55. UN REICH, UN FÜHRER

(BERLÍN, FINALES DE MAYO DE 1933)

El 30 de mayo, cuatro meses después de la designación de Adolf Hitler como canciller, Karl Edelberg salía del portal de su casa, a primera hora, para dirigirse a la empresa, cuando fue detenido. Todo sucedió con tanta rapidez que Ilse, que estaba observando por la cristalera del balcón el tiempo que amanecía en aquella lluviosa mañana en Berlín, solo pudo ver como cuatro hombres de paisano se abalanzaban sobre su marido y lo arrastraban hacia un coche en marcha. Ilse no podía creer lo que estaba viendo y para cuando pudo abrir el balcón ya era tarde. Solo algunos viandantes habían contemplado la detención, pero prudentemente siguieron caminando sin detenerse más que un instante. Ilse no sabía quiénes se habían llevado a Karl, ni por qué, ni dónde, por lo que decidió ir a la comisaría más cercana.

Tuvo que aguardar cerca de media hora para poder hablar con el inspector de guardia. Estaba pensando que no le había dado tiempo a arreglarse ni a pintarse los ojos y que tendría un aspecto deplorable, cuando un hombre grueso y vulgar de unos cuarenta años se acercó hasta ella.

—¿La señora Edelberg? Soy el inspector Jürgen Kruger. Me han comunicado que quiere usted hablar conmigo. Acompáñeme por favor. Venga por aquí.

El inspector caminó delante de ella por un pasillo mal iluminado, hasta un pequeño despacho descuidado y de aspecto lóbrego. Allí el hombre tomó asiento y señaló la silla.

—¿Qué le trae por aquí, señora Edelberg? Verá esta mañana no puedo dedicarle mucho tiempo, así que le ruego que concrete —el hombre no apartaba los ojos de sus pechos.

Ilse Edelberg sintió subir la indignación a su cabeza.

—¿Aún no me ha escuchado y ya quiere echarme? ¡Por Dios santo! ¡Acaban de secuestrar a mi esposo en la misma puerta de la casa! ¡Lo he podido ver desde la ventana! ¡Eran cuatro hombres y otro dentro de un coche negro! ¡Lo han introducido en el coche y han desaparecido en un instante!

Mientras ella hablaba el inspector jugaba nerviosamente con un lápiz sobre la mesa. La miró a los ojos.

—¡Uhmm! Señora Edelberg, ¿ha pensado que tal vez pudiera tratarse de una detención de la policía secreta del Estado? ¿Ha oído hablar de la Gestapo? ¿No? Bien, solo lleva unas semanas funcionando… y la verdad es que no paran. Por lo que me comenta han tenido que ser ellos. ¿Dice que se trataba de cinco hombres de paisano en un coche negro? ¡Sin duda alguna! ¡Están trabajando por el centro de Berlín en estos días! Nosotros no podemos interferir en sus investigaciones. Si han detenido a su esposo, por algo será, no van por ahí deteniendo a gente porque sí. De todas maneras, para su información el cuartel general de la Gestapo se encuentra en Prinz-Albrecht-Strasse, en el número ocho, no tiene pérdida. Ahora bien, mire, aunque usted no habría venido hasta aquí si sospechara algo de su marido, le aconsejo que no vaya hasta allí. No va a conseguir nada. Si el señor Edelberg es inocente o se trata de una confusión, entonces no se preocupe, dentro de un rato lo soltarán. ¿Puedo hacerle una pregunta? ¿Son ustedes afectos al partido Nacionalsocialista? No tiene por qué contestarme. ¡Pero no vaya! No arreglará nada. Hágame caso. Mire. Si alguna vez tiene un problema yo podría echarle una mano —el hombre la miraba de una manera extraña—. Y ahora adiós y suerte.

Ilse salió del despacho irritada y confusa. Una lágrima descendía por su mejilla sin empolvar. En la puerta de la comisaría se puso un pañuelo en la cabeza y corrió bajo la lluvia hacia su casa. Cuando llegó los niños estaban desayunando y ella intentó disimular su estado de ánimo. Luego ambos cogieron sus botas de agua y sus paraguas. Iban solos todos los días al colegio caminando diez minutos.

Se observó en el espejo del tocador. Pensó que estaba hecha un verdadero desastre. Luego se maquilló cuidadosamente, se vistió con un traje gris de calle, se puso la gabardina y cogió su paraguas. A pesar de todo quería dar buena impresión. Pensaba en cómo había cambiado Karl de postura política, de pro-nazi a ir en contra de todo lo que hacían, en lo que le había contado de su pelea con aquel Stefan Gessner. Sin embargo ella seguía creyendo que aquel cambio sería bueno para el país. Las pocas discusiones que mantenían eran precisamente por dicha causa. Ilse tenía la convicción de que aquello sería un asunto sin mayor importancia. Cada persona era libre de pensar y votar como le viniera en gana. Ella se acercaría al cuartel general de la Gestapo e intentaría ver qué había sucedido.

Cogió un taxi en la parada cercana. A pesar de que estaba lloviendo la gente no los cogía más frecuentemente por el precio. La situación económica era cada día más difícil y para la gente normal un marco era un marco. El taxi tardó diez minutos en llegar. Llovía intensamente cuando se bajó. Corrió hacia la puerta principal del enorme edificio de piedra, subió la escalinata y un guardia de uniforme le preguntó a lo que iba. Replicó que quería ver al oficial de guardia. El hombre pareció dudar un instante, la observó de arriba abajo y le abrió la puerta cristalera. Ilse entró en un amplio vestíbulo. Un oficial se dirigió a ella, preguntándole qué deseaba.

—Oficial, mi nombre es Ilse Edelberg. Esta mañana, hace como una hora, tal vez hora y media, unos hombres de paisano se han llevado detenido a mi marido, Karl Edelberg, al salir de casa. Lo han introducido en un coche negro y se han marchado con él. Lo he presenciado desde el balcón. Luego he ido a la comisaría. Allí me han dicho que probablemente habrían sido ustedes.

El oficial la observaba con total frialdad, mientras Ilse comenzaba a darse cuenta de su error.

—He venido a informarme… ¡tiene que tratarse de una confusión! ¡Karl es un ciudadano honorable! ¡Un investigador importante!

—Señora Edelberg. ¿Quiere acompañarme? Sígame, se lo ruego. Por aquí.

El oficial caminó delante de ella hacia el lateral. Penetró en un amplio pasillo. Todo el edificio daba la impresión de haber sido renovado. Olía a pintura nueva. Siguió al oficial, uniformado de negro impecable. Recordaba haber leído en alguna parte que el diseño del uniforme de la Gestapo era de un famoso modista y diseñador. Un tal Hugo Boss. Entonces aquello le hizo gracia.

El oficial le ordenó que aguardara un instante y se introdujo en un despacho sin llamar. Un cuarto de hora más tarde salió y le señaló la puerta.

—Pase. Ahora la recibirá el inspector Brunner.

Ilse entró en el despacho. Una gran esvástica presidia la estancia. Todo era nuevo, incluyendo los uniformes cortados a medida. El inspector Brunner, un hombre delgado de piel pálida y cabello rubio, señaló la silla que había delante de la amplia mesa de despacho. Sobre la mesa una foto enmarcada en plata lo mostraba dándole la mano al Führer. Podría ser Núremberg. En otra se le veía con el birrete de licenciado en derecho.

—Me informan de que por lo visto su marido ha sido detenido esta mañana, y que usted cree que tal vez hayan sido unos inspectores de la Gestapo. ¿Karl Edelberg?

Ilse afirmó con la cabeza mientras no podía dejar de observar las cuidadas manos del inspector de largos dedos y uñas recortadas con mimo, mientras consultaba una carpeta.

—Pues sí. En efecto, no anda usted desorientada. Aquí veo que se ha abierto un procedimiento de investigación a un tal Karl Edelberg, por actividades en contra de la nación. ¿Qué puede decirme?

—¡Eso es imposible! —En aquel momento Ilse sintió una gran indignación—. ¡Mi marido es un patriota! Bueno, no pertenece al partido porque no es un hombre político, es un investigador. Pero él no ha hecho nada malo. ¿Me entiende?

El inspector Brunner entrecerró los ojos mientras una mueca de desprecio modificaba sus rasgos un instante. Ella pudo percibirlo y se alarmó. Bajo la educada personalidad de aquel hombre existía otra que ella solo había podido intuir.

—¡Claro que la entiendo, señora Edelberg! ¡Aquí tengo los antecedentes, su marido perteneció al partido! Incluso estuvo en Núremberg. Después realizó comentarios despectivos contra el partido y contra el Führer, de lo cual hay testimonios concretos. Posteriormente escribió a algunas personas recomendándoles que no se afiliaran. Sabemos incluso que ha mantenido relación de amistad con judíos que han intentado huir de Alemania para evitar sus responsabilidades. Actualmente estaba en conversaciones con miembros del PKD. ¿Sabía usted algo? ¿Ve como la entiendo? Mire, señora Edelberg. Tenga cuidado con sus manifestaciones. ¡No pretenda menospreciarnos!

Ilse respiraba con dificultades. Se dio cuenta de que estaba muy asustada.

—Inspector Brunner. No sé de lo que me está hablando. Yo soy simpatizante del partido Nacionalsocialista. ¡Puedo demostrarlo! ¿Entonces?

El inspector Brunner estaba leyendo la ficha de cartulina por la parte posterior.

—Insisto, señora Edelberg. ¡No nos menosprecie! ¡Sabemos que su marido estuvo viviendo algunos meses fuera del domicilio conyugal! ¿Tal vez la causa fue debida a que usted le dijo que no compartía su punto de vista? Mire. De momento no hay nada contra usted. Vuelva a su casa con sus hijos. Permítanos llevar a cabo nuestro trabajo. Ya le comunicaremos en que acaba todo este asunto. Por cierto, le aconsejo que no haga comentarios sobre esta entrevista. Es por su bien. ¿Me comprende?

Ilse asintió mientras una lágrima se deslizaba por su mejilla. Se sentía muy cansada. Aquella gente estaba bien informada. Pensaba en las veces que le había dicho a Karl que fuera más prudente. En lo que él le había contado de la pelea que mantuvo con el que hasta entonces consideraba su amigo, Stefan Gessner, un alto funcionario del partido. Sintió un escalofrío y nauseas. Se puso en pie asintiendo. El inspector Brunner permaneció sentado. Ella se dirigió a la puerta algo mareada, caminó por el iluminado pasillo. Cruzó el vestíbulo. Por todas partes colgaban esvásticas. Temía que no la dejaran salir de allí, pero el guardia uniformado le abrió la puerta cristalera. Descendió los escalones y caminó con rapidez por la Prinz-Albrecht-Strasse mientras un intenso temor a algo desconocido la invadía. Algo más allá, en unos jardincillos, vomitó. Tuvo que sentarse en el bordillo intentando que se le pasasen las náuseas. En aquel momento pasó por delante de ella un vehículo negro, idéntico al que había visto aquella mañana frente a su casa llevándose a Karl. Aquello era el Tercer Reich.