59. TESTIGOS DE CARGO
(TESALÓNICA, AGOSTO DE 1933)
Volver cada verano de vacaciones a Tesalónica se había convertido en una tradición para Jacques y Esther Dukas. A principios de agosto Selma les permitió viajar allí acompañando a los abuelos. Para Rachel era como volver a su casa y para David Goldman, que había vivido allí algunos años, también era una forma de salir de la rutina. Tesalónica no tenía nada que ver con la civilizada y culta Viena, con aquel exótico bazar, sus intrincadas callejuelas, los mulos y los asnos llevando agua, leña, o mercancías por el centro de la ciudad, a pesar de que ya comenzaban a verse algunas camionetas y automóviles. Pero lo que las hacía más diferentes era el mar azul, el ambiente del puerto, las playas. Tesalónica era la puerta de oriente, una ciudad que a pesar del gran incendio seguía viva, y por encima de todo, la única ciudad europea de mayoría judía. Aun con la nueva administración griega, el ambiente de toda la región seguía siendo otomano. Tesalónica proporcionaba a los visitantes una gastronomía muy atractiva y diferente, con su particular mezcla de sabores turcos, hebreos y griegos, y sobre todo la sensación para el que llegaba de viajar en el tiempo, ya que caminar por sus calles era como volver atrás por arte de magia y situarse de nuevo en el siglo XIX.
A pesar de la gran emigración sufrida tras el incendio, en Tesalónica seguían teniendo los Goldman algunos parientes por la familia Safartí y la familia Toledano, además de muchos amigos que esperaban que fueran a visitarlos, en ocasiones acompañados de los nietos.
Naturalmente para ir a casa de los amigos o los parientes, por muy cercanos que fueran, había que anunciarles la visita con antelación. A nadie con sentido común se le hubiese ocurrido presentarse sin avisar con tiempo suficiente, ya se tratase de turcos, griegos, o judíos, con costumbres muy diferentes, pero todos ellos educados en unas rígidas normas sociales aunque apenas quedaban unos centenares de turcos, ya que la mayoría habían decidido marcharse cuando aquella ciudad se adjudicó inesperadamente a Grecia. De ello se seguían quejando los judíos, que desde siempre se habían llevado bien con la administración otomana, por lo que el tema mantenía fuertes tensiones entre el gobierno de Estambul y el de Atenas.
El único que se atrevía a trasgredir aquel rígido esquema era Stanley. Podía presentarse en el momento más inoportuno, la hora de la siesta en casa de un sefardí o al atardecer en la mansión de un turco. Nadie se lo tomaba muy en serio. Había cumplido ya sesenta y cuatro años, aunque aún seguía moviéndose con cierta agilidad y se mantenía en buena forma, con su apariencia juvenil, la delgada figura y una tez curtida por el sol. A pesar de llevar toda la vida allí, sus ojos azules seguían lagrimeando con la fuerte luz del levante. Formaba ya parte de la historia de aquel lugar.
Sin embargo el SIS aún seguía contando con él, lo que debía ser el secreto mejor guardado de una ciudad en la que sus habitantes creían que no podían existir los secretos. Para todos los habitantes de Tesalónica, el señor Stanley era sólo un profesor inglés algo chiflado que seguía cogiendo pájaros con sus redes, pesándolos, midiéndolos, anillándolos, apuntando todo en una libretita de hule negro, para soltarlos de inmediato. Con aquella afición como coartada recorría la costa y las montañas colindantes con sus prismáticos colgados al cuello, sin más explicaciones, y solo muy de tarde en tarde se reunía con un agente del SIS para entregarle sus informes. Todos los días observaba el mar y bajaba al puerto para tomar nota de los barcos que atracaban y enterarse de los que fondeaban. Su misión era estar al tanto de las novedades e informar a Londres.
Con el tiempo había hecho una buena amistad con los hijos de Selma, que gracias en parte a él hablaban ya un más que aceptable inglés. Jacques acababa de cumplir dieciséis años y Esther catorce, y dada la confianza y amistad que la familia mantenía desde hacía años con el profesor, les permitían acompañarlo en ocasiones a tender las redes y ayudarle en sus investigaciones sobre las aves. La única condición era hablar exclusivamente en inglés. El alemán, el turco, incluso el sefardí que hablaban jugando con su abuela Rachel, estaban prohibidos durante aquellas excursiones. Era algo que les encantaba a los dos, ya que les permitía observar de cerca, incluso tocar a las esquivas aves, que de otra manera sólo podrían ver de lejos y en raras ocasiones, ya que el profesor era un experto ornitólogo.
Aquel fue el motivo por el que cuando, aquel caluroso y seco día de agosto, vieron casualmente al profesor, a lo lejos, dirigirse con su mochila hacia las colinas se les ocurrió ir con él. Le gritaron a su abuela que se iban con el señor Stanley, ella se encogió de hombros mientras metía algo en el horno. Fueron tras él, pero el hombre caminaba con rapidez y les llevaba bastante delantera. Entonces Jacques decidió que le seguirían aunque manteniendo las distancias, intentando que el profesor no les viera. Caminaron un largo rato bajo el sol subiendo la ladera. Hacía mucho calor y Esther se quejó de sed. Cuando cruzaron un transparente arroyo ambos bebieron hasta saciarse.
Un largo rato más tarde el profesor se detuvo en un cruce de caminos. Para ellos todo aquello resultaba muy emocionante y más el hecho de intentar mantenerse ocultos. El profesor se sentó a la sombra de unas cañas junto a una acequia por la que corría agua. Las avispas zumbaban a su alrededor, y una libélula azul los sobrevoló en varias ocasiones, como si quisiera delatarlos. Ambos contenían la respiración intentando no dejarse ver. Se encontraban a treinta o cuarenta metros tendidos en el suelo, jugando al ancestral juego de ver sin ser descubiertos.
Vieron llegar a un hombre en una motocicleta y como el señor Stanley se levantaba. De improviso el recién llegado extrajo algo de una de las carteras de cuero que llevaba en la motocicleta, se volvió y sin más disparó tres veces hacia el señor Stanley que se desplomó como un saco. No podían creer lo que estaban contemplando. Esther reprimió a duras penas un chillido. El hombre intuyó algo, porque miró hacia donde se encontraban, pero no debió ver nada sospechoso. Se agachó y cogió la mochila del profesor. Volvió a subir a la motocicleta, aceleró y desapareció entre una nube de polvo por donde había venido.
Anonadados por lo que acababan de presenciar, Jacques y Esther aguardaron unos instantes. El muchacho susurró a su hermana que no se moviera y se acercó corriendo hacia el cuerpo tendido en el polvo del camino. Los inmóviles ojos abiertos del señor Stanley parecían mirar el cielo azul, mientras un hilillo de sangre salía de su boca. Aquel hombre estaba muerto. Jacques, muy asustado, no sabía qué hacer. No quería dejar el cuerpo en medio del camino, así que tomó la decisión de arrastrarlo hacia las cañas. Llamó a Esther para que lo ayudara y ella, aterrorizada, hizo lo que le ordenó. Entre los dos consiguieron dejarlo a un lado del camino protegido por el cañaveral, cubrieron su rostro con un pañuelo de Esther y luego corrieron hacia Tesalónica.
Cuando llegaron se encontraron en la puerta con su abuelo. Intentaron explicarle lo sucedido sin conseguir que les entendiera, hasta que salió Rachel alarmada y le pidió a su nieto que hablase despacio.
—¡Nos estáis diciendo que han asesinado al señor Stanley! ¿Quién querría matar a ese buen hombre? ¡Tendremos que avisar a la policía! ¿Estáis seguros de que estaba muerto?
Volvieron al lugar del crimen acompañados de varios vecinos, además de un municipal griego que parecía dudar de la historia. Pero allí estaba el cadáver del señor Stanley tal y como Jacques y Esther habían contado. Era algo inexplicable. Nadie podía entender quién habría querido asesinar de aquella manera al profesor.
Tres días más tarde, un campesino llamado Angelos Karagounis fue a la policía y dijo que había encontrado la motocicleta entre las cañas unos kilómetros hacia el este, cerca de la costa. También la mochila del profesor Stanley tirada muy cerca de allí. La habían abierto y prácticamente estaba destrozada, sin embargo, en un doble fondo, bien oculto, encontraron un carnet que el asesino había pasado por alto, y que demostraba la pertenencia al SIS de Stanley. Al registrar el domicilio hallaron una emisora de onda corta escondida en un falso muro, además de un revólver, documentación incriminatoria y varias pruebas. Una gran sorpresa para todos que el pacífico profesor John Stanley fuese en realidad un espía británico. Para entonces la investigación había adelantado y la policía griega creía que el responsable del crimen era un ciudadano alemán de nombre Karl Gottfried, que había llegado a Tesalónica procedente de Turquía tres días antes. Lo que la policía se reservó fue que Gottfried pertenecía a las Schutzstaffel, conocidas como SS, concretamente al cuerpo de inteligencia y seguridad, SD o Sicherheitsdienst, dirigido por Heinrich Himmler. Ante la evidencia, el ministerio del interior griego presentó una discreta nota de protesta ante la embajada de Alemania en Atenas. Ambas partes decidieron que, al no ser Stanley ciudadano griego, no era preciso proseguir con el caso, por lo que se procedió al archivo de la investigación.
La familia Goldman y sus nietos volvieron a Viena una semana más tarde. Jacques Dukas no dejaba de darle vueltas a la cabeza a lo que había presenciado, y Esther tuvo insomnio durante varios meses. Una dura experiencia personal para ambos. David Goldman estaba siguiendo muy de cerca los acontecimientos en Alemania, se sentía indignado por la actuación de los nazis, y en prevención de lo que intuía se mantenía en contacto con sus primos Goldman de Nueva York por carta. En la última que acababa de recibir le explicaban que el Congreso Judío Americano había proclamado el boicot total a la Alemania nazi por sus continuos ataques en contra de los judíos alemanes, pero añadían que los americanos no estaban por la labor de implicarse en nada más. Ni siquiera habían suavizado la emigración a los judíos desde Alemania.
Esther Dukas era una preciosa y curiosa joven con catorce años recién cumplidos, que acababa de pasar de la niñez a la adolescencia. No podía entender por qué habrían asesinado de una manera tan cruel a un hombre tan pacífico y bondadoso. Le preguntó un día a su abuelo sobre lo sucedido. David, que había hablado con un amigo suyo del ministerio del interior austríaco sobre lo sucedido, le explicó a su nieta que en muchas ocasiones las cosas no eran lo que parecían ser, y que el profesor no era tal, sino alguien que arriesgó su vida por las ideas en las que creía, y que al final había muerto por ellas.
—¡Pero que te quede muy clara una cosa! ¡El señor Stanley estaba en el lado del bien, mientras sus asesinos representan al mal! ¡No te quepa la menor duda de que antes o después recibirán su castigo!