46. TRES HOMBRES DISCRETOS

(BERLÍN-VIENA, PRIMAVERA DE 1931)

Todos los que conocían a Kurt Eckart lo tenían por un hombre discreto y callado. No resultaba fácil establecer una conversación con él, siempre parecía estar pensando en sus cosas, como si lo que ocurriera a su alrededor no tuviese importancia para él. Eso lo sabían bien en la Oficina de Propaganda del NSDAP en Berlín, donde lo habían vuelto a trasladar desde su destino en Múnich a petición de Joseph Goebbels que quería tenerlo cerca. Kurt hablaba poco, pero cuando lo hacía merecía la pena escucharlo, y gran parte de la nueva campaña nacionalsocialista se fundamentaba en sus «slogans», que sintetizaban como nadie podía hacerlo los intereses de futuro del partido.

El propio Hitler conocía la capacidad de Kurt Eckart, que por esa causa había colaborado no sólo en el montaje de algunos actos oficiales, también en el diseño de la propia vivienda del Führer en Berchtesgaden, o su nuevo piso en Múnich. Se había colocado en una posición privilegiada en el partido, y su imparable ascenso era algo que hacía que sus nuevos camaradas le felicitasen y le diesen palmaditas en la espalda cuando se cruzaban con él. Goebbels estaba encantado con su hallazgo, ya que aquel hombre le estaba sacando las castañas del fuego en las últimas ocasiones.

Naturalmente se había indagado minuciosamente en su pasado. Se había averiguado que procedía de San Petersburgo. Que era hijo de una mujer polaca y un linotipista alemán llamado Franz Eckart, natural de Hamburgo, que aunque no había contraído matrimonio, lo había reconocido como hijo suyo. Kurt Eckart mantenía que tras la revolución había huido de los comunistas en cuanto tuvo ocasión y que se asentó un tiempo en Viena como impresor. Todo ello se contrastó debidamente. El informe mencionaba que en la actualidad era pareja estable de una profesora de historia austríaca llamada María Gessner, que había flirteado con los marxistas cuando era estudiante en la universidad y a la que durante un tiempo se consideró simpatizante del Partido Comunista Austríaco, algo que parecía haber dejado atrás ya que en los últimos dos años ambos se habían afiliado al NSDAP en Múnich. También se sabía que era hermana de dos importantes hombres del partido.

Por otra parte aquel perfil no era nada nuevo, ya que se repetía a lo largo y ancho de todo el país. Muchos habían abandonado a los comunistas, totalmente desencantados por lo que estaba sucediendo en Rusia, y habían abrazado la alternativa de un partido como el Nacionalsocialista, que les ofrecía unas posibilidades con las que se sentían mucho más cercanos.

Por otra parte Eckart estaba entregado en su trabajo, sus comentarios públicos y privados estaban en coherencia con su comportamiento. Los especialistas no habían encontrado nada sospechoso en su domicilio, ni por lo que se sabía se reunía con enemigos del partido. Eso era lo que se esperaba, aunque ninguno de los hombres de confianza se libraba de ser investigado en profundidad.

Kurt Eckart, en su cargo de subdirector ejecutivo de propaganda, era uno de los doce elegidos que se sentaba en la mesa redonda de Goebbels cada lunes a las nueve de la mañana para organizar la semana en la Oficina de Propaganda. Goebbels era un hombre sumamente metódico, que tomaba nota de todo, mientras un secretario tras él copiaba mediante taquigrafía todo lo que se decía o sugería, estaba empeñado en llevar aquella oficina como una empresa. De todo lo hablado se levantaba acta que se archivaba cuidadosamente. Cuando se trataba de asuntos confidenciales sólo asistían los señalados y Eckart lo era cada vez más.

Aquella situación había dificultado en gran manera los contactos entre Iván y Kurt, que tenían que emplear métodos cada vez más imaginativos para poder cambiar impresiones. Iván se había afiliado al partido tiempo atrás bajo el nombre de Frederick Bauer, un alemán de Könisberg que se había instalado en Berlín, asiduo de las cervecerías donde se celebraban los mítines del NSDAP, alguien que se había señalado por vestir casi siempre los trajes típicos prusianos, gritar consignas y cantar con voz de barítono los himnos alemanes. Sólo un patriota más que apoyaba a Hitler. La investigación sobre él no aportó nada sospechoso, otro buen alemán que huía de los bolcheviques en una región fronteriza.

El partido se estaba nutriendo de gentes procedentes de todas partes de Alemania, muchos de ellos con oscuros pasados, gente que deseaba olvidar su historia y tener una oportunidad en la vida. Eso no era nada nuevo, y Hitler, que sabía lo que era aquello por experiencia propia, instaba a los suyos a dar la bienvenida a los que llegaban para algo tan ilusionante como cambiar el país. A fin de cuentas ni el propio Hitler deseaba mirar atrás, a sus años de miseria y continuos problemas en Viena. Ese era el motivo por el que Goebbels tenía a varios de los suyos borrando a cualquier precio las pistas dejadas por el Führer en sus comienzos. Había que crear una figura sin mácula, alguien enviado por la providencia para salvar a Alemania y transformarla en la primera nación de la tierra.

Kurt Eckart no sólo era discreto, sobre todo era un hombre paciente. Alguien que pensaba en hacer su trabajo por encima de las circunstancias y del azar. Le gustaba tenerlo todo previsto, no descuidar el más mínimo detalle, ir tejiendo su red sin dar ninguna opción al enemigo. Para él aquello más que un encargo era un reto. Conocía bien las dificultades de lo que estaba haciendo, pero confiaba en sí mismo y en el apoyo que le proporcionarían desde Moscú. Sin embargo algo dentro de él estaba comenzando a cambiar. Al poder comparar a unos con otros, de pronto entrevió un camino en el centro. Al principio solo fue una idea, con el paso del tiempo meditó que las cosas podrían ser de otra manera. No le había gustado la forma en que Stalin se había deshecho de Trotsky, ni sus métodos dictatoriales, como aquel politburó que no era capaz de llevarle la contraria en nada, sometido a la voluntad y capricho de Stalin, el nuevo «zar rojo» de Rusia. Aquellas dudas las mantenía en lo más recóndito de su corazón. Eran solo eso. Dudas.

Para no poner en riesgo la misión había decidido que María Gessner volviera a Viena, y que tuviera allí a su hijo. Él amaba a aquella mujer, pero creía que, si las circunstancias le hubiesen obligado, habría sido capaz de acabar con ella sin ningún remordimiento. En los últimos meses todo era distinto. Que ella volviera a su piso en Viena era la mejor solución por el momento. No había sido adiestrada por la GPU.

Mientras, él hacía lo que tenía que hacer, un paso tras otro, tal y como le habían enseñado. Su ventaja era que no hacía aquello por ideología, tampoco por criterio personal. Se limitaba a obedecer órdenes, y creía que seguiría haciéndolo hasta el final. No mostraba la menor satisfacción por haber acertado. Otros estarían haciendo la misma tarea en otros partidos políticos que no llegarían a ninguna parte. Pensaba en los salmones que había visto nadar río arriba en Rusia, luchando desesperadamente contra la corriente, los saltos de agua, los lugares donde apenas había un hilillo de agua entre las piedras, que les lastimaban las escamas al golpearse con ellas. Lo único importante para aquellos peces era llegar al lugar donde habían nacido. Lo demás no importaba. Él haría lo mismo y no abandonaría hasta haber conseguido lo que se esperaba de él. Al menos mientras la duda no creciera.

En la Oficina de Propaganda se tomaban las cosas muy en serio. Goebbels les animaba continuamente para que diesen de si todo lo que tuvieran dentro. En ocasiones había pensado que si pudiera borrar su sectarismo aquel hombre hubiera podido llegar a ser un buen comunista. Era sobre todo alguien eficaz que procuraba dejar las cosas bien atadas para un solo fin: conseguir el poder lo antes posible para el partido, el NSDAP. Lo esencial en aquella etapa, lo más importante, era crear al líder. Aunque fuera transformando a alguien sin pasado, un austríaco bohemio, un charlatán de taberna, un cabo retirado, un don nadie, en aquella Alemania repleta de nombres de alcurnia, con héroes de guerra, como el mismo Goering, un hombre refinado, un piloto que había compartido escuadrilla con el Barón Rojo, Von Richthofen, que tendría otras opciones. La diferencia más evidente para él: Goering era un diletante. Creía poseer la capacidad crítica en temas artísticos, pero de vez en cuando quedaba a la vista que solo poseía un conocimiento superficial. Así en muchas cosas. Para Kurt era un reto colaborar en modelar la imagen pública del Führer Adolf Hitler, mediante la propaganda, transformándolo en una figura indispensable, el hombre enviado por la providencia, para salvar Alemania. Iván le animó a ello. Lo importante era penetrar hasta el corazón del partido.

En las reuniones a las que había sido invitado, en las que estuvo presente Hitler, se dio cuenta de que aquel hombre poseía más memoria que inteligencia, alguien que utilizaba trucos de trilero para desarmar al contrario, que miraba a un lado y a otro sin cesar, como queriendo prever lo que iba a suceder al instante siguiente. Comprendió que en el fondo se trataba de un hombre inseguro, incluso asustado de hasta donde las circunstancias lo habían arrastrado, con una personalidad compleja, que no admitiría jamás la más mínima broma sobre él, alguien obstinado, compulsivo, histérico, que sin embargo mostraba un fuerte carisma que subyugaba a los presentes, que daba la impresión de que en el mismo momento en que comenzaba a hablar otra personalidad oculta se apoderase de la suya, una personalidad avasalladora, negativa, fría, calculadora y maligna, que invadía todo el espacio en el que se hallaba, lo mismo la pequeña sala de la Oficina de Propaganda del NSDAP, que un inmenso recinto en el que pronunciaba un mitin para decenas de miles de asistentes.

Kurt notaba como, en aquellas reuniones, Goebbels de vez en cuando adelantaba el cuerpo para comprobar si estaba tomando notas como les había ordenado a sus colaboradores. Goebbels quería controlarlo todo, más de una vez le pidió de improviso la libreta de notas. En aquello, al menos, no se diferenciaba mucho de su tocayo, Joseph Stalin.

La última vez que se había encontrado con Iván fue precisamente en un mitin de Goebbels en el «Sportpalast» en Berlín. Habían sincronizado el encuentro al minuto. En pleno mitin miró el reloj y cuando la aguja marcaba la media exactamente se levantó de su asiento, descendió a los aseos, se introdujo en el último cubículo del fondo y se sentó en el w.c. Desde el cubículo contiguo alguien corrió por el suelo un papel doblado hacia él. Lo desdobló, lo leyó, memorizándolo y después lo rompió en mil pedazos que tiró por la cisterna e hizo correr el agua para que los arrastrase. Escuchó salir al hombre que le había pasado el papel, que no podía ser otro que Iván. Aguardó unos instantes para darle tiempo a que se alejase, salió y se lavó las manos junto a otros hombres que hablaban en voz alta. Volvió a subir al mitin. Era difícil que pudieran verse con la tranquilidad del principio. Las cosas se estaban complicando y no podían arriesgarse a tener el más mínimo tropiezo.

Anatoli Sajarov, alias «Iván», bajo el nombre alemán de Frederick Bauer, en realidad un ruso de Könisberg de madre alemana, nacido en 1885, acababa de cumplir cuarenta y seis años en aquel marzo de 1931. Un hombre robusto, y muy fuerte, tal vez con algunos kilos de más por culpa de la sabrosa cerveza alemana que se veía obligado a beber con frecuencia. Cerveza y schnapps, hasta que el cuerpo aguantara, y él sabía bien hasta donde podía llegar en plenitud de facultades en aquellos interminables mítines en los que se hablaba de la necesidad de cambiar Alemania, de cómo expulsar a los judíos de sus «madrigueras», de la humillación de Versalles que indudablemente tendría su venganza, del odio a los comunistas, del Führer enviado para arreglar el mundo, y donde inevitablemente se terminaba cantando la «Canción de Horst Wessel» o cualquier otra del repertorio nazi.

Sajarov era un marxista convencido, alguien que en su día apostó por Lenin para llevar adelante la revolución bolchevique, y que en 1923 se decantó, justo a tiempo, por Stalin. Su misión, lo que el partido le había encomendado, era saber que pensaban llevar a cabo los nazis una vez que alcanzaran el poder, lo que según preveía ya no era algo muy lejano y mucho menos imposible. Desde 1920 pertenecía al «Gosudarstvennoe Politicheskoe Upravlenie», es decir al Directorio Político Unificado del Estado, conocido como GPU[3]. Lo habían destinado al primer alto directorio, especializado en operaciones en el extranjero, donde había ascendido hasta el puesto de coronel.

Cuando le encargaron montar en Alemania las células de largo recorrido, para averiguar lo que iba a suceder en el enigma que se planteaba sobre el futuro político de aquel país, su jefe le comentó que, para Rusia, Alemania era una prioridad, y dentro de ella varios de los movimientos que comenzaban. El «putsch» de Múnich les abrió los ojos al comprender que aquella gente del NSDAP podría llegar al poder aunque fuese a trompicones, o incluso asesinando a los dirigentes democráticos. Años después se sentía satisfecho, no solo por el hecho de haber acertado, sino sobre todo por la elección del hombre adecuado, Kurt Eckart, alguien que parecía hecho a medida para aquel complejo y arriesgado trabajo.

A Kurt le habían hecho una serie de pruebas en Leningrado, y más tarde en Moscú. Sus antecedentes, capacidad, inteligencia, frialdad y preparación adecuada para ello, les hicieron enviarlo a Viena para crearle un «status» con el que tendría que convencer a todo el mundo, para posteriormente pasar a Alemania y naturalmente, cuando llegara la hora, intentar acercarse a la dirección del NSDAP ya que se dedicaría en cuerpo y alma a ese partido.

Su relación con María Gessner también había sido algo preparado. A través del abogado Andreas Neuer, a quien se le pidió consejo sobre ello, e informó que aquella era la mujer ideal para lo que se requería. Todo ello formaba parte de la necesidad de crear un personaje creíble. Al final todo encajó como habían esperado.

Luego Kurt, en el primer rasgo de humanidad que le había visto, le comentó que no le disgustaba aquella pareja, que además era una intelectual marxista desde hacía años. Intentaron que siguieran juntos el encargo, pero María Gessner no soportaba la tensión y volvió a Viena. A pesar de ello decidieron que era el momento adecuado, y Kurt, que ya había pasado todos los filtros posibles, se había convertido en alguien de absoluta confianza de Goebbels, el hombre que marcaba los criterios de propaganda del partido NSDAP, alguien indispensable para el partido. Sin embargo dentro de él comenzaba a crecer una extraña sensación de rebeldía. Hasta entonces jamás había discutido una orden. Pero lo que estaba viendo a su alrededor, el absoluto desprecio por la vida y la condición humana le estaba haciendo modificar su punto de vista.

Nadie hubiera podido sospechar de Andreas Neuer. Un elegante abogado que ganaba una importante cantidad de dinero, un dandi que podía pasarse media hora para elegir sus corbatas en «Goldman & Goldman», y que escogía en la carta de vinos del restaurante como un experto, era en realidad un ferviente bolchevique. Neuer había estudiado derecho en Zúrich, donde además de mantener varias aventuras amorosas se hizo marxista. Sin embargo no llegó a afiliarse oficialmente al Partido Comunista, ya que cuando finalmente tomó la decisión y firmó su ingreso, dos días después, conoció a alguien que le invitó a un café en el bar de la universidad. Allí, con gran sorpresa de Andreas, el hombre sacó de la cartera la ficha que él había firmado y se la mostró. Le preguntó si estaba conforme con su nueva afiliación a la Internacional Comunista, y le pidió que le explicara sus motivos. Andreas, que no tenía la menor duda acerca de su elección habló un largo rato, hasta que en un momento dado el extraño asintió y sin más, delante de, él rompió la ficha en pedazos. Andreas no entendía lo que estaba pasando hasta que su interlocutor le dijo que querían que trabajara para el Komintern. Le mostró otra ficha de la GPU, y le dijo que a partir de aquel momento trabajaría para ellos como agente liberado. Le dijo que antes debería ir a Leningrado con él, donde lo adiestrarían en una serie de capacidades que le facilitarían las cosas, y donde se le darían instrucciones concretas de cómo actuar.

En el año 1925, Andreas, que por entonces acababa de cumplir treinta años, volvió a Viena tras pasar tres largos años de adoctrinamiento e instrucción en Rusia. Para entonces era otro hombre. Nada tenía que ver su imagen y su pensamiento con la imagen burguesa que exteriorizaba. Pudo acceder a un importante bufete de abogados en Viena, y comenzó a trabajar como un ambicioso profesional especialista en derecho civil, un hombre joven al que le gustaban las mujeres y los automóviles. Aquel era su papel público. Su verdadero trabajo era informar sobre personas concretas de la sociedad de Viena, hasta que la GPU le encargara algo concreto. Le habían asignado a una célula durmiente.

Su relación de amistad con Eva Gessner había comenzado muchos años atrás, en su primera juventud, cuando ambos estudiaban en dos colegios cercanos. Entonces eran apenas adolescentes y coquetearon durante una larga temporada. Luego, mientras se encontraba en la universidad de Zúrich, dejó de verla algunos años. Cuando ella fue una mañana al bufete y le contó que quería replantearse su matrimonio con Paul Dukas, prosiguieron con naturalidad su amistad. Acabaron manteniendo una relación sentimental que aún perduraba, con la ventaja de que ambos se habían dado total libertad.

Él había indicado que la mujer que estaban buscando para un determinado papel no era otra que la hermana de Eva Gessner, con la que mantenía una relación de confianza desde hacía años. María Gessner era discreta, inteligente, culta, además de una intelectual marxista profundamente comprometida. Su único punto flaco era que necesitaba un hombre, y Kurt, que sabía muy bien lo que se esperaba de él, hizo a la perfección su trabajo.