48. LA CONFERENCIA DE DUSSELDORF
(DUSSELDORF, ENERO DE 1932)
Hans Harnack, amigo de toda la vida de los Goldman, tal vez el hombre más cercano a él de todos sus conocidos y, al igual que David, directivo de la Cámara de Comercio de Viena, fue invitado a asistir a una conferencia de Adolf Hitler en el Club de la Industria de Dusseldorf. Al principio se negó a ir, alegando que aquel individuo no tenía ni idea de lo que era la industria ni el comercio. ¿Qué podría decirles? Solo hablaría de sus ideas políticas y otras tonterías.
Tuvo que ser David Goldman quien insistiera. Aunque él no estaba invitado, con toda seguridad por ser judío, insistió en que deberían ir. Cuando Harnack le preguntó por aquel interés, David replicó que para tener alguna ventaja sobre el enemigo era preciso conocerlo.
—¡Pero si ese hombre no es nuestro enemigo! ¡En todo caso lo será vuestro!
Hans Harnack intentaba bromear, haciendo alusión a la ascendencia judía de David. Pero David permaneció muy serio, y negó con la cabeza, insistiendo:
—¡No te equivoques, Hans! Voy a atreverme a hacer de agorero. Si esa gentuza llega algún día al poder, los primeros llamados a capítulo seremos los judíos y los comunistas. Eso no te lo discuto, es «vox populi» y él mismo se empeña en afirmarlo en todos sus discursos. Enseguida irá a por los gitanos, los zíngaros, los trashumantes, los vagabundos. Poco después les tocará a los eslavos, los africanos, los asiáticos. Naturalmente a por los demócratas y los de otros partidos de la oposición, más tarde a los homosexuales y las prostitutas, y los que disientan en lo más mínimo con ellos, como los curas católicos o protestantes que no entren en su juego, luego los de piel oscura, los locos, los subnormales, los enfermos crónicos, los paralíticos, los alcohólicos. ¿Y por qué no? También los feos y los pobres. En cuanto a los que estéis convencidos de que no os tocará, os llevaréis la sorpresa de vuestra vida. ¿Tú madre no era una dama italiana del sur? ¡Tú saliste con el cabello oscuro y no se puede decir que seas muy agraciado! ¡Así que puedes dar por seguro que te llegará! En una jerarquía racial encabezada por los que creen ser los «Herrenvolk», la raza de los señores germanos de piel blanca lechosa, ojos azules y cabello rubio, que creen que su destino es dominar el mundo, todos los demás sobramos, salvo en todo caso para ser sus esclavos. Ellos pretenden crear un particular paraíso para unos pocos, eso sí, soportado por un espantoso infierno para el resto de la población. Un paraíso disciplinado, ordenado, meticuloso, pero también lleno de demonios aullantes y de asesinos, todos con la insignia del partido. ¿Se podrá llamar a ese lugar paraíso? Por eso tienes que ir a Dusseldorf y enterarte bien de lo que allí se hable. ¡De viva voz de ese Hitler! ¡Por cierto, lo que son las cosas! Hace poco alguien me contó que lo conoció hace muchos años cuando deambulaba por los alrededores de San Stefan aquí en Viena. Entonces por lo visto solo era un don nadie que vendía postales coloreadas a los turistas. ¡Ahí lo tienes ahora! ¡Ese tipo ha hecho un pacto con el diablo! ¡Y ya sabes, el que pacta con Satanás termina ardiendo en los infiernos!
—David, ¿no te parece que estás exagerando? ¡Que yo sepa Hitler no se come a los niños crudos! ¡En cuanto a los comentarios despectivos sobre los judíos, sabes mejor que nadie que aquí en Viena eso es el pan nuestro de cada día! ¡Aunque es bien cierto que todo el mundo habla y habla, luego, a la hora de la verdad, va a sus abogados judíos, se viste en «Goldman & Goldman», si enferma es atendido por médicos judíos, y cuando ya desesperado no aguanta más va a visitar a su psiquiatra judío! ¡Igual que Hitler! ¡A ese tipo se le va la fuerza por la boca! ¿O no?
Finalmente Hans Harnack hizo caso de las recomendaciones de David Goldman por el que decía sentir mucho respeto. El veintiséis de enero viajó en tren a Dusseldorf acompañado de dos directivos de la Cámara. Hans era un vienés discreto y ecléctico, que se tenía por alguien que observaba el mundo con frialdad. Mientras veía pasar el paisaje recordaba lo que David le había dicho con una sonrisa. Conocía muy bien a David, que siempre se reía de sí mismo y del mundo, con sus continuos chistes sobre los judíos. Bueno, pues él iría hasta Dusseldorf a conocer al ogro para poder decirle bromeando cuando volviera: «¡No toques mi mano! ¡Hitler me la estrechó hace unas horas!».
Al día siguiente se dirigieron al Hotel Park, en su gran salón de baile se celebraría la conferencia que daría comienzo a las diez. Allí encontró a Stefan Gessner, al que conocía de Viena. Stefan colaboraba con el NSDAP y, aunque no se lo dijo, Harnack sabía que se encargaba de la seguridad personal del líder. En Viena todo el mundo conocía a todo el mundo. Aquello no lo haría por dinero, ya que los Gessner, a pesar de lo sucedido con su padre, habían quedado en una excelente posición económica gracias a la herencia de su madre, la herencia Horvath. Si Stefan estaba allí sería por su propia voluntad, a fin de cuentas la mayoría de los empresarios que entraban charlando, también lo hacían por muchos motivos. Sobre todo por la curiosidad de conocer al hombre del que se hablaba tanto últimamente, ya que por el momento, Hitler no había logrado conquistarlos. Ellos no estaban por elucubraciones mentales, lo que querían oír era como aquel hombre que pretendía convertirse en canciller del Reich iba a conseguir terminar con la pobreza, el paro, la recesión y todos los males, que entre los de Weimar y la gran depresión habían vuelto a sumir a gran parte de los alemanes en la miseria.
Pronto el salón se llenó hasta los topes, al menos setecientas personas dispuestas a escucharlo, y a las diez en punto Adolf Hitler y su séquito entraron en el salón. Hitler saludó con una leve inclinación de cabeza y comenzó hablando en un tono tan bajo que algunos le chistaron para que subiera la voz. No habían puesto altavoces al tratarse de un salón, y salvo algún leve carraspeo se podía cortar el silencio. Después fue levantando el tono de voz. Era indudable que el hombre se defendía hablando, pero Hans se dio cuenta enseguida que abusaba de la retórica, incluso en algún momento se contradijo. El orador quería quedar bien ante aquel selecto público al que tanto necesitaba.
Al cabo de un rato el secretario de la cámara de Viena, que estaba junto a él, le murmuró que no podía comprender por qué la gente se volvía loca en sus mítines, y añadió en un tono casi inaudible:
—Yo por el momento, si tuviera que elegir, me quedo con Von Papen.
Hans pensaba lo mismo y asintió sonriendo. No estaban para aventuras, ni en Alemania ni en Austria. En todo caso Hans tomó nota de que Hitler no mencionó a los judíos en ningún momento.
Al acabar dos horas después, tuvo ocasión de acercarse a saludarlo. Hitler estaba informado de que había una representación austríaca y quiso cambiar impresiones con ellos. Los saludó sonriendo, y ellos lo felicitaron por su discurso. En aquel momento se acercó Goering, al que Hitler presentó como su mano derecha. Hans notó que aquellos dos hombres se admiraban mutuamente. Goering les preguntó por sus empresas y negocios con mucho interés. Hans pensó que todo era pura política. Hitler decía a alguien que, aunque había vivido años en Viena, su ciudad preferida era Linz. Luego divagó unos minutos sobre la importancia de que Alemania recuperara el lugar que le correspondía, y que, cuando eso ocurriera, Austria también se vería arrastrada. En aquel momento llegaron otros empresarios y ellos se retiraron discretamente.
Tendría que decirle a David Goldman que Hitler no era un malvado dragón que escupía fuego por la boca, sino un político ambicioso y mediocre que jamás llegaría a ser canciller de Alemania. Tal vez aquel Goering lo consiguiera si se lo propusiera, al menos tenía más presencia.
Volvió a Viena pensando que aquel viaje había sido una absoluta pérdida de tiempo. Al día siguiente comió en el Bristol con David. Él llevaba un guante de piel protegiendo su mano cuando se saludaron. Le explicó riendo que no quería contaminarlo. David no se tomaba a broma aquel asunto, pero le preguntó muchas cosas sobre Hitler. Parecía vivamente interesado por aquel hombre, y Hans tuvo que reprenderlo.
—¡Por Dios santo, David! ¡Estas obsesionado! ¡Ese pobre tipo es otro más en la interminable lista de gobernantes antisemitas! ¿Te la recuerdo? Vamos a ver: Nabucodonosor, Ciro el Grande, con ellos comenzó la diáspora, después los romanos, creo recordar que más tarde Felipe Augusto os expulsó de Francia en el siglo doce, Eduardo primero de Inglaterra en el siglo trece, de nuevo os expulsaron de Francia en el catorce, de aquí, de Austria, de España y de Portugal en el quince, después de Túnez, de Génova, de Baviera, de los Estados Pontificios. ¡Naturalmente ese Hitler también pretende su lugar en la historia! Ahora va por ahí asegurando que os quiere expulsar de Alemania y de Austria, ya que por lo visto, como nació aquí, cree que este país le pertenece. ¡Tranquilízate! ¡Ese Hitler no llegará a ninguna parte! Pero si por un milagro divino llegase a gobernar, los alemanes y los austríacos nunca le permitirían llevar sus planes a cabo. ¡Por ética y por sentido común! Después de todo, ¿qué haríamos sin vosotros los judíos en este aburrido país? ¡Nos proporcionáis continuos motivos para meternos con alguien, sois la base de nuestros chistes cotidianos, la comidilla popular, también nuestros actores, músicos, desde los famosos directores de orquesta a los callejeros, como esos violinistas que tocan maravillosamente por una moneda! ¡Bah, no te preocupes! ¡Ese tipo no me ha impresionado en absoluto!
David Goldman no coincidía con su amigo. Estaba convencido de que Hans Harnack sabía mucho de economía y muy poco de ambición humana. No había podido comprender lo que se ocultaba tras aquel oscuro «charlatán bohemio», como lo llamaban las columnas satíricas de la prensa vienesa.
Una semana más tarde la secretaria de Hans entró para decirle que dos caballeros alemanes querían verle y le pasó una tarjeta. Era de Hermann Goering. Escuetamente decía:
Apreciado Señor Harnack.
Le agradecería dedicase unos minutos a los portadores de la presente, buenos amigos y camaradas del NSDAP. Agradecido.
H. Goering.
Asintió y su secretaria los hizo pasar. Los saludó con un apretón de manos y les invitó a sentarse en la mesa de juntas. El que llevaba la voz cantante fue directo al asunto.
—Herr Harnack. Como ha comprobado nos envía Hermann Goering. Él está encargado de la organización del partido y sus finanzas. No nos estamos limitando a Alemania. Se tomó la decisión de solicitar ayuda también a los empresarios austríacos, ya que se les considera… digamos germanos. Quisiéramos que transmitiera a sus compañeros de la cámara de comercio la posibilidad de realizar una aportación al partido NSDAP. Por supuesto lo tendremos en gran consideración. Y ahora no le molestamos más. Este es el número de cuenta en el Deutsche Bank. Herr Goering nos encargó que le agradeciésemos su asistencia el otro día a la conferencia del Führer en Dusseldorf. Muy buenos días.
Tal y como llegaron se marcharon. Hans Harnack se quedó dándole vueltas a la elegante tarjeta de Goering, impresa en letra gótica alemana con una estilizada águila estampada en oro en una esquina. Goering era un hombre muy ambicioso.
Una semana más tarde la Cámara de Comercio e Industria de Austria realizaba un importante ingreso en la cuenta del NSDAP alemán, con la encendida oposición de David Goldman y otros empresarios judíos.
David fue a ver a Hans Harnack a su despacho.
—¿No me decías que no te había impresionado Hitler? ¿Sabes qué pienso? Que los tiranos crecen muchas veces por la cobardía de sus súbditos. En cuanto a mi podéis darme de baja en la Cámara. Aquí indudablemente estoy sobrando.
Cuando se dirigía caminando hacia su casa, David se detuvo un instante delante de un violinista callejero que tenía delante la gorra vuelta en la acera para que la gente depositase su óbolo. Un hombre joven y agraciado, de cabello oscuro, largo y descuidado, como su barba, evidentemente judío. Su ropa, aunque gastada y brillante por el uso, estaba limpia y planchada. El violín era un viejo instrumento del que extraía una antigua y conocida melodía de la que no recordaba el nombre. David extrajo su cartera y sacó un billete de cincuenta chelines que depositó en la funda del violín en el suelo. Con aquella cantidad el hombre podría comer un mes. Luego siguió caminando por el Ring mientras tras él escuchaba el violín interpretando el vibrante «Aleluya» de Haendel.