62. EL PROGRAMA SECRETO
(DACHAU-BERLÍN, ABRIL Y MAYO DE 1934)
Karl Edelberg no podía entender cuál era la causa por la que se encontraba en Dachau, aunque sospechaba que Stefan Gessner estaba tras ello. Incluso dio su nombre cuando le preguntaron si podría conseguir que alguien conocido lo avalara. La fuerte disputa que habían mantenido no tenía importancia comparado con aquel infierno. Estaba dispuesto a retractarse de todo, a pedirle disculpas, a hacer lo que le pidiera, pero quería salir de allí cuanto antes. El director del campo lo había hecho llamar a su despacho. Le preguntó si había realizado comentarios en contra del partido nacionalsocialista. Tuvo que admitir que la acusación era cierta, y añadió que se había equivocado. Eicke le preguntó si era judío. Negó con la cabeza. Insistió en que podría demostrarlo.
Llevaba allí desde mayo y no creía que pudiera soportar mucho tiempo más. Había perdido cerca de veinte kilos, de ser un hombre robusto a ser un escuchimizado, también tenía marcas de quemaduras, golpes, correazos y magulladuras por todo el cuerpo. En Dachau el maltrato y la tortura eran cotidianos. Nunca sabía por dónde le iban a venir los golpes, y cuando se le acercaban los guardias de las SS hacía un gesto reflejo para cubrirse la cabeza. A pesar de ello quería mantener la convicción de que terminarían por soltarlo.
De Stefan Gessner no supo nada más. Nadie querría verse relacionado con un enemigo del Reich, como le gritaban en las sesiones de interrogatorio a los que seguían sometiéndolo. Querían que confesara quienes eran sus cómplices.
Un día la brutalidad fue tal que perdió el conocimiento. Cuando lo recobró se encontraba tendido en un catre, en una sala de aspecto hospitalario. Había otras once camas pero estaba solo en la estancia. Un enfermero se acercó a él. Se inclinó para observarlo de cerca.
—¿Ya has vuelto a la vida? ¡Eres un tipo duro! ¡Qué suerte has tenido! Espera, tengo que avisar, ahora vuelvo.
Al cabo de un largo rato entraron en la sala dos hombres de paisano. Se colocaron a los pies del catre y lo observaron fijamente. Uno de ellos habló:
—Karl Edelberg. Va a ser liberado. Alguien muy importante se ha interesado por usted. Cuando pueda levantarse, se viste y lo acompañaremos a Berlín. ¿De acuerdo?
Aunque lo intentó en varias ocasiones, no lo consiguió hasta el día siguiente. Al final el enfermero le inyectó algo y se sintió mejor. Encontró sus ropas en una caja junto al catre. Se vistió sintiendo náuseas, por lo que tuvo que sentarse en dos ocasiones. Después aguardó vestido a que volviera el enfermero. No le habían devuelto el cinturón y tuvo que traerle un trozo de cuerda para sujetarse el pantalón. Pudo observarse en un pequeño espejo. Se quedó sorprendido. No era capaz de reconocer al hombre macilento con profundas ojeras, al que le faltaban algunos dientes, con el pelo mal cortado al rape y sumamente delgado que le observaba fijamente.
Los dos hombres lo acompañaron primero en un automóvil que los condujo hasta un apeadero del ferrocarril. Allí tuvieron que aguardar cerca de tres horas a que pasara un tren con destino a Berlín. Sus guardianes no le dirigieron la palabra. Le dejaron beber en un grifo del andén cuando ya no podía más.
Tardaron doce horas en llegar a su destino. Otros dos hombres le aguardaban en el mismo andén. Luego comprendió que uno de ellos era médico. Lo llevaron a una clínica. Allí le permitieron ducharse, el médico lo auscultó, le cosió una herida abierta en la pierna, luego le proporcionaron ropa interior, una camisa, una corbata, un cinturón, un sombrero. Le dieron algo de comer y un par de cafés para entonarlo. Después un asistente lo afeitó, también repasó la cabeza para igualar el cabello al uno, lo maquilló para que se le notaran menos los golpes en el rostro. Murmuró que tendría que ir al dentista. Se dejó hacer. No tenía ni idea de adonde lo llevaban ni lo que pretendían de él. Al terminar lo supervisó el médico, preocupado por su aspecto. Lo introdujeron en un coche. Lo llevaron a un edificio en el centro de Berlín. Volvía a sentirse algo mareado, con ganas de vomitar lo que había ingerido, pero logró contenerse.
Descendieron del automóvil. Solo le acompañaba el hombre que no le había dirigido la palabra. Caminaron por largos pasillos. Vio mucha gente entrando y saliendo de estancias. El hombre le dijo que iba a recibirlo el ministro de propaganda del Reich. Entonces recordó que lo conocía, pero en aquellos momentos le resultaba indiferente. Entraron en un amplio despacho.
Un hombre pálido se acercó cojeando, se dio cuenta de que cuando lo tenía delante dudaba de si aquel sería el Karl Edelberg que conocía. A Karl el rostro le resultaba familiar. Era Joseph Goebbels. Había hablado varias veces con él. La primera vez en el entierro de Matthias Lamberg.
—¡Pero qué le ha pasado! ¡Por Dios santo! ¡No le reconocía! ¿Cómo se encuentra usted, señor Edelberg?
No contestó. Se encontraba fatal, aún seguía algo mareado. Pensó que aquel tipo era un cínico.
—¡Siéntese aquí! ¡Aquí! ¡Yo me sentaré aquí, a su lado! Bueno. Creo que se recuperará pronto. Ya nadie lo va a molestar. A partir de ahora va a trabajar para mí, en un departamento de investigación. Va a volver a la óptica, que es lo que le gusta. ¿De acuerdo? ¡No se preocupe! Si está de acuerdo asienta con la cabeza. Bien. Pues entonces no hay más que hablar. Verá, le he hecho venir precisamente para que no tuviera la menor duda. ¿Me comprende? ¡Le garantizo que nadie va a tocarle un pelo! ¡Queremos su colaboración! ¿No estaba usted trabajando en un sistema catadióptrico? ¡Pues en eso va a seguir! ¡Ahora a recuperarse! ¡En pocos días estará usted como nuevo, y si tiene alguna queja me la hace saber! ¡Le daré mi número personal! ¡El Reich necesita gente como usted! Y ahora váyase a descansar. ¡Y que le quede claro! ¡Es usted un hombre libre!
Goebbels abandonó el despacho. Acompañado del mismo hombre volvió a recorrer los pasillos. Entró en el coche. Recorrieron Berlín en dirección opuesta. Podía ver mucha gente por las calles, portaban banderas con la esvástica. Llegaron a un edificio en las afueras. Se sintió muy cansado y tuvieron que ayudarlo a descender del coche.
Permaneció en el sanatorio dos semanas. Le inyectaban tres veces al día. Intentó resistirse pero no consiguió nada. Le proporcionaban una alimentación que se iba incrementando con el paso de los días. Al cabo de una semana notó que se estaba recuperando. Iba cogiendo peso y las náuseas le habían abandonado. El hombre hablaba con él todos los días. Le explicó que el Reich iba a comenzar un programa secreto de armamento. También de estudios para construir una nueva serie muy evolucionada de submarinos. Él iba a encargarse del sistema de periscopios junto a otros investigadores y unos oficiales de la marina. Cuando le preguntó si podría volver a vivir con su familia, el hombre lo miró sorprendido.
—¡Imposible por el momento! ¡Mire, Edelberg! ¡Se trata de un programa secreto! ¡Sin embargo su mujer y sus hijos podrán ir a verlo de vez en cuando! Será lo mejor y más seguro para todos. ¿De acuerdo?
No podía estar más en desacuerdo. No tenía ningún interés en trabajar para los nazis. Solo quería volver a su casa cuanto antes. El hombre pareció adivinar su pensamiento.
—Edelberg. No sé si ha entendido el asunto. Alguien como usted no puede estar pudriéndose en Dachau. ¡No queremos que vuelva allí! ¡Lo necesitamos! ¡El Reich, Alemania, lo necesitan! ¡Solo tiene que seguir con sus investigaciones! ¡Todo irá bien! Más adelante será el momento de volver a su casa, con los suyos. ¡También será mejor para ellos! Pero ahora no queremos que le suceda nada. ¿Lo entiende? ¡Usted es un hombre inteligente! ¡Por lo que me han dicho el primero de la clase!
Karl lo entendía perfectamente. Sabía que no tenía opción. No estaba ya en Dachau, pero tampoco en libertad. No tendría otra opción que trabajar para los nazis si no deseaba arriesgarse a volver al infierno. Asintió enérgicamente. Quería dejarle muy claro a su guardián que lo había entendido.