54. LA INTUICIÓN DE RACHEL
(VIENA, FEBRERO DE 1933)
La familia Goldman y todos lo que la conocían sabían que Rachel Goldman poseía una gran intuición. Ella no se consideraba una adivina, pero era cierto que cuando algo comenzaba a darle vueltas y vueltas en la mente, aquello tendría muchas probabilidades de llegar a suceder. A pesar de ello nadie iba a verla para preguntarle por su futuro. Eso era algo que irremediablemente sucedería, y en el fondo todos temían que ella se lo pudiera adelantar.
Por otra parte Rachel no era una persona que estuviera muy pendiente de la política. Así que cuando una noche se incorporó en la cama, emitiendo un agudo grito de angustia, respirando entrecortadamente, y gesticulando con los brazos, David que dormía a su lado se despertó sobresaltado, preguntándole asustado qué le ocurría. Ella se cubrió el rostro con las manos, pero no quiso decírselo:
—Mañana te lo comentaré David, ahora no es el momento. Intentemos dormir.
Por la mañana, un día frío y soleado, el nombramiento de Adolf Hitler como canciller del Reich, era sin duda la gran noticia del día en Viena, aunque no fuera algo que afectara directamente a los austríacos. Sin embargo, mientras desayunaban juntos, como casi siempre, Rachel le dijo que aquel austríaco que había llegado a dirigir Alemania no iba a olvidarse de su país natal. En algún artículo había podido leer que el Führer nazi pretendía incorporar Austria al Reich.
—Rachel, querida. ¿Era eso lo que te preocupaba anoche? ¡Qué tontería! ¡Olvídate de esa historia! ¡A nosotros ni nos va ni nos viene todo ese asunto!
David insistió en que no se preocupase. Le aseguró que los propios alemanes echarían muy pronto a patadas al «cabo bohemio», así lo había llamado el propio Hindenburg hacía pocos meses, y así lo llamaban los periódicos no afines al movimiento nazi.
Para él, y David remarcó que sabía muy bien lo que estaba diciendo, el nuevo canciller alemán no significaba una amenaza. Solo era un tipo con labia, alguien que engañaba a los demás como los charlatanes de feria. Le dijo que si se molestaba en leer alguno de sus discursos comprendería que estaban vacíos de contenido, que no provenían de una mente cultivada, si no de alguien que tomaba conceptos de aquí y de allá, sin fundamento alguno. La única base de la ideología de Hitler era el odio. Un odio profundo a los judíos, a los marxistas, a los socialdemócratas, a todos los que creían en un sistema parlamentario. Sus únicas propuestas, su lenguaje por el momento eran palabras como aniquilación, exterminio, aplastamiento, conquista, espacio vital, raza, y su éxito popular se debía exclusivamente a la enorme cantidad de personas defraudadas, sin trabajo, sin presente ni futuro que también compartían aquellos sentimientos radicales.
Rachel no estaba convencida. Respetaba mucho a su marido, pero en aquel momento, por primera vez en su vida, replicó que no estaba de acuerdo con él.
—¡David, no seas ingenuo, ese hombre quiere aniquilarnos! ¡Cuando me he despertado angustiada me encontraba entre nuestra gente, en un lugar horrible, una especie de infierno en donde sucedían cosas espantosas!
David se levantó y la abrazó. Sentía una gran ternura por aquella sefardí que compartía toda su existencia.
—Querida. ¡No permitas que las pesadillas alteren tu vida! ¡Ese hombre no es nadie! Si está teniendo éxito se debe únicamente a la pésima situación de Alemania. Allí, tras el fracaso de Weimar, quieren probar algo diferente. ¡Los militares y los conservadores pretenden acabar con el parlamentarismo, pero no te preocupes más de la cuenta! ¡Nunca llegará hasta aquí! ¡Ni Francia, ni Gran Bretaña lo permitirían!
—Mira David, querido, creo que estás equivocado, o que no quieres ver la realidad. Esta vez es muy diferente. ¡Pronto te darás cuenta!
Rachel miró a los ojos a su marido, lo que le hacía estar pendiente de sus palabras.
—He soñado con este tema en varias ocasiones. Podrás decirme que estoy obsesionada con el asunto y quizás tendrás razón. Lo estoy. Pero nunca antes he tenido tanta certeza sobre lo que va a suceder. Te adelanto que ese hombre maldito traerá la ruina y la desgracia, y no solo a Alemania. Antes o después nos afectará a todos. ¡Lo que va a suceder será una terrible catástrofe que traerá muerte y destrucción! ¡No habrá lugar donde esconderse!
David no contestó. Prefería no seguir hablando del tema. Para él era algo coyuntural. En los últimos tiempos Alemania sufría una grave inestabilidad política. Unas elecciones tras otras, de las que nunca se sacaba nada en claro. Ni siquiera gente tan preparada como von Papen, o el mismo canciller saliente, von Schleicher, habían podido solventar la situación. Lo único que le preocupaba era la fijación de Rachel con aquel hombre. Una obsesión sin mayor sentido.
Los días y las semanas fueron transcurriendo con rapidez. La prensa alemana daba la impresión de haberse tranquilizado. Hitler comenzaba a gobernar apoyándose en personas como Hjalmar Schacht, un acreditado economista. Sin embargo su teoría seguía siendo el rearme del ejército a pesar de las cláusulas de Versalles. Una política que debería haberse realizado discretamente se había convertido en la comidilla de toda Europa. Hitler estaba pidiendo ayuda financiera al empresariado alemán. En la prensa dijo que todo el mundo tendría que colaborar.
La cámara de comercio de Viena decidió adelantarse a los acontecimientos. Alguien vinculado al partido nacionalsocialista austríaco había insinuado que los empresarios de Viena tendrían que colaborar con el partido nazi de Austria. Hans Harnack quedó con David y con otros miembros de la cámara para cambiar impresiones. No podían permitir que la realidad se les echara encima.
La reunión se celebró el 26 de marzo. David puso a su disposición el comedor privado en la planta superior de «Goldman & Goldman». Aquel era un lugar discreto para hablar de lo que estaba sucediendo en Alemania y de cómo podría afectar a Austria. Asistieron un centenar de empresarios y, para la absoluta sorpresa de David, la mayoría parecía estar de acuerdo con la actuación de Hitler. Cuando intentó exponer su punto de vista, el que hasta aquel momento consideraba su mejor amigo, Hans Harnack, levantó el brazo pidiendo la palabra. Lo notó extraño, lejano. Intuyó que algo estaba ocurriendo.
—Mira, David Goldman —se dio cuenta de que Harnack remarcaba su apellido—, hemos estado hablando acerca de la situación. Las cosas han cambiado y más que van a cambiar, así que iré directamente al grano. No te lo tomes a mal, pero quisiéramos pedirte que dimitas de tu puesto en la directiva… y también que os dierais de baja de la cámara. Tú y los otros empresarios judíos. ¡No porque a nosotros nos preocupe! ¡Es por el bien de todos! ¡Incluyéndoos a vosotros! Como comprenderás nosotros no tenemos nada contra los empresarios de origen hebreo, siempre nos hemos llevado bien y queremos seguir en esa línea. Pero ahora vienen nuevos tiempos. Es mejor para todos, así que te ruego que no me malinterpretes.
En aquel momento levantó el brazo Klaus Schmidt, del «Bankverein Wiener». Todo el mundo en las finanzas de Viena lo conocía como «el consejero Schmidt». Un hombre astuto y retorcido, que sabía darle vueltas a las cosas hasta llevarlas a su terreno.
—Ha hablado usted muy acertadamente, señor Harnack. Nadie pretende perjudicar a los miembros que no son propiamente austríacos, como los señores Goldman, Hammerstein, Salomón, y todos los demás. ¡Que quede bien claro! Lo único que se les pide es que dimitan, con ello no van a sufrir el más mínimo quebranto económico. Además esto es algo normal. Sustituir a algunos directivos por otros, y en este caso se les pide la dimisión… también como miembros de la cámara. ¡Tienen que entenderlo!
David Goldman se había puesto muy pálido. Se levantó y señaló a Harnack con el índice.
—¡Tú, Hans Harnack! ¡Nunca hubiera creído que fueras capaz de algo así! ¡Reconozco que he estado equivocado toda mi vida! ¡Te conozco desde que íbamos al colegio! ¡Mejor dicho, creía conocerte! ¿Ahora me sales con esas? ¡Y usted Schmidt! ¿De qué están hablando? ¿Cuál es la causa? ¿Tal vez se debe a qué ese Hitler es el nuevo canciller de Alemania? ¿Qué sus acólitos en Austria han pensado en hacerle un presente? ¡Siento vergüenza ajena! ¡Claro que me voy! ¡Que nos vamos! ¡No podría seguir sentado aquí con gente así! ¿Quién os ha llamado para este sucio trabajo? ¿La guardia de la patria?[4] ¿Todos pertenecéis al Frente patriótico? ¿Entonces para vosotros, los judíos no somos austríacos? ¡No habéis entendido nada! ¡Sois vosotros los que no sois austríacos! ¡Quedaos con vuestros amigos nazis, ellos os llevarán a todos a la ruina!
David Goldman abandonó en silencio el comedor, seguido por Moses Goldman, y los otros empresarios judíos, que no terminaban de creerse lo que estaban viviendo. Sin embargo, algunos que a pesar de serlo no se consideraban incluidos permanecieron sentados. David los miró con reprobación al pasar, como queriendo expresarles que antes o después ellos también tendrían que seguir el mismo camino.
Cuando volvió a su casa Rachel se quedó mirándolo fijamente. David solo pudo decirle:
—¡Tenías mucha razón, mujer! ¡Ese Hitler traerá con él la ruina! ¡Acabo de comprender lo que espera a este país!
Al día siguiente la radio dio la increíble noticia. El Reichstag había ardido completamente. Las autoridades alemanas culpaban a los comunistas, ya que aseguraban haber detenido al causante material, un comunista holandés al servicio del Komintern. Las pruebas encontradas unos días antes en las oficinas centrales del KPD no dejaban lugar a dudas. Hitler lo dejó bien claro en un discurso radiado. Con su voz inconfundible y un tono que mostraba su indignación y resolución, el Führer alemán dijo que todos los comunistas alemanes serían ilegalizados, para lo que se promulgaría de inmediato un decreto en el que se tomarían medidas adicionales, como suspender el ejercicio del derecho a la libertad de expresión, la libertad de prensa, la libertad individual de las personas, la libertad de asociación, la libertad de reunión, así como el secreto de las comunicaciones. Añadió que se permitiría a las autoridades practicar registros de los domicilios o de las oficinas, además de confiscar los bienes privados y ejecutar las necesarias restricciones a la propiedad.
David Goldman levantó la vista del aparato de radio y observó con respeto a su esposa.
—Rachel, querida, ayer me dijeron en una importante reunión que aunque llevemos aquí toda la vida, incluso aunque hayamos nacido aquí, los judíos no somos verdaderos austríacos. Tal vez un día de estos, sin demorarlo mucho, deberíamos acercarnos a la agencia de viajes. Creo que tienes toda la razón, y que este asunto, antes o después, nos afectará a todos.