47. DOS MUJERES
(VIENA Y TESALÓNICA, VERANO DE 1931)
Con el paso del tiempo Selma Goldman tomó la decisión de hablar con Ben-Gurión para abrir una delegación de la Agencia Judía en Tesalónica. La que había abierto en Viena funcionaba muy bien, no solo por la cantidad de judíos que allí vivían, o por los que terminaban pasando por aquella ciudad. Entonces comprendió que disponer de una agencia en Tesalónica era importante, ya que en aquel puerto embarcaban muchos de los judíos que pretendían llegar a Palestina. En junio de 1931 alquiló un local en el mismo puerto, y montó una oficina al frente de la cual puso a Lowe Lowestein.
Se había dado cuenta de la inteligencia natural de aquella joven, cuyo mayor problema era precisamente la juventud. Era sin duda la persona de confianza que necesitaba para aquel puesto y Lowe aceptó de buen grado ir a vivir a Tesalónica, en contra del criterio del doctor Daniel Rumkowsky, a quien no sentó nada bien aquella inesperada decisión de la mujer a la que ya consideraba prácticamente su prometida, y con la que esperaba casarse en cuanto sus padres pudieran entrar en Austria desde Lublin, en Polonia, donde residían.
Aunque el doctor Rumkowsky tenía solo treinta y seis años, a pesar de su juventud era un hombre chapado a la antigua. Se había declarado a Lowe un par de meses antes, y ella no le había dicho que no, lo que entendió como una aceptación. Después cuando Selma le sugirió que la ayudara a poner en marcha la agencia de Tesalónica, y Lowe decidió que aquello era lo primero para ella, Rumkowsky no podía entender la situación. Lowe se había ido a Tesalónica casi sin despedirse, dejándole solo una carta en la que le pedía que la perdonase, pero que aquello era lo que había querido hacer desde que tenía uso de razón.
Así fue como Selma consiguió que la agencia de Viena no se dedicara tan solo a dar consejos y a procurarles los papeles a unos pocos, sino a hacer cierta la viejísima consigna «Ayudaos, que Dios os ayudará». En Viena se valoraban las posibilidades de las personas para que hicieran su «aliyá» con ciertas garantías. La pragmática filosofía de Selma coincidía con la de Menachem Ussishkin, que proponía el establecimiento de nuevos asentamientos agrícolas en Palestina. Ussishkin mantenía que para la creación de un estado judío previamente deberían existir las bases concretas, tanto demográficas como materiales en la tierra donde se crearía.
Y eso era lo que, Selma en Viena y Lowe en Tesalónica, estaban consiguiendo. Su misión era guiar a aquella gente hasta su destino, a pesar de que los británicos habían puesto un cupo de entrada a los judíos muy reducido por año, que seguía siendo demasiado para los árabes. El Alto Comisionado, Arthur Grenfell Wauchope, un británico terco, un funcionario de la vieja guardia victoriana, obstaculizaba la inmigración de judíos al Mandato Británico de Palestina por cualquier vía, administrativa o coactiva. Por ese motivo a muchos de ellos, que estaban advertidos y dispuestos a todo, tenían que llevarlos hasta allí sin papeles intentando burlar los controles, por otra parte exiguos y poco eficientes, que los ingleses mantenían en las fronteras, y sobre todo en las playas y puertos de Palestina.
Fue entonces cuando aguardó a que volviera el velero que traía naranjas de Palestina, en el que tiempo atrás ella había cocinado para la tripulación. El hombre la abrazó contento de volver a verla. Selma le propuso al patrón que colaborara con ella, ya que aquel hombre conocía la costa desde Gaza hasta Beirut como la palma de su mano, pues llevaba toda la vida fondeando en ella, aprovechando los vientos, esquivando las tormentas y a los ingleses, que consideraban aquellos desvencijados veleros poco más que barcos corsarios, con tripulaciones que pretendían contrabandear y saltarse las estrictas reglas de cabotaje que les imponían.
Era el medio perfecto para llevar desde Tesalónica a quince o veinte personas, tres o cuatro familias por viaje, hasta los lugares adecuados donde los aguardaban los guías que los ocultarían. Sin embargo no resultó fácil. El patrón le aseguraba que los ingleses deberían tener espías en la costa de Tesalónica, ya que en ocasiones parecía que estuvieran aguardándoles. Al llegar debían hacer señales con faroles desde el barco y aguardar a ser contestados. Cuando tenían dudas izaban las velas y volvían a alta mar solo para probar horas más tarde en otro lugar. Los ingleses estaban jugando con ellos al gato y al ratón. No podían arriesgarse y que se les ahogara alguno de los inmigrantes, ni que fueran aprisionados tan solo bajar a tierra como en alguna ocasión había sucedido.
La misión de la agencia era conducir con seguridad a gentes que querían llegar a la tierra prometida como el mayor deseo de sus vidas. Tenían que advertirles del riesgo que corrían, ya que los británicos se habían tomado muy a pecho su misión de guardianes de Palestina, y no tenían ningún reparo en disparar a los que pretendían entrar sin ser invitados, como aquellos judíos de Moldavia, Ucrania, Polonia, de remotas aldeas de Rusia, de lugares sin nombre de Mesopotamia o de Bagdad, que llegaban tras meses o incluso años de aventuras y desventuras a Europa central. Una vez allí, en Polonia, Hungría, o incluso la adelantada Austria, tras un interminable y agotador viaje, se daban cuenta de que no eran bienvenidos, o que aquello no era lo que esperaban, y entonces alguien les hablaba de la posibilidad de proseguir su viaje hasta la tierra prometida, hasta la mismísima Colina de Sión. Muchos de ellos creían que aquel lugar era solo un mito inalcanzable, y cuando Selma los convencía de que podrían llegar a pisarla irrumpían en llanto y se miraban los unos a los otros, asombrados de que aquel momento hubiera llegado finalmente.
Selma era consciente de que había agentes británicos en Viena e imaginaba que probablemente también los habría en Tesalónica, con la misión de estar informados de lo que ocurría, de vigilar cuántos judíos pretendían entrar sin los documentos necesarios. Al final resultaba una misión imposible. Era una lucha sin tregua entre dos de los grupos humanos más tozudos de la tierra: judíos contra británicos. Y luego estaban los árabes, que denunciaban a los que llegaban, intentando hacerles la vida imposible.
Ella había estado en el kibutz de Degania, en Tel Aviv, en Jerusalén, en San Juan de Acre, y había podido palpar el ambiente, conocer lo que les aguardaba, aunque sabía que no había estado allí el tiempo que ella hubiera deseado. Ella misma soñaba con marchar allí en el futuro, y había decidido que cuando sus hijos crecieran y ya no dependieran de sus cuidados entonces se iría. Tal vez buscaría a Nahum Goldman y le diría:
—¡Goldman! ¡Lo prometido es deuda! ¡Aquí me tienes dispuesta para ver qué podemos hacer para intentar transformar esto en ese «Estado Judío» del que hablaba el viejo Herzl!
Lowe Lowestein, con veintiún años recién cumplidos, apenas una mujer, estaba tan concienciada en aquella misión que lo había dejado todo, incluso a su reciente prometido, por seguir su sueño. Pensaba que si realmente él la quería tanto como decía iría hasta Tesalónica, donde hacían falta médicos, y la buscaría. Lowe era muy joven, pero la vida la había endurecido, había visto la realidad y no creía en las palabras por dulces que fueran, si no en los hechos.
Se maquillaba para parecer mayor, se vestía con colores serios, y, a pesar de ello, en ocasiones los que llegaban le preguntaban por su madre y ella no tenía más remedio que reírse de sí misma. Había vivido el duro ambiente de Varsovia, después durante casi un año la refinada y cosmopolita atmosfera de Viena, y antes había experimentado el difícil arte de sobrevivir en su aldea. Tres lugares muy distintos, aunque ninguno de los tres la había convencido. En Dubossati, en Besarabia, había vivido los pogromos, más tarde en Polonia pudo ver como los polacos no apreciaban a los judíos, a los que consideraban intrusos, y percibir aquel antisemitismo insuflado desde la rancia iglesia católica polaca. En cuanto a los austríacos, y sobre todo los vieneses, pensaba que la mayoría eran unos pequeños burgueses que observaban con recelo y aires de manifiesta superioridad a los judíos.
Ella pensaba que al final, cuando llegase el momento, se iría con Selma, tal vez con la pequeña Esther, a aquel lugar del que tanto le había hablado el kibutz de Degania, a la orilla del mar de Galilea, fundado cuando aquel lugar era una aldea perdida en el vilayato de la Siria otomana, que demostraba que, a pesar de todo, los judíos serían capaces de volver con éxito a su lugar de origen.
Por otra parte Selma la había advertido de lo que estaba sucediendo en Alemania, diciéndole que no se llevara a engaño, que aquello sólo era la preparación para expulsarlos de Europa, antes o después, y que tendrían que estar preparadas para ello. Era evidente que ni los alemanes, ni los polacos, ni los austríacos los querían allí. Probablemente tampoco los húngaros, que bastante despotricaban de los gitanos roma, ni por supuesto los checos, los rumanos, o los serbios.
En cuanto a la postura de las iglesias, la luterana parecía cortada a la medida de los alemanes del norte, de los suizos, de unas gentes que amaban el orden y el concierto sobre todas las cosas, y que por tanto les disgustaban aquellos judíos sin papeles, con sus exóticas vestimentas y aquel extraño e ininteligible yiddish, la jerga que sólo entendían ellos. Le habían hablado de que en muchos pueblos y pequeñas ciudades de Prusia, las SS asistían al culto en perfecta formación cada domingo. En cuanto a la iglesia católica romana, a pesar de sus palabras, nunca había aceptado a los judíos. Paul Dukas le había hablado de aquellos curas fanáticos que golpeaban el suelo de las iglesias el Domingo de Ramos, asegurando a los asistentes que cada golpe era como matar un judío, mientras la iglesia resonaba como un gigantesco tambor.
Selma leyó en la prensa vienesa que el número de miembros de las SA y de las SS había crecido mucho en Alemania. Ambas organizaciones pertenecían al NSDAP y eran radicales antisemitas, lo que estaba complicando mucho las cosas a los judíos alemanes. También en Austria, y particularmente en Viena, ocurrían agresiones esporádicas a las que nadie prestaba atención. Después de todo era algo que siempre había sucedido. Lo que a Selma le resultaba chocante era que a pesar del triunfo de la revolución roja siguieran llegando judíos rusos en avalanchas. ¿No se insistía en que los bolcheviques eran judíos? ¿No había sido financiada, orquestada y realizada por judíos? ¿Por qué seguían huyendo de Rusia?
Algo no cuadraba en el asunto, y ella alentaba a los que querían llegar a Palestina a toda costa. Estaba naciendo en su interior la extraña y desagradable sensación, una intuición apenas perceptible de que no deberían perder tiempo, solo coger lo indispensable y marcharse lo más lejos posible. Su padre la había advertido de que ya nadie podría detener a los nazis en su ascenso al poder en Alemania, y que cuando eso ocurriera ya sería tarde.
El 20 de septiembre los periódicos de Viena trajeron en primera plana la extraña muerte de la sobrina del líder nazi, Adolf Hitler, una muchacha de veintitrés años llamada Geli Raubal. Geli dependía de su tío, ya que este era su tutor y según se rumoreaba en la calle, su amante. Un artículo insinuaba que podría tratarse de un asesinato pasional, otro que ella se había suicidado. El portavoz del partido aseguró que la muchacha estaba jugando con la pistola de su tío cuando se le disparó accidentalmente. A pesar de que aquella versión no era muy creíble, por una serie de circunstancias, pocos días más tarde el partido de Hitler aumentó sus votos en Múnich colocándose muy cerca del SPD. Para los periódicos conservadores era la situación de malestar social y de miseria en muchos lugares de Alemania, lo que estaba provocando la espectacular subida de los nazis y no sus méritos propios. La cuestión era que de una forma u otra habría que contar con ellos.
Sin embargo a Selma le pareció sorprendente que la propia sociedad echase tierra sobre el asunto. Aquello la hizo pensar. Nadie sabía lo que había sucedido, y lo que era peor, a nadie parecía importarle. Dos días más tarde, cuando Hitler regresó a sus mítines, Selma se dio cuenta de que en aquellos tiempos tan revueltos y oscuros para Alemania y Austria, cada uno iba a lo suyo. Mal augurio.