49. EL CRIMEN
(LINZ-AGOSTO Y SEPTIEMBRE, 1932)
Markus Gessner estaba viviendo la que consideraba la mejor época de su vida. Carlo se había revelado como el perfecto amante. Aquel hermoso y suave verano de Linz invitaba a la vida y al amor. Ninguno de los dos quería detenerse a pensar en el futuro, conscientes de que sería difícil mejorar aquel presente. Como decía Carlo: «un presente de los dioses». Ambos habían tomado la decisión de intentar en aquellos revueltos y difíciles días que al menos el otro fuese feliz.
Sin embargo Markus se daba perfecta cuenta de que Carlo seguía sintiendo dentro de él un gran temor. En ocasiones le despertaban las incoherentes palabras que prorrumpía su compañero mientras sufría alguna pesadilla. Carlo caía con frecuencia en un profundo sueño durante el cual era sin duda asaltado por ominosas premoniciones. Se agitaba en el lecho como si estuviera sufriendo espantosas visiones, gesticulaba y daba la impresión de que podría llegar a caer al suelo. En ocasiones él intentaba despertarlo, al menos interrumpir sus pesadillas, pero pronto se dio cuenta de que el remedio era aún peor, ya que luego le resultaba imposible volver a conciliarlo.
Sin embargo, al despertarse, Carlo le aseguraba que era feliz, que no se preocupase por él, que lo amaba más que a nada en el mundo. Aquellos eran para los dos los mejores momentos, cuando tras hacer el amor se juraban fidelidad eterna. Entonces Markus no se hubiera cambiado por nadie.
De vez en cuando le venían a la mente las duras palabras que había mantenido con Joachim en el piso de Eva. Sentía algunos remordimientos al pensar que tal vez se había pasado con él. Al final habría sido más inteligente no hacer ningún comentario. Eva y María le habían escrito, cada una por su lado, sendas cartas agradeciendo la que denominaban «una valiente y decidida postura». Para ellas no había duda alguna; Joachim era el culpable de aquel altercado entre hermanos, a causa de su carácter egoísta y su ambición desmesurada. Eva mencionaba que seguía confiando en que Joachim la llamara para decirle que se había equivocado y para pedirle excusas, en cuyo caso, y a pesar de todo, aseguraba que estaría dispuesta a perdonarlo.
En cuanto a la discreta y callada María, daba la impresión de haber cambiado mucho. Estaba seguro de que en lo más profundo de su ser, María seguía siendo la misma marxista de años atrás. No terminaba de entender la extraña relación de la pareja, ella en Viena, mientras él seguía en Berlín colaborando estrechamente con Goebbels. Tal vez habían preferido separarse para que María pudiera tener algo de tranquilidad apartada del frenético ritmo que el partido imponía a los suyos.
Linz era una ciudad hermosa repleta de cultura. El único problema aquel verano de 1931 eran unas cuantas bandas simpatizantes de los nazis, tipos marginales, rudos y violentos, muchos de ellos alcohólicos, que campaban por sus respetos, gentes que no tenían nada que perder, confiados en que antes o después Hitler se haría con el poder en Alemania, y entonces ellos se harían los amos en Austria. Aquella gente se mofaba de la policía y los poderes públicos. La situación tenía preocupadas a las autoridades de la ciudad, que se veían impotentes para controlarlos. Una situación que mostraba la debilidad de las instituciones del país desde el Tratado de Versalles y la desaparición del imperio austrohúngaro.
Markus Gessner y Carlo Mattei no pensaban en aquella gente. Ellos solo frecuentaban los sitios más elegantes, hacían algunas compras por el centro y a última hora de la tarde, cuando eran las ocho, buscaban un lugar para cenar en alguno de los mejores restaurantes. Después solían volver caminando por los malecones junto al Danubio, en un largo y agradable paseo nocturno hasta su casa, pensando en hacer el amor en otra larga noche de pasión. Nunca hablaban de política, ni del fascismo en Italia, ni del nazismo de Alemania. Austria era para ellos un remanso de paz, y su único lema era «Carpe diem». Aprovecharían hasta el último momento mientras durase. Estaban planeando marcharse a los Estados Unidos, a California, un lugar maravilloso, remoto y cálido que parecía aguardarles. Markus iba a poner la casa y la finca cercana en venta con gran dolor de su corazón. Pero necesitaba aquel dinero para comenzar de nuevo. Carlo haría lo que él dijera. Había pensado en valorarla en trescientos mil marcos. Una enorme cantidad de dinero.
Una calurosa noche de mitad de agosto mientras paseaban junto al Danubio, sin apercibirse de la situación, de improviso se vieron rodeados por varios individuos que aparecieron de la oscuridad. Todos ellos vestían un remedo del uniforme de las SA alemanas, agresivos, les amenazaron con largas porras mientras los insultaban. Por un instante pensó que solo pretendían asustarlos. Intentaron escapar corriendo pero no lo consiguieron. Los golpes les llovían por todas partes. Carlo no soportó la tensión y se cubrió el rostro con ambas manos mientras se agachaba, arrinconado contra el murete de protección del Danubio. Markus intentó ayudarle pero le resultó imposible, dos hombres se lo impidieron golpeándole en la cara con gran saña, y pudo notar el sabor de la sangre en su boca. Solo podía pensar que Carlo estaría aterrorizado al comprobar que sus peores pesadillas se hacían realidad. Intentó llegar hasta su amigo, pero le golpearon violentamente con las largas porras. Ya caído en el pavimento pudo ver como seguían golpeando, pisoteando sin compasión a Carlo, que se encontraba tendido boca abajo, inmóvil. Unos instantes después vio como entre varios lo levantaban, y entre risotadas e insultos lanzaban el cuerpo a las oscuras aguas del Danubio. Pudo escuchar el chapoteo. Sufrió un escalofrío. Después, sin poder creer que aquello en realidad le estuviera sucediendo, notó como a él también lo levantaban y como su cuerpo pasaba a gran velocidad sobre el pretil de piedra. Cayó contra el agua y se hundió violentamente en el río. Por unos instantes creyó ahogarse, aunque en el último momento pudo volver a la superficie y tomar aire, cuando ya creía que los pulmones iban a estallarle. En aquel momento pensó que Carlo se habría ahogado y que todo había acabado. Braceó hacia la escalinata de piedra y pudo aferrarse a una argolla de hierro. Respiraba con dificultad, el corazón le latía con tanta fuerza que el pecho le dolía. Miró hacia arriba pero no vio a nadie, los agresores debían haber huido. Intentó salir del agua sin conseguirlo ya que debía tener un brazo roto. La corriente era mucho más fuerte de lo que nunca hubiera creído y el agua se le antojó muy fría, casi helada. Aguardó unos instantes intentando coger fuerzas antes de volver a intentarlo. Aquella vez lo consiguió y trepó a la losa de piedra que conformaba la base de la escalera. Miró hacia la oscuridad del río. Los remolinos que brillaban reflejando la luna indicaban la fuerza de la corriente. Impotente, al no poder hacer nada por Carlo, sollozó angustiado. Después subió la escalera atemorizado, pensando que podrían estar arriba aguardándole. No quería morir y menos de aquella horrible manera. Finalmente se atrevió a asomar la cabeza pero no vio a nadie. Entonces se dio cuenta de que el brazo le colgaba y que la sangre chorreaba por su mano. Caminó hacia la cercana avenida intentando pedir socorro, y allí se derrumbó sin sentido.
Cuando volvió en si se encontraba en un lugar desconocido, tendido en una cama. Percibió que alguien lo observaba atentamente. Debía ser un enfermero que le explicó que se encontraba en el hospital municipal, y que debía haberse roto el brazo al caer al río. Él le preguntó por Carlo. Carlo Mattei. El hombre le dijo que no habían encontrado a nadie más. ¿Quién era aquel Mattei? Markus le explicó lo sucedido con voz entrecortada. Unos desalmados vistiendo uniformes nazis los habían agredido salvajemente y a su amigo lo habían tirado al río. Podría estar vivo, tal vez la corriente lo habría arrastrado aguas abajo. Era importante que lo buscaran cuanto antes.
Markus creía que Carlo estaba muerto, aunque no quería aceptarlo. Se cubrió el rostro con las manos y comenzó a sollozar. El enfermero intentó consolarle diciéndole que lo del brazo era algo sin importancia y que se repondría pronto. En cuanto a lo del ojo, mientras conservara la vista del otro podría superarlo. Markus se tocó el rostro y notó un vendaje en su cabeza que le cubría parcialmente el rostro.
En aquel momento llegó el médico de guardia. Le preguntó su nombre y su dirección. Markus contestó y replicó si sabían algo del otro hombre que lo acompañaba, un italiano llamado Carlo Mattei, algo mayor que él, como de unos cuarenta años. El médico negó con la cabeza. No sabían nada de la otra persona. Tomó el nombre y comentó que lo denunciaría a la policía. Añadió que habían sido víctimas de un grupo de individuos que imitaban a los de las SA alemanas. Unos borrachos degenerados, conocidos pendencieros que robaban y atacaban a los paseantes con la excusa de la política. Pero aquella vez habían ido demasiado lejos, y más si como estaba diciendo podría haber una víctima, tal vez mortal. Era extraño que la prensa local no hablara de nada de ello. Solo un periódico mencionaba que un turista italiano parecía haber desaparecido la noche anterior al tirarse al Danubio por causas aún no aclaradas. Markus notó como la indignación subía desde su pecho. Iría a ver al director del diario en cuanto saliera de allí.
Abandonó el hospital ocho días más tarde. El médico le comunicó que había perdido el ojo derecho a causa de un trauma. Le habían reventado el globo ocular, aunque milagrosamente no parecían existir complicaciones. Se había quedado tuerto. En cuanto al brazo debería llevar la escayola tres semanas más y luego pasar por revisión. Le dijo que la policía estaba buscando a los culpables y que ya lo llamarían. No se había encontrado ningún cadáver.
Al recibir la noticia, Markus ni siquiera pensaba en la pérdida de su ojo. No podía entender como la policía no había ido a tomarle declaración al hospital. Al principio creyó que tal vez no querrían molestarle, pero unos días más tarde comenzó a pensar que no parecían mostrar demasiado interés. Entonces comprendió que los tipos aquellos debían tener simpatizantes dentro de la policía. Se sentía absolutamente abatido, aunque en aquellos momentos lo que menos le preocupaba era haberse quedado tuerto. Podría defenderse con el otro. Pero lo de Carlo se le hacía insoportable, le resultaría imposible de superar. Justo cuando acababan de decidir emigrar a California, donde alguien les había contado que allí las parejas de homosexuales podían vivir su vida con dignidad. Notó como le corrían las lágrimas por el lado derecho del rostro.
A medida que iban pasando los días se sentía peor anímicamente. Cuando volvió al hospital para que le quitaran el vendaje de la cabeza y se miró en el espejo de la consulta se aterró. Aquel era otro hombre. El ojo vacío le deformaba el rostro y le descolgaba la mejilla. No pudo contenerse y sollozó desesperado, mientras una enfermera intentaba consolarle, diciéndole que aquello era algo que estaba muy bien resuelto con un ojo de cristal. Le aseguró compasiva que nadie lo notaría.
Casi un mes después del ataque encontraron un cuerpo en descomposición muy cerca de Enns, entre los juncos, en un lugar donde el río hacía un remanso. Allí el río Enns se unía al Danubio, a unos veinticinco kilómetros al este de Linz. La policía pasó a buscarlo en un automóvil oficial para que les ayudara a identificarlo. Notó como los policías lo observaban. Alguien les habría dicho que era homosexual. Notó las medias sonrisas, las miradas entre ellos. Llegaron al lugar, habían llevado el cadáver a una caseta del río. Cuando abrieron la puerta y se asomó tuvo que taparse los ojos. Estaba comenzando septiembre y las insistentes moscas se agolpaban zumbando sobre el cuerpo totalmente desnudo, hinchado, mordisqueado por los peces y las alimañas. Pero aun medio descompuesto era sin duda alguna el cuerpo de Carlo Mattei. Salió de allí con terribles náuseas y vomitó sobre la hierba.
A partir de entonces comenzó a sufrir pesadillas. Era incapaz de dormir solo en el caserón. Sufría espantosas visiones y le pidió a Hans, el mayordomo, que se quedara en la casa por las noches. Ya no tenía sentido permanecer solo. Un oftalmólogo de Linz le pidió una prótesis, un ojo de cristal del mismo tono castaño del otro. Cuando le enseño a colocárselo y a quitárselo notó como el aspecto de su rostro mejoraba mucho. Decidió ponérselo, pero llevando encima un parche de piel forrada de terciopelo.
Fue entonces cuando recibió la carta de Stefan, que por lo visto no sabía nada de aquel asunto. Solo le preguntaba si estaría dispuesto a vender el palacete. Le explicaba que sería para un comprador privado, y que estaba dispuesto a pagar su precio.
Le apenaba desprenderse de aquella preciosa casa, pero al tiempo pensaba que ya no quería seguir viviendo en Linz. Tampoco pensaba irse a los Estados Unidos por el momento. Tendría que reflexionar acerca de su futuro, mientras no podía dejar de darle vueltas a la cabeza, aquellos nazis desgraciados le habían destrozado la vida. Contestó a Stefan, a una dirección de Múnich, que estaría dispuesto a escuchar su oferta.
Viajó a Viena pensando en permanecer allí un par de días. Casualmente se encontró con Eva, de todos sus hermanos con la que mejor se llevaba y la invitó a comer. Ella no hizo ningún comentario al ver su rostro, aunque él notó el gesto de asombro y pena. Más tarde, mientras almorzaban en el restaurante del Hotel Bristol le explicó lo ocurrido y lo mal que lo estaba pasando. Le habló de su intención de poner en venta el palacete de Linz y marcharse para siempre de allí. Le contó la oferta de Stefan y le mostró la carta. Ella se lo quedó mirando fijamente mientras decía.
—¿A quién? ¿A un jerarca del partido nazi? ¿Has llegado a pensar si la muerte de tu amigo Carlo pudiera tener algo que ver con esa oferta? ¡Esta dirección del remite es la de la embajada de Alemania!
El cielo se le cayó encima, mientras pensaba que era un ingenuo. Lo que Eva insinuaba era algo tan terrible que se le antojaba imposible. Tuvo que beber un sorbo de agua, notaba como le subía la sangre a la cabeza. Él no iba a ceder como ellos creían.
Una semana después Stefan se presentó de improviso en Linz. Markus lo saludó fríamente, con un enorme esfuerzo por aparentar normalidad. Al ver el parche que le cubría el ojo izquierdo, Stefan se interesó vivamente por lo sucedido. Intentando mantener la frialdad, Markus se lo explicó. Stefan sacó una pequeña libreta de notas y apuntó algo. Luego le dijo que, como debía saber, él trabajaba en la seguridad personal del Führer, y que lo que le estaba comentando era algo que debía reflexionar antes de decirlo, ya que, según la versión que estaba escuchando, los responsables del asesinato de su amigo eran simpatizantes del partido nacionalsocialista al que él también pertenecía. Añadió que fuera prudente antes de acusar a nadie, que aquello iba a aclararlo él personalmente y que ya le daría una explicación.
Después Stefan insistió en seguir hablando del palacete, insinuó que alguien muy importante en el partido estaba interesado en adquirirlo. Markus le contestó que de momento no deseaba venderlo. Aunque quería olvidar lo sucedido y siendo consciente de que mientras viviera allí le resultaría imposible, prefería esperar antes de tomar aquella decisión. Le confesó que quería irse unos años a París, pero que luego volvería allí, a la que consideraba su casa.
Al escuchar aquella negativa de algo que daba prácticamente por hecho, Stefan cambió de tono, insistiendo más duramente que debería venderlo, y que su oferta era en firme. Cuando comprobó que no aceptaba su propuesta, se puso muy tenso y murmuró que tal vez se arrepentiría de aquella decisión.
Luego, Stefan le preguntó con nerviosismo si sabía algo del asunto de Ada Rothman. Markus le replicó que no sabía de qué estaba hablando.
—¿Qué tiene que ver nuestra abuela desaparecida hace tantos años en ese asunto del que me hablas?
Al escuchar su respuesta Stefan pareció tranquilizarse y le dijo que lo olvidara. No tenía importancia. Sin embargo se despidió enfadado, sin darle siquiera la mano. Markus pensaba que nada tenía que compartir con su hermano, ambos habían cogido caminos muy diferentes en la vida.
Cuando Stefan se marchó, se quedó pensativo. Había algo extraño en todo aquello. Lo distrajo pensar en la abuela Ada. ¿De qué estaría hablando Stefan al referirse a alguien que no habían conocido? Siguiendo un impulso se dirigió a la biblioteca, encendió la gran lámpara central de cristal de Murano. Aquella estancia no era tan impresionante como la que habían tenido en la casa de Viena, pero aun así contenía una preciosa biblioteca con cerca de cinco mil volúmenes. Allí habría muchos libros que habrían pertenecido a la familia de su madre durante generaciones. No había tenido tiempo ni ganas de rebuscar en ella. Algún día lo haría, nunca se sabía lo que podría llegar a suceder en el futuro. Tal vez se hallara allí la solución del enigma. ¿Quién habría sido aquella mujer? Volvió a apagar la luz. Se sentía demasiado agotado como para empezar a buscar una aguja en un pajar.