64. «LA NOCHE DE LOS CUCHILLOS LARGOS»
(BAD WIESSEE, MÚNICH, 30 DE JUNIO DE 1934)
Stefan Gessner sabía lo que iba a ocurrir. Según la información que les había llegado de los servicios de inteligencia de la Reichswehr, el golpe de estado de Röhm era inminente. Aquel hombre había hablado con Schleicher y Strasser, enemigos jurados de Hitler, y estaba armando hasta los dientes a varios escuadrones de las SA.
Stefan había estado presente en la tensa reunión entre el ministro de la guerra, Blomberg, acompañado de Reichenau y otros altos mandos militares, y la cúpula del partido presidida por el propio Führer. En ella se tomó la decisión de aguardar el momento adecuado y no hacer ningún movimiento que pudiera alarmar a los dirigentes de las SA.
Estaba allí, formando parte del séquito de Hitler, por deseo personal de Goering, que quería tener información directa de cómo se fueran a ir desarrollando los acontecimientos. Ni siquiera el propio presidente del Reichstag que había vuelto a Berlín se hallaba tranquilo. Aunque no existían dudas de la lealtad de los jefes de las SS, podría suceder cualquier cosa. Como había dicho Goering, una gigantesca partida de ajedrez en la que todos se vigilaban mutuamente.
Como si nada sucediera, Hitler se dirigió a Essen para asistir al enlace nupcial de su gauleiter. En la mirada perdida del Führer pudo comprobar la enorme tensión que se estaba viviendo. De allí salieron antes de hora hacia Bad Wiessee donde pasaron la noche. El propio Führer estaba inquieto, y se encerró con Goebbels en sus aposentos para llamar por teléfono a unos y otros. Él también habló personalmente con Goering hasta tres veces. Goering chillaba a través del auricular, gritándole que lo mantuviese informado.
De nuevo tuvieron que salir en plena noche hacia el aeropuerto. Volaron entre densas nubes con destino a Múnich donde llegaron al amanecer después de dos maniobras de aproximación fallidas. Finalmente el piloto consiguió aterrizar. Goebbels no se separaba de Hitler ni un instante. El gauleiter de Múnich les informó en plena pista de los desórdenes provocados por las SA en la región. Hitler gritó que Röhm era un traidor. Ya no había necesidad de seguir ocultando la situación. En dos coches se dirigieron al ministerio del interior bávaro donde había citado a los jefes locales de las SA, Schneidhuber y Schmid, que llegaron casi al mismo tiempo. Hitler se acercó a ellos y comenzó a gritarles histéricamente.
—¡Están detenidos! ¡Van a ser fusilados! ¡De inmediato! ¡Traidores!
Nunca había presenciado un acceso de ira semejante por parte del Führer, que no se sentía a salvo allí, por lo que decidió seguir viaje a Bad Wiessee, donde supuestamente se hallaba Röhm en el hotel Hanselbauer. Una vez allí, el Führer pretendía entrar solo a la suite de Röhm, aunque por razones de seguridad le acompañaron todos. Hitler empuñaba una pistola Walther y parecía decidido a cualquier cosa. Cuando entraron en la habitación de Röhm, un joven delgado y rubio se hallaba en la cama junto a él. Ambos estaban desnudos. Röhm no terminaba de creerse que el Führer estuviese allí y se frotaba los ojos. Hitler con una mueca de asco permitió que el joven saliera corriendo de la habitación y se encaró con Röhm, al que acusó de traidor al tiempo que repetía insistentemente que estaba detenido. Röhm comenzó a vestirse mientras mascullaba que él no era ningún traidor.
Hitler no quería seguir allí. Murmuró que sentía asco por lo que estaba presenciando. Por el pasillo vieron salir de las habitaciones colindantes a varios de los miembros del estado mayor de las SA. Algunos, al igual que Röhm, estaban acompañados por jóvenes de las SA. A todos se les encerró en el sótano.
Volvieron de inmediato a Múnich. Hitler parecía más relajado cuando descendieron del coche y entraron en la Casa Parda, en la Brienner Strasser, en el mismo centro de la ciudad, donde se encontraba el cuartel general del NSDAP. El cubil del lobo, como el propio Hitler lo llamaba. Allí se sentía seguro. Después fueron llegando dirigentes de las SA, de las SS, del partido. Se reunieron en el gran salón. Hitler entró y les gritó escupiendo saliva que no se había conocido en la historia otra traición como aquella, y que los responsables lo pagarían con su vida. Reinaba una atmósfera de histeria y terror entre los presentes. Stefan veía el miedo reflejado en muchas de las miradas que se cruzaban con la suya.
Media hora después partió el mensajero llevando a la prisión de Stadelheim la sentencia de muerte para seis de los líderes de las SA. Sin embargo el nombre de Röhm no figuraba en ella. Goebbels estaba muy ocupado coordinando la acción en el resto del país. Se había convertido en el gran juez. Él comentaba con el Führer los nombres y ponía una cruz en la lista. Había llegado el momento de la gran limpieza. Klausener, Otto Strasser, von Kahr, el general Strasser, el doctor Schmitt, el antiguo canciller Schleicher, Stempfle, antiguo amigo personal de Hitler. Muchos otros. Algunos sin saber de qué se les acusaba. Solo por envidias, antiguas rencillas familiares, desavenencias por herencias, celos profesionales, política. Era el momento adecuado para ajustar cuentas. Después volaron a Berlín en el avión personal del Führer. Parecía que todo había acabado, pero faltaba Röhm. Goering habló con Hitler intentando que firmara la sentencia de muerte. Finalmente Hitler cedió y Röhm fue ejecutado en su celda por las SS.
Los siguientes días los periódicos y la radio ensalzaron al Führer como el salvador de la patria. Blomberg afirmó que a partir de aquel momento el ejército tenía un verdadero jefe. Frick, el ministro de justicia, que aseguró que el gobierno había actuado dentro de la más absoluta legalidad. Stefan Gessner se sentía satisfecho. Él había comenzado en las SA, y mantenido buena relación con algunos de sus líderes, incluyendo a Röhm. Pero era mejor así.