53. UNA NUEVA ÉPOCA
(BERLÍN-FEBRERO DE 1933)
Una fría tarde a finales de enero, Karl Edelberg volvió a su casa cuando Ilse no estaba. En la calle estaba nevando copiosamente y él había meditado la vuelta desde principios de año. Al verlo entrar los niños prorrumpieron en gritos de júbilo. Le contaron entre risas que aquella mañana el maestro les había medido el tamaño de la cabeza, el largo de la nariz, comprobado el color del cabello y la forma de los ojos para determinar si pertenecían a la «raza aria». Aseguraron muy orgullosos que ambos habían pasado la prueba con éxito, no como unos compañeros judíos que no cumplían con las exigencias y de los que se habían reído. Karl asintió. No estaba de acuerdo con aquellas prácticas, pero no hizo comentarios. No era el momento.
Karl estaba siguiendo el consejo de su suegra. Actuó con normalidad, como si nada hubiese sucedido. Al cabo de un rato llegó Ilse, y aunque no le dirigió la palabra tampoco le dijo que se marchase. Luego él leyó la prensa en su sillón de siempre, como otro día más. Aunque notaba a su mujer tensa, conteniéndose. Luego ella puso la mesa y colocó su plato como siempre, luego bendijo la mesa y cenaron en silencio, hasta que él comentó el frío que estaba haciendo, y Klaus le explicó que los iban a llevar a esquiar a las montañas de Baviera. A la hora de acostarse, Ilse murmuró de pasada que sería mejor que durmiera en el dormitorio.
Karl Edelberg había vuelto a casa y prefería olvidar lo sucedido. También su afiliación al partido nazi. No quería saber nada más de política. No le gustaba lo que estaba sucediendo en el país, con los tipos de las SA cada vez más atrevidos, campando por sus respetos. En aquellos momentos no podía entender cómo podía haber sido capaz de afiliarse. Tampoco le gustaba que Hitler se hubiera convertido en el canciller de Alemania aquella mañana. La radio no hacía más que hablar de Hitler y su programa de gobierno. ¿Tan mal estaba el Reich de buenos políticos? O tal vez la política que se estaba haciendo en aquellos tiempos era algo mucho más rastrero. Él había podido ver la situación desde dentro y se sintió defraudado. Debería salir a la calle y advertir a la gente de buena voluntad. Tendría que hacerles razonar, decirles algo así como: «¡Amigos! ¿Sabéis lo que está llegando? ¿Sois conscientes de quien es Hitler? ¿Quiénes son en realidad esos nazis? ¿Qué va a ocurrir con Alemania?» Gentes como su examigo Stefan Gessner, como Joseph Goebbels, como Hermann Goering, y por supuesto como Adolf Hitler, el nuevo Führer del Reich. Después de haber podido presenciar cómo eran, lo que pretendían, temía que ya fuese tarde. Había meditado mucho durante los últimos meses. Creyó que Hindenburg nunca permitiría que Adolf Hitler se convirtiera en el canciller de Alemania, pero aquel anciano ya no debía tener fuerzas para nada, y habrían pasado por encima de él. En cuanto a Papen, Hugenberg y los demás, ambiciosos y mezquinos, creía que además estaban equivocados, convencidos de que podrían manipular a Hitler y seguir en el poder. Para cuando se dieran cuenta de su error ya sería demasiado tarde.
Escuchó acercándose tambores y trompetas y se asomó a la ventana. A pesar de la fría noche pudo ver un interminable desfile por la avenida frente al edificio. Aquello le recordó el que había presenciado en Núremberg, pero como a otra escala mucho mayor, gentes de las SA y las SS portando antorchas se dirigían hacia el centro de Berlín. Esa demostración de fuerza sería cosa de Goebbels, y tal vez alguna de aquellas oscuras sombras que se agigantaban en las fachadas sería la de Stefan Gessner. Karl era consciente de que se había creado un mal enemigo, en un mal momento. Eso le había hecho pensar.
Se dio cuenta de que Ilse se encontraba junto a él. Observaba fijamente, como hipnotizada, el desfile. Sabía que ella simpatizaba con el movimiento nazi, pero en aquel momento la notó preocupada. Ya no estaban discutiendo sobre si Hitler llegaría al poder o no, o si en tal caso sucedería una cosa o la otra. Hitler era ya el nuevo canciller de Alemania y aquellos eran sus poderes. Ilse se acercó a él y murmuró sollozando: «Me alegro de que estés aquí». La abrazó.
Al día siguiente cuando se dirigió al trabajo en su coche vio muchos camiones circulando, repletos de SA uniformados. La prensa anunciaba en primera plana que la República de Weimar había muerto, y que había nacido el Tercer Reich. En los periódicos afines a los nazis aparecía una foto a toda plana de Adolf Hitler, uniformado con el cinturón y las botas, haciendo el saludo con el brazo extendido. Algunos cantaban el «Horst Wessel Lied», que prácticamente se había convertido en el himno nazi, otros corrían por las calles en grupos, eufóricos, sin una dirección fija, chillando consignas nazis.
Al volver una calle vio un local ardiendo en una esquina. Aquella era una conocida carnicería judía, en la que vendían carne «kosher». No era un accidente. Varios miembros uniformados de las SA en pie delante de la tienda observaban impávidos cómo ardía. Muchos curiosos se arremolinaban, pero nadie hacía nada por ayudar a extinguir el fuego. En aquel momento llegaban los bomberos para evitar que el fuego se propagara. No detuvo el coche ya que no podía hacer nada.
Cuando entró en su despacho vio a través de los cristales a Jacob Meyer. El hombre introducía libros y objetos en una caja. Salió para hablar con él.
—¿Qué ocurre, Jacob? ¿Qué estás haciendo? ¿Es que vas a algún sitio?
Jacob se quedó mirándolo un instante con una forzada sonrisa amarga.
—Nada Karl. Solo que me voy. Nos vamos de Alemania toda la familia Meyer, mis hermanos, también mis padres. Iremos a Francia, a ver si en París pudiéramos obtener el visado para los Estados Unidos. Me han dicho que con mi currículo probablemente podría encontrar trabajo en América. Mi hermano Salomón es cirujano, especialista en corazón, y mi hermano Yossib es un buen abogado. En cuanto a mi hermana Esther es actriz, tal vez hayas oído su nombre. Esther Meyer. Es una chica estupenda y divertida que interpreta en yiddish, y los que van a verla se parten de risa. Alguien le dijo que en Nueva York la contratarían con los ojos cerrados. En cuanto a David, el más pequeño, es un gran pianista. Mira, mis abuelos salieron huyendo de Rusia. Mis padres llegaron hasta aquí desde Polonia. Todos hablamos bien el ruso, el polaco, el yiddish, bastante bien el inglés por deseo de mi padre, y naturalmente el alemán. ¡Nos defenderemos! ¡No pensamos quedarnos aquí con los brazos cruzados asistiendo a otra expulsión de los judíos! ¡Con Sefarad ya hubo suficiente! ¡Queremos vivir para siempre en una verdadera democracia! Ese Hitler nos ha amenazado con todas las penas del infierno, y aunque muchos no se toman en serio esas amenazas, mi padre, que es un hombre sabio, ha decidido que lo más prudente es marcharnos, ahora que aún podemos hacerlo.
Karl se sentía cohibido, no sabía qué decirle, en su mente volvía a ver la carnicería kosher ardiendo. No podía convencer a su amigo de lo contrario. No podía decirle que también él, que era alemán de pura cepa, estaba pensando en marcharse. Cuando había escuchado aquellas estrofas que, para su vergüenza, él también había cantado alguna vez: «Por última vez se lanza la llamada para la lucha. Todos estamos listos. Pronto las banderas de Hitler ondearán en cada calle. La esclavitud durará sólo un poco más». En Alemania acababa de comenzar una nueva época. El Reich de los malvados, los desaprensivos, los cobardes.
Estuvo presente mientras Jacob Meyer se despedía del director. Dijo que lo sentía mucho, que le gustaba lo que hacía y que había dejado todos los papeles de su investigación ordenados para que su ayudante no tuviera problemas, pero que si se encontraban con alguna duda que le escribieran. Él iría enviando su nueva dirección postal cada vez que se cambiara de casa.
Cuando Karl lo vio abandonar el laboratorio y lo acompañó en silencio hasta la calle, sintió un nudo en la garganta. Sabía que no sería fácil sustituir a aquel hombre discreto, callado, un ingeniero tan experto. Tampoco a sus hermanos en Alemania. Comenzaba el desmantelamiento del país, y otros muchos estarían haciendo las maletas para irse. Como bien había dicho Jacob «mientras aún pudieran hacerlo».