51. ADOLF HITLER, CANCILLER DEL REICH

(BERLÍN, FINAL DE ENERO DE 1933)

Stefan Gessner notaba la gran tensión que le rodeaba, mientras todos en la cúpula del partido daban por hecho que había llegado el momento de la verdad. Era «ahora o nunca». Habían llegado hasta allí aprovechando la poderosa ola de descontento, ya que la situación en Alemania era insoportable. No solo era mérito del «hombre providencial». La depresión económica, el paro, la violencia política, la radicalización, el miedo al futuro, todo aquello había conducido a una parte sustancial del país hacia el nacionalsocialismo. Hitler prometía trabajo, orden y futuro. A la gente no parecía importarle que los SA fuesen los causantes de gran parte de los altercados durante los últimos meses, ya que las víctimas solían ser judíos. Gran parte de los alemanes coincidía en que ellos eran los causantes de todo. Para la izquierda representaban el gran capital, para la derecha eran los impulsores de la revolución bolchevique. Eso sí, las encuestas realizadas por el NSDAP demostraban que la gran mayoría estaba de acuerdo en que los judíos no eran verdaderos alemanes, y que alguien tendría que arreglar la situación. El único hombre que daba la impresión de poder hacerlo era Adolf Hitler.

Stefan sabía muy bien cuáles eran los dos grandes enemigos que podrían impedirlo. Los comunistas y la iglesia católica. Para los primeros Hitler era el enemigo a batir, ya que representaba al capital bajo la coartada del nacionalsocialismo. Para los católicos Hitler era un ateo enfrentado directamente al cristianismo.

Aquellos últimos días de 1932 habían sido tensos y difíciles. A principio de 1933 las cosas eran diferentes. Ahora estaba claro que von Schleicher era un canciller sin carisma ni fuerza política. Goebbels había hablado con Hitler para decirle que la llave del poder pasaba por atraer a von Papen. En ello estaban.

Ese era el motivo por el que Stefan se hallaba en Colonia el 3 de enero, visitando la casa del financiero Kurt von Schröder, ya que al día siguiente tendría lugar una importante reunión en aquel lugar entre von Papen y el Führer. Había colocado agentes de seguridad en la calle y en los accesos al barrio, y comprobado quienes eran los vecinos de von Schröder. Todo era normal. Impresionantes villas entre grandes y cuidados jardines. Stefan sabía bien cómo pensaba aquella gente, recordaba a su padre. Eran desconfiados, egoístas, temerosos de los cambios, y convencidos de ser buenos creyentes. ¿No les había colocado el buen Dios en la posición adecuada? Por algo habría sido. Luteranos o católicos, la única diferencia la marcaba el dinero.

Por supuesto casi todos ellos profundamente antisemitas, aunque no lo demostraran en sus relaciones con los banqueros y financieros judíos. Después de todo, en Colonia, en Essen, en Dusseldorf, en Bonn, en toda la cuenca del Ruhr, no vivían demasiados judíos. En el fondo, para todos ellos, Hitler no era más que un demagogo, un tipo vulgar, un radical, pero también alguien al que podrían manipular de acuerdo con políticos como von Papen y militares como aquel Blomberg. Habían pinchado los teléfonos de los grandes capitanes de empresa de la región y sabían lo que hablaban entre ellos en la intimidad, a pesar de que después, por pura conveniencia, mostraban públicamente grandes simpatías por el NSDAP. Sus ventajas eran el antimarxismo, en lo que todos coincidían, su acendrado nacionalismo, su sentido del orgullo nacional, y algo en lo que todos ellos estaban de acuerdo: Alemania no deseaba seguir con aquella débil democracia de Weimar, falta de fuerza, de ideas y de verdaderos líderes. Quizás, después de todo, Hitler pudiera ser la clase de hombre que necesitaban para garantizar un clima político estable sobre el que poder crecer. Naturalmente, convencidos de un futuro gobierno en el que von Papen fuese canciller y Hitler lo apoyara.

Aquel informe confidencial lo tenía ya en su poder Joseph Goebbels, y todos aguardaban la reunión del Führer con von Schröder. Acompañarían a Hitler, Himmler y Keppler. A la hora señalada, el coche del Führer se detuvo a la puerta de la mansión de von Schröder.

Aquella misma noche, aunque en un segundo plano como jefe de la seguridad personal, Stefan estaba presente cuando Goebbels redactó el resumen de la reunión. Les explicó que von Papen quería para sí el cargo de canciller, pero estaba dispuesto a ceder al NSDAP los ministerios del interior y defensa. Era un gran avance, impensable hacía pocas fechas. Goebbels comentó eufórico:

—¡Amigos míos! ¡Ha llegado el momento de la verdad! ¡Estamos a punto de conseguirlo! ¡La fruta está madurando con rapidez!

Dos días más tarde, ya de vuelta en Múnich, era evidente que el canciller Schleicher no contaba con los suficientes apoyos. Todo le salía al revés, era como si estuviese gafado. Hitler comentó a su gente que era evidente que la providencia le apoyaba, con aquel canciller incompetente que cada día demostraba la importancia de sustituirlo cuanto antes. Durante los siguientes días mantuvieron reuniones con von Papen, que se mostraba más y más receptivo, aunque Hindenburg se negaba a contemplar la posibilidad de que Hitler pudiera ser el nuevo canciller.

Durante aquellas jornadas la actividad de Stefan Gessner era imparable. En ocasiones al abrir los ojos por las mañanas tenía que hacer un esfuerzo para recordar dónde estaba. Se sentía agobiado, pero no quería demostrar que los rápidos acontecimientos lo sobrepasaban. Se estaba dando cuenta de que Goebbels tenía razón y que aquella vez era la buena, era cuestión de semanas que Hitler fuese nombrado canciller. Hindenburg, viejo y enfermo, no podría aguantar aquella presión y terminaría cediendo. En cuanto a von Papen, era testigo de cómo Hitler lo estaba corrompiendo. Aquel hombre era muy bueno en tales artes, buscando la manera de envolverlo en sus redes, con la estrategia de la araña. Lo había forzado, violentado, coaccionado, y al final comprado. Von Papen tendría su cartera ministerial con él, y sería su segundo de a bordo. Por su parte von Papen creía que Hitler duraría poco, y que él lo sustituiría, mientras, por su parte, Hitler pensaba que cuando fuera canciller haría lo que le viniese en gana. Stefan lo estaba percibiendo como si pudiera leer sus mentes.

Después de todo, para él aquello era una lección de alta política: Hipocresía, astucia, mentira, manipulación, ambición, lucha descarada por el poder. Todos ellos intentando ser más astutos que sus oponentes. Hitler, von Papen, Hugenberg, el propio Hindenburg, von Blomberg en representación del ejército, y sus cohortes respectivas. En cuanto al canciller von Schleicher, los árboles no le dejaban ver el bosque, permanecía al margen de la conspiración por derribarlo, sin darse cuenta de nada, intentando gobernar sin conseguirlo.

Stefan Gessner no tenía un gran sentido de la ética, pero no pudo evitar pensar que si aquellos políticos representaban al pueblo alemán, cualquier cosa podría llegar a suceder. Él colocaba sus espías en los lugares adecuados. Himmler y Goering le exigían un informe diario a última hora de la noche. Von Papen era tan iluso que creía estar engañando a Hitler. Para él, la idea era que «habían contratado al Führer del NSDAP».

El lunes 30 de enero, a las once de la mañana, en la cancillería del Reich aún estaban regateando. La alta política estaba llena de bajezas humanas. Hitler vestía un frac algo estrecho, y sudaba copiosamente con la calefacción a tope que Hindenburg exigía. Se había engominado el pelo y recortado el bigotito. La antesala al despacho del presidente era todavía un mercado persa de reparto de apoyos, votos, cargos y prebendas, aunque nadie sabía lo que podría suceder.

A mediodía, cerrados verbalmente los últimos acuerdos, entraron finalmente en el despacho del presidente. Hindenburg, enfermo y confuso, estaba irritado por la espera. Von Papen hizo de chambelán y tardó unos minutos en presentar a Adolf Hitler como el líder propuesto para el cargo de canciller. Hindenburg asintió y Hitler juró cumplir con sus obligaciones como canciller. Luego dio un breve discurso. Sería el canciller de todos los alemanes, sin distinción. Hindenburg estaba agotado y solo pudo murmurar: «Con la ayuda de Dios».

Por fin tras tantos años luchando denodadamente para conseguir aquel cargo, Adolf Hitler, era el Führer de Alemania.