alguien cercano. Después se fue transformando en alguien depresivo y temeroso. Fue por entonces cuando desapareció. Cuando lo vi apenas durante treinta minutos el otro día, ambos nos dimos cuenta de que nuestra relación había acabado definitivamente, a pesar de ser el padre de mis hijos. Me dijo que había comprendido que debía cumplir con su deber, no que pensara quitarse la vida. Añadió que no podía decirme lo que estaba haciendo. Nada más, acepto que tal vez mi postura le incitara a ello, siento mucho que haya tomado esa fatal determinación, sobre todo por nuestros hijos.

Ilse se quedó mirando al inspector Brunner, con ojos llorosos, intentando no mostrarse desafiante.

—Bien. Usted sabrá. Le puedo asegurar que aquí termina por saberse todo. No tengo más que preguntarle. Pero le haré una advertencia, señora Edelberg: No intente pasarse de lista, o la próxima vez no seré yo quien hable con usted. ¿Me comprende? Aquí tiene el certificado de defunción para poder tramitar los papeles de viudedad. Por cierto, al haber sucedido de esta manera, no tiene usted derecho a pensión alguna. Son las normas. Todos los bienes de Karl Edelberg serán embargados por el estado. Y váyase, ahora vuelva a su casa con sus hijos y prosiga su vida. Preferiría no tener que volver a verla nunca más. Se lo digo por su bien.

Ilse salió de allí sabiendo que cada día que pasara sin tener noticias de la Gestapo sería una victoria personal. No sentía temor por ella, sino por sus hijos. Los nazis eran capaces de cualquier cosa.