56. LA HOGUERA DE OPERNPLATZ

(BERLÍN, 9 Y 10 DE MAYO DE 1933)

El doctor Paul Dukas reflexionaba que no tendría que haber estado allí, en Berlín, la noche del nueve al diez de mayo. Mientras descendía del tren en la Estación Central de Berlín, el doctor Dukas pensaba que aquello era como ir a meterse, no en la cueva, si no en las mismas fauces del lobo. El motivo del viaje se debía a que el Colegio de médicos de Viena, para decir la verdad, con la oposición por parte de algunos miembros de la directiva, les había enviado a él y otro colega vienés, el doctor Stefan Rechberg, bastante mayor que él, a cambiar impresiones con la junta directiva del Colegio de médicos de Berlín, para poder comprobar qué medidas se estaban tomando, a nivel colegial, sobre la aplicación de las leyes recientemente aprobadas por el Reichstag alemán, concretamente la «Ley para la restauración del servicio civil profesional» que excluía a los judíos del servicio gubernamental, y la «Ley sobre la admisión a la profesión legal» que prohibía la admisión de judíos en la profesión de la abogacía, ambas aprobadas el pasado 7 de abril. Unos días más tarde, el 25 de abril, se había aprobado la «Ley contra el congestionamiento en las escuelas y las universidades», que limitaba la cantidad de estudiantes judíos en las escuelas públicas alemanas.

Era esta última ley la que había colmado el vaso de la paciencia de los miembros judíos del Colegio de médicos de Viena, que representaban cerca del treinta por ciento del colegio, y que veían cómo se estrechaba el cerco de la intolerancia y el racismo sobre sus colegas de profesión judíos en Alemania, lo que significaba no solo un agravio para la comunidad judía, si no la amenaza de que en un futuro pudiera llegar a repercutir en Austria todo aquello.

Paul Dukas se encontraba allí a pesar de la oposición frontal de algunos miembros de la directiva colegial, que habían intentado impedir aquel viaje por todos los medios. Finalmente la junta de gobierno, para evitar una seria escisión entre sus colegiados, decidió que fuesen dos miembros, uno judío y otro no judío, para evitar falsas interpretaciones y subjetividades. No se trataba de una delegación oficial, ya que la junta de gobierno no había querido otorgarles aquel rango, sino únicamente una misión de información.

Había mantenido una tensa reunión con algunos de los más prestigiosos médicos de Viena, también judíos, sobre la oportunidad de aquel viaje. Tampoco allí encontró unanimidad. Algunos, como el doctor Freud, creían que sería una misión inútil, por otra parte no exenta de riesgos personales. De hecho algunos contaron sus últimas experiencias personales en Alemania, y era más que evidente que la situación de los derechos de los ciudadanos judíos en aquel país se había deteriorado con gran rapidez. Finalmente el doctor Stefan Rechberg se prestó a acompañarlo, aunque manifestando igualmente que lo hacía por su sentido ético, no creía que aquella misión fuese a servir de algo.

El doctor Rechberg era un hombre callado y discreto, pero que defendía sus principios con uñas y dientes. Para aquel hombre, el que un médico o cualquier otra persona, fuese o no judío, no significaba nada. Solo quería saber si era un buen médico o no. Su relación con el doctor Dukas venía de su cargo como internista del hospital psiquiátrico Steinhof, por lo que prácticamente todos los días se veían para discutir los tratamientos y la situación de los pacientes.

Lo que verdaderamente le preocupaba en aquellos momentos era lo que se estaba publicando en los periódicos de Viena acerca de una próxima ley que estaba estudiando el Reichstag alemán, cuyo título previo era «Ley para la prevención del surgimiento de enfermedades hereditarias», de la que se comentaba que obligaría a la esterilización forzosa de aquellos individuos física o mentalmente impedidos. Según un antiguo colega de Berlín, con el que se carteaba, la ley en estudio pretendía institucionalizar el concepto eugenésico de «vida que no merece la vida» y proporcionar las bases para la esterilización involuntaria de los disminuidos y los enfermos mentales.

Por aquel motivo se encontraba allí, dispuesto a ir a hablar con su antiguo amigo, el doctor Hans Müllenheim, para que le aclarara lo que pretendían con aquella legislación a la que él se oponía en conciencia por muchos motivos. De paso tenía sumo interés en saber cuál era la opinión de los responsables del Colegio de médicos de Berlín, sobre todo lo que estaba pasando en relación con el asunto. Se dirigieron directamente a la sede del colegio oficial de médicos. El secretario, un hombre corpulento y algo amanerado, les comentó que sintiéndolo mucho la junta de gobierno no podría recibirlos, ya que en aquellos días todos ellos se encontraban de viaje por diferentes motivos. Sin embargo habían designado a dos miembros de número del colegio para que se reunieran con ellos. El secretario les invitó a esperarles en la sala de juntas. Añadió que solo tardarían unos minutos.

El doctor Gerhard Wagner entró en la sala media hora más tarde. Se justificó diciendo que Berlín era una ciudad complicada de recorrer. Explicó que deberían aguardar al doctor Karl Brandt que estaba a punto de llegar. Mientras hablaron del tiempo. El doctor Wagner aseguró que la preciosa primavera de aquel año le tenía impresionado.

Diez minutos más tarde apareció el doctor Brandt. Era un individuo rubio, de cabello ralo y piel muy blanca. Los observó entrecerrando los ojos, con aire frío y lejano, como si tuviera que soportar a aquellos austríacos que estaban ocupando parte de su escaso y valioso tiempo.

Fue el doctor Wagner quien les invitó a exponer sus comentarios. El doctor Rechberg realizó una breve exposición de la preocupación generada en Austria por la aprobación de aquella serie de leyes, ya que en el futuro podrían verse afectados muchos profesionales judíos, sobre todo médicos. A continuación hizo un largo comentario sobre la ley que estaba en estudio por el Reichstag.

En aquel momento el doctor Wagner lo interrumpió. Se le notaba tenso y molesto con aquella interpretación.

—¡Doctor Rechberg! ¡Alemania es un estado soberano que tiene derecho a otorgarse la legislación que le parezca! ¡No entiendo cómo se atreven a venir aquí y ponerla en cuestión! ¡A pesar de ello y dada su condición de colegas les daré nuestro punto de vista! Miren. Si me hablan de esta nueva ley en estudio, les rogaría que pensaran en la última guerra. Aquellos campos de batalla en los que miles de jóvenes soldados alemanes quedaron tendidos víctimas de la guerra por falta de armas o municiones, en definitiva por falta de recursos. ¿Cómo podríamos comparar esas preciosas vidas con las que existen en los centros para deficientes mentales? Conocen muy bien la cantidad de cuidados que requieren y el enorme costo que significan para el Estado. ¿Cómo se pueden dilapidar esos preciados recursos para destinarlos a seres inútiles? ¡Ustedes son médicos! ¡Saben que hay vidas en las que ya no merece la pena gastar un tiempo y unos recursos que podrían salvar otras! ¡Vidas indignas de vivir!

Dukas y Rechberg permanecían tensos y callados a la espera de poder replicar.

—Ahora bien —prosiguió Wagner que parecía indignado—, si hablamos de la ley para la restauración del servicio civil profesional que excluye a los judíos del servicio gubernamental, y de la ley sobre la admisión a la profesión legal, que prohíbe la admisión de judíos en la profesión de la abogacía, tendré que decirle que esas leyes pretenden garantizar la igualdad de oportunidades para los alemanes. ¡No puede ser que una minoría de menos del uno por ciento de la población, es decir los judíos, se apodere del veinte o del treinta por ciento de los cargos médicos o de los abogados! ¡No me vengan con eso de que son más inteligentes, más estudiosos, o más trabajadores! ¡No es cierto! ¡En todo caso son más astutos! ¡En cuanto a la ley que limita la cantidad de estudiantes judíos en las escuelas públicas alemanas, es una ley lógica! ¡Los judíos tienen el doble de hijos que los alemanes! ¡No pueden pretender que sus hijos copen las escuelas! ¡En todo caso tendrían que ir en el mismo porcentaje!

En aquel momento entró otro miembro del colegio en la sala. Se lo presentó el doctor Wagner. Se trataba del doctor Wolfram Sievers, y tomó asiento frente a ambos, esbozando una sonrisa de superioridad.

Paul Dukas se sentía indignado. Durante los últimos meses había entendido que él podía considerarse lo que fuera, pero que para los austríacos y aún más para los alemanes era otro judío. Nada importaba que viviera en una mansión o que impartiera conferencias, o que asistiera gratuitamente a los enfermos mentales del psiquiátrico de Steinhof. Nada de eso significaba nada, y estaba dándose cuenta de que, si finalmente los alemanes consiguieran ampliar su influencia en Austria, él y otros como él, por ejemplo el famoso doctor Freud, no serían más que judíos luchando por lo que era suyo. Paul no pensaba en los posibles riesgos al hablar de aquella manera entre colegas alemanes, en Berlín.

—Doctor Wagner. No puedo estar más en desacuerdo con usted. ¡Perdone doctor, pero ahora estoy hablando yo! Verá usted. El problema es que ustedes hablan de alemanes y de judíos. Eso no son categorías comparables. Todos ellos en principio son alemanes.

El doctor Wagner negaba con la cabeza e intentó interrumpirlo mientras gesticulaba.

—¡Insisto, permítame exponer mis argumentos! Ahora bien, si un médico francés, o austríaco incluso, quisiera llegar a Alemania para ejercer, estaríamos hablando de otra cosa, aunque para mi criterio la única categoría se divide en todo caso entre los mejores y los peores. La perversión del lenguaje es comparar lo que no es comparable, y si unos médicos tienen más éxito profesional, en principio, será porque se lo merecen. En cuanto a los cupos para las escuelas y universidades de los niños y jóvenes ciudadanos alemanes de origen judío… ¡es otra manipulación de la realidad! ¡De hecho solo se pretende discriminarlos a ellos! ¡Este ilustre colegio de médicos debería mostrar su disconformidad! ¡Nos debemos al juramento de Hipócrates que por cierto mantenía una filosofía bien distinta!

Mientras Paul Dukas hablaba, Rechberg asentía, pensando que aquel no era el hombre que le habían contado, alguien ensoberbecido que no quería saber nada de su misma gente. Rechberg era un hombre justo. No le gustaba el cariz que estaban tomando las cosas, ni en Alemania ni en Austria, donde apreciaba el efecto contagio en aquella historia nacionalsocialista que personalmente encontraba falsa y ridícula.

Sin embargo estaba comprobando con amargura que mucha gente, incluso la mayoría, parecía determinada a seguir a los nazis, unos por acabar con el sentimiento de inferioridad tras la derrota y Versalles, otros por puro despecho, como si quisieran hacer beber el mismo cáliz de amargura a los que seguían considerando sus enemigos, algunos por la sugestión de aquellas paradas, en los que hombres uniformados desfilaban al son de tambores y trompetas, en ocasiones al oscurecer portando antorchas. Tendría que existir una ancestral atracción, algo atávico, incontrolable, que hacía que la gente siguiera al flautista de aquel nuevo reino de Hamelín que Adolf Hitler y sus secuaces estaban creando en Alemania, por el que todas las ratas siguieran al flautista de flequillo rebelde y ridículo bigotito. ¿Dónde habían quedado Kant, Goethe, Humboldt, Beethoven y los demás? No podía entender lo que estaba sucediendo.

En aquel momento el doctor Wolfram Sievers se puso en pie y caminó hacia la chimenea situada al fondo de la sala con las manos en la espalda, reflexionando. Cuando se volvió, Rechberg se dio cuenta de que sus ojos relampagueaban. Aquel hombre estaba alterado, como si le disgustara lo que allí se estaba hablando. Señaló con el dedo índice hacia Paul Dukas.

—¡Voy a hacerle una sola pregunta doctor Dukas! ¡Puede contestarla o no, ya que esto no es un juicio de faltas! ¡Una pregunta que al menos a mí me lo aclararía todo! Doctor Dukas, ¿es usted judío?

En aquel momento se hizo un absoluto silencio. Se podía escuchar el tic-tac del reloj situado sobre la chimenea de la sala de reuniones.

Paul Dukas tragó saliva mientras recordaba a los judíos de Besarabia, a los judíos vieneses que se cruzaba casi cada día por el centro de Viena, a su padre, el médico de pueblo al que le daba apuro cobrar a la gente pobre sus consultas. También al prestigioso doctor Freud que se encontraba en la élite mundial de la psiquiatría. En aquel momento pensó que había llegado la hora de la verdad. Tenía que elegir entre un camino u otro, aunque era consciente de lo que se estaba jugando. Miró a su compañero de viaje. El doctor Rechberg lo observaba y pensó que no podría defraudarlo.

—Sí, en efecto, señor Sievers, ha acertado usted. Soy judío. Judío de los pies a la cabeza —le negó expresamente a aquel prepotente individuo el honorable título de doctor en medicina. Era evidente que no se lo merecía, y que el mismo Hipócrates lo habría expulsado de aquel ilustre colegio de médicos—. Pero le diré algo. No me va a ofender con sus alusiones. Soy judío por parte de padre y de madre. Judío por centenares y centenares de generaciones. Y ahora, aquí, en respuesta a su malévola y estúpida pregunta, le diré que por primera vez en mi vida me siento orgulloso de serlo. Añadiré una cosa. En mi pasaporte pone «ciudadano austríaco». Eso es lo que soy a efectos administrativos y legales. Por cierto, también soy doctor en medicina y psiquiatría. El número uno de mi promoción. Eso me lo reconoció la prestigiosa facultad de Viena. ¿Le ha quedado claro?

Para el doctor Wolfram Sievers todo estaba ya claro. Otro astuto y malévolo judío con sus demagógicas artimañas.

—¡Por mi parte ya he escuchado bastante! ¡Mi paciencia se ha agotado!

Se dirigió a sus colegas alemanes gesticulando, queriendo mostrarles su profundo malestar por la situación.

—¡Me marcho! ¡No necesito oír ni una palabra más! ¿Qué estamos haciendo aquí escuchando a estos judíos? ¡Adiós!

En aquel momento el doctor Rechberg se levantó y corrió hacia la puerta para evitar que aquel hombre se marchara.

—¡Un momento, Sievers! ¡No tan deprisa que no hemos terminado!

El doctor Rechberg ya le había despojado de cualquier título, incluido el de señor.

—¡Ahora va a escucharme a mí, igual que yo he tenido la consideración de escucharle a usted!

Paul observaba la escena y veía como el rostro de Sievers enrojecía por instantes:

—Verá, Sievers. Resulta que yo no soy judío, aunque la verdad no me importaría serlo. Mi sangre es cien por cien germana, como les gusta recalcar a ustedes, desciendo de familias bávaras aposentadas ancestralmente en Viena. ¿A mí no me negará el saludo, verdad? Hemos venido hasta aquí, en la preocupación por lo que está sucediendo. No me negará que algo está sucediendo. ¿Verdad? Es obvio que desde que Hitler tomó el poder, en Alemania se está legislando «contra» los judíos. Como si se estuviera buscando un chivo expiatorio, los culpables de la situación económica, social, política. Ellos son para los nacionalsocialistas los agentes causantes de la revolución marxista, y al tiempo lo opuesto, los opresores de las clases obreras por el capital. ¡Una verdadera paradoja! ¿Suena extraño, no? Por supuesto también son los culpables de la degeneración de la raza. ¿A qué degeneración se refieren? ¿A que menos del uno por ciento de la población se convierta en un veinte o un treinta por ciento de los doctores, expertos en leyes, investigadores, artistas y escritores de este culto país? ¿A qué estamos llamando degeneración? ¿A que a algunos profesionales les preocupe que existan tantos individuos capaces de aprobar difíciles exámenes y ocupar plazas reservadas según ustedes solo para los buenos alemanes? Mire usted, señor Sievers. A mí me queda muy claro que eso no es objetividad intelectual. No le negaré que yo también he tenido mis reservas acerca de los judíos, pero ahora, aquí, gracias a gente como usted y sus amigos, acabo de darme cuenta de quién posee la razón en este asunto. Digamos que me han abierto los ojos. Así que agradeciéndoles la aclaración nos despedimos de ustedes. ¿Vamos, doctor Dukas? Estos señores tendrán mucho de qué hablar. Buenos días.

Paul Dukas salió tras el doctor Stefan Rechberg. Mientras descendía por la escalinata del Colegio de médicos tras él, pensó que aquel buen hombre rebosaba dignidad.

Paul Dukas y el doctor Stefan Rechberg tenían los billetes de vuelta para el expreso Berlín-Viena del día siguiente por la noche. Aún les quedaba más de un día completo en Berlín. Rechberg comentó que deseaba ir a ver a su amigo el doctor Hans Müllenheim, y Paul quería olvidar aquel desagradable incidente, dar una vuelta por el centro, entre otras cosas visitar el nuevo Museo de Pérgamo del que tanto había oído hablar. Se separaron quedando en verse a las ocho en el vestíbulo del hotel para ir a cenar a un restaurante cercano.

Paul se dirigió caminando a la cercana Unter den Linden. Había estudiado la especialidad en psiquiatría en Berlín y conocía bien la ciudad. Recordaba sus aventuras juveniles, cuando las cosas parecían muy diferentes. La realidad se había echado encima con una situación tan negativa y un futuro tan incierto. ¿De dónde habrían salido aquellos nazis?

En general pertenecían a un tipo de personas de baja formación, en situaciones económicas y sociales complejas, que se dejaban influenciar por discursos populistas en los que se buscaban soluciones simplistas y demagógicas a la situación. Para él la violencia formaba parte de la incapacidad intelectiva. No podía existir ningún tipo de razonamiento objetivo cuando la base de partida era pura retórica sin base ni fundamento, como los discursos y mítines de Hitler y sus secuaces. En cuanto a la posición de la sociedad, paradójicamente los alemanes se encontraban cómodos con aquel enfoque, hartos de una democracia débil que no había sido capaz de encontrar respuestas a la situación creada por la derrota, ni por la gran depresión. El autoritarismo del Führer era lo que pretendían como alternativa, y con aquel régimen en el que se quitaban de en medio los problemas. Los socialdemócratas, los marxistas, la oposición, y por supuesto la justificación racial, la raza germana como dueña y señora de Alemania, mientras que los judíos, los gitanos, los eslavos, solo eran invitados que abusaban de sus anfitriones. Para los nazis había llegado el momento de arreglar las cosas, de expulsar a los que estorbaban.

Berlín estaba comenzando a florecer. Aquella gran ciudad que pretendía ser la urbe intelectual y social del norte de Europa. El centro de la nueva cultura que los nazis querían divulgar entre el pueblo. Llegó hasta la plaza de la Opera. En una calle lateral encontró un restaurante y se sentó en la terraza cerrada por cristales. Desde aquel lugar divisaba parte de la plaza. Estaba terminando de comer cuando observó con extrañeza como un grupo de SA comenzaba a apilar libros en el pavimento frente a la opera. No entendía lo que estaban haciendo y lo comentó con el camarero, que se encogió de hombros. Un hombre algo mayor que él, sentado en una mesa cercana, comentó en voz alta que se trataba de los nazis. Paul sintió una gran curiosidad y le preguntó acerca de aquello. El hombre que también había acabado de comer, se acercó a su mesa sin más y le pidió permiso para sentarse. Paul algo desconcertado asintió y el desconocido se presentó como Albert Johl, ingeniero jubilado. Paul hizo lo mismo, aclarando que residía en Viena y que le había extrañado lo que estaba viendo. Johl aguardó a que el camarero trajera los cafés.

—Intuyo que usted no simpatiza con los nazis. ¿Es así? En tal caso seré sincero con usted. ¡Yo tampoco! Verá —el hombre bajó la voz—, mi esposa es judía. ¿Me comprende?

Paul asintió sorprendido de la confianza que había inspirado en aquel desconocido.

—Se lo explicaré. Está noche van a quemar algunos libros de aquellos autores que según ellos representan lo opuesto a su partido. Se trata de una idea de Goebbels y de Rosenberg. Han convocado a los estudiantes de organizaciones afines, como la llamada liga de los estudiantes nazis, en una campaña cuyo slogan es muy claro: «Reaccionar contra la desvergonzada propaganda de la judeidad mundial contra Alemania». Han conminado a los estudiantes a limpiar sus librerías de los que denominan «libros contagiados por la bacteria del espíritu judío». ¡No se puede imaginar lo importante que es para ellos! ¡Llevan semanas con este asunto, con altavoces por las calles a fin de que la población se deshaga de aquellos libros «contaminados»! Si hubiera leído el «Völkischer Beobachter» de hoy se hubiera enterado de por qué están ahí, apilando libros. Le propongo una cosa. Si vuelve esta noche nos podemos encontrar aquí mismo. ¿Le parece bien a las nueve?

Paul asintió de nuevo. Sentía una gran curiosidad por lo que iba a suceder. Creía conocer Berlín, y le costaba trabajo creer que sus ciudadanos aceptaran algo así. Pensó que aquello iba contra el verdadero espíritu alemán. Se despidió de su nuevo amigo hasta más tarde y se dirigió pensativo hacia su hotel. Cuando llegó Rechberg, le explicó a este los preparativos que había presenciado además de la conversación que había mantenido con Johl, y de mutuo acuerdo tomaron la decisión de acercarse a la Plaza de la Opera a la hora prevista. No les importaba correr riesgos. Ya habían olvidado ir a un buen restaurante. Comieron un plato sencillo a base de salchichas en la cafetería del hotel y a las nueve caminaron hacia allí. Rechberg le comentó que él no podía creer lo que le estaba contando hasta que lo viera con sus propios ojos.

Tal y como había quedado Paul Dukas encontraron a Albert Johl aguardándole junto al restaurante del mediodía. Le presentó a Rechberg y los tres se dirigieron a la plaza contigua. Allí vieron varios camiones cargados de libros aparcados en una esquina. Desde allí una fila de jóvenes llevaba los libros hacia una gran pila que se estaba formando. En aquel punto alguien los impregnaba con nafta, para que ardieran con facilidad. A las diez apareció un destacamento de SS, y tras ellos otros estudiantes uniformados portando antorchas en sus manos, seguidos por una gran cantidad de personas que manifestaban su entusiasmo chillando consignas. No era algo espontáneo, incluso vieron a una patrulla de bomberos. Después un hombre se acercó al enorme montón de libros y sin más le prendió fuego. Aquello logró que la gente prorrumpiese en gritos y chillidos de entusiasmo, mientras la enorme pira ardiente iluminaba la gran plaza. Unos hombres provistos de altavoces anunciaban quiénes eran los autores de los libros, y los motivos por los que se les había condenado a desaparecer consumidos por las llamas de aquel particular auto de fe. Los primeros en ser quemados fueron los libros de Karl Marx, mientras los jóvenes rugían sus consignas.

—¡Estamos en contra del marxismo y de la lucha de clases! ¡Mueran los escritores y los intelectuales marxistas!

Vieron como un hombre pequeño y delgado subía cojeando a una especie de estrado en el que había un micrófono. Johl les susurró que se trataba de Joseph Goebbels, uno de los cerebros que habían creado aquella quema de libros.

—¡Camaradas! —la meliflua voz del jerarca nazi resonó ampliada por los altavoces dispuestos alrededor de la plaza—, ¡Thomas Mann, Heinrich Mann, Erich Maria Remarque, Bertolt Brecht, Heinrich Heine, Albert Einstein, Sigmund Freud, Jack London, Ernest Hemingway, Sinclair Lewis, muchos otros, merecen que sus obras sean quemadas en esta hoguera que va a purificar a nuestra patria! ¡Por supuesto también estamos tirando al fuego los escritos de Marx, Kautsky y Rosa Luxemburgo! ¡Vamos a depurar el espíritu del pueblo de todos los elementos que se consideran contradictorios con el verdadero espíritu germano! ¡Limpiaremos de los museos las obras de arte judeo-decadente! ¡Jóvenes alemanes! ¡La liga de lucha contra el espíritu no-germano os aguarda! ¡Rechazad los valores marxistas!

Prosiguió condenando apasionadamente las obras de los judíos, pacifistas, extranjeros, liberales, izquierdistas, marxistas, y demócratas, además de todas aquellas que el régimen consideraba como no alemanas y por tanto dañinas para la adecuada educación de las nuevas generaciones germanas. Mientras la atmósfera de la plaza iba subiendo de tono. La multitud cantaba, lanzaba chillidos de apoyo, o mostrando su odio para recalcar las palabras de Goebbels, que terminó su proclama insistiendo en la «limpieza del espíritu alemán», mientras un desfile interminable de jóvenes nazis portando antorchas iba arrojando un libro tras otro a las llamas.

Rechberg y Dukas observaban la dramática escena, absolutamente sobrecogidos. Eran conscientes de que el alma alemana que habían conocido en otra época de su vida había desaparecido. Paul se dio cuenta de que Albert Johl sollozaba de indignación apretando los puños.

Permanecieron en la plaza mientras las llamas consumían los miles de ejemplares, y contemplaron como los bomberos de Berlín apagaban finalmente los rescoldos con sus mangueras y limpiaban la plaza. Johl comentó que otro tanto había sucedido aquella noche en todas las ciudades de Alemania.