43. LA PURA VERDAD

(BERLÍN Y CUXHAVEN-MARZO A AGOSTO DE 1930)

Ilse Edelberg estaba totalmente desconcertada, su marido había abandonado el hogar conyugal sin dar ninguna explicación. Llegó a pensar que tendría que haber otra mujer en el asunto. No podía ser otra cosa, aunque conociendo a aquel hombre le resultaba difícil pensarlo. Ella estaba a punto de dar a luz y no creía haber dado motivo alguno a Karl para dejarla. Estaban los niños, Klaus y Elisa, mellizos por los que su padre sentía pasión, además del que estaba por venir muy pronto. Su madre, Charlotte, quiso animarla y le dijo que no se preocupara, que a los hombres les sucedían cosas así y que era peor forzar las cosas. Sólo tenía que aguardar a que volviera, y cuando lo hiciera mantener la calma, hacer como si no hubiera pasado nada.

Con el paso de los días, Ilse reflexionó que no podía tratarse de ninguna otra mujer. Tal vez la política, las circunstancias, cosas que ella desconociera acerca de su marido. Le preocupaba ver que a su alrededor todo iba a peor rápidamente. Cada día el país parecía estar más tenso y el futuro tampoco se veía nada claro. El partido por el que Karl había sentido mayor atracción al principio era el nacionalsocialista, los nazis. Sin embargo con el paso de los meses su ardor inicial parecía haberse trocado en rechazo. Ella no entendía de política, pero coincidía en algunas cosas importantes. Como por ejemplo intentar mantener a raya a los judíos, que en los últimos años parecían dominar las finanzas, el comercio, las profesiones liberales, la medicina, los teatros y el cine, incluso la prensa. Ilse se había educado en el recelo hacia los judíos. Su madre había sufrido una mala experiencia y aunque le aseguró que era hija de un prusiano, ella no las tenía todas consigo. Recordaba cuando aquella joven austríaca la invitó a tomar un refresco, y luego salió con que era su hermanastra, la hija de un judío de Viena, un tal Goldman. Ella no la creyó, y la cortó de inmediato pues no quería saber nada de aquel asunto. Después cuando le dijo a su madre que quería saber la verdad por dura que fuera, ella le contestó que no tenía nada que ver con aquel hombre, que se olvidara del asunto. No pudo sacarle más a pesar de su insistencia.

Pasaron unas cuantas semanas, llegó el primero de abril y Karl seguía sin aparecer. Cuando los niños preguntaban por su padre, ella les decía que estaba de viaje de negocios y que aún tardaría en volver.

Mientras, el país tenía un nuevo canciller, Heinrich Brüning. Parecía que podría sacar la economía adelante, con aquella apariencia de profesor de economía, y su aspecto seco y distante que le impedía simpatizar con la gente. Pero las circunstancias económicas iban hundiendo día a día a las empresas, a los obreros, y a los funcionarios. La impresión general era que Alemania estaba al borde del abismo.

El 12 de marzo nació el niño. Por petición expresa de Charlotte, pues fue como una especie de regalo que Ilse le hizo, al concederle que eligiera el nombre de su nuevo nieto, lo bautizaron con el nombre de David, poco corriente en Alemania, aunque muy sonoro. Su madre le dijo que una vez había visto el David de Miguel Ángel en un viaje a Florencia, y que había pensado que era un hermoso nombre para un varón. Cuando ella le insistió que por qué había elegido aquel nombre, su madre le aseguró que no fuera mal pensada, que nada tenía que ver con David Goldman, y aunque en cualquier caso le extrañó mucho la elección no quiso tener un nuevo enfrentamiento con ella. Un mes más tarde lo bautizaron en la iglesia como David Edelberg. Ella sollozó al pensar que el padre de la criatura hubiera tenido que estar allí.

A principios de julio, se fueron de vacaciones a Cuxhaven, en el estuario del Elba, donde habían heredado la vieja casita de madera del «abuelo» Lamberg, para llevar a los niños a la playa. La casita era muy pequeña y sencilla, aunque con su chimenea de piedra, y su cálida cocina, lo impresionante era la belleza natural casi salvaje del lugar. Le pidió a su madre que la acompañara para ayudarla, ya que ella tendría que centrarse en el recién nacido. Una excusa para intentar estar cerca de ella. Cada año tenían que repintar la casa y debían llevar allí las cosas necesarias para pasar unas semanas. Una vida dura ya que no tenían ninguna comodidad, ni siquiera agua corriente, pero poder disfrutar de aquel sitio tan natural y hermoso era ya tradición en sus vidas. Delante tenía un pequeño jardín invadido por las flores veraniegas, y frente a ellos una extensa y solitaria playa. Apenas a dos kilómetros hacia el sur se hallaba Cuxhaven, y todas las tardes veían pasar por el luminoso horizonte los pesqueros de vuelta hacia el puerto. Ella llevaba yendo allí desde que era una niña, al menos un mes cada verano y recordaba los días de su niñez y adolescencia en aquel remoto y solitario lugar como los más hermosos de su vida.

Un domingo a la salida de la iglesia luterana del pueblo, donde se encontraban con los vecinos, se enteraron de la disolución del parlamento, tendría que haber nuevas elecciones. Los vecinos comentaban que nadie podría hacer nada por Alemania, sólo los propios alemanes. Y era cierto, la gente luchaba con uñas y dientes por salir adelante, pero la crisis era tan fuerte que parecía imposible. Gracias a que Karl le había dejado una saneada cuenta corriente no tenía serios problemas por el momento, y sabía que su situación era mucho mejor que la media. Por otra parte su madre, que por cierto no había vuelto a mencionar lo del préstamo de aquel Goldman, tampoco parecía tener problemas económicos. Prefirió no preguntarle de donde salía aquel dinero.

Volvieron a Berlín a mediados de agosto. Klaus y Elisa no parecían muy satisfechos con la vuelta, pero el tiempo ya comenzaba a cambiar y el viento a soplar fuerte. El pequeño David era muy inquieto, no cesaba de llorar y quería que lo viese el médico que atendía a la familia.

Una tarde a primeros de septiembre llamaron al timbre. Los niños estaban paseando con su abuela por el parque cercano. Al abrir se encontró de frente con Karl que la observaba muy serio. No supo reaccionar, solo se sentó en el salón y se cubrió el rostro con las manos sollozando. Había pensado en mostrarse fría y distante, pero no fue capaz de controlar sus emociones. Karl no pareció conmoverse. Entró y se sentó frente a ella en silencio, aguardando a que se serenara. Después de pronto le hizo la pregunta.

—¿Por qué no me dijiste nunca que eras hija de un judío llamado David Goldman?

Ilse no supo que contestar. Las lágrimas le corrían a raudales por el rostro. Se sentía muy mal, y se había dado cuenta de que Karl ni siquiera había mirado a su nuevo hijo que se encontraba en la cuna junto a ella. Entonces algo cambió dentro de ella. Se levantó airada, secándose el llanto con la manga de la blusa.

—¡No sabes lo que dices! ¡Yo no soy hija de Goldman! ¡Mi padre fue un estudiante prusiano que se enamoró de mi madre! ¡Quién te ha contado esa burda mentira para humillarme te ha engañado!

En aquel momento escucharon la llave girando en la cerradura. Era Charlotte que volvía sola. Había podido escuchar las últimas palabra, tomó asiento frente a ambos en una silla y se quedó mirándolos. Los tres permanecieron un instante en silencio hasta que Charlotte lo rompió tras un suspiro.

—Creo que tengo algo que decir en este asunto. Lo natural sería que ahora saliera por la puerta y me fuera a mi casa sin más. Soy la madre y la suegra. Nada tengo que ver en los problemas de vuestro matrimonio. Pero creo que en este caso puedo aclarar algo. Y sin duda, este es el momento de hacerlo.

Ilse asintió en silencio. Habían tenido que llegar hasta aquella situación para conseguir saber la verdad. Su madre se había tenido que ver forzada por los acontecimientos para hablar finalmente. Karl permanecía en silencio, con el ceño fruncido, pero cuando estaba allí era porque también quería escucharla.

—Lo que vais a escuchar es la verdad. Ya no hay razón para más subterfugios ni piadosas mentiras. A finales del siglo pasado las cosas eran muy diferentes. En 1899 yo no era más que una joven alocada que no conocía lo que era la vida. Me crie sin padre y mi madre tuvo que sacarme adelante sola, hasta que apareció el bueno de Matthias, que se convirtió en mi padre adoptivo. Era un hombre de ideas anticuadas y sencillas, un ferroviario prusiano, con una educación muy primaria, alguien muy apegado a un mundo que estaba desapareciendo con rapidez. Tenía las mismas ideas preconcebidas de una gran parte de la población de este país.

Entonces conocí casualmente a un estudiante llamado David Goldman y me enamoré de él. Era un joven apuesto, inteligente y simpático. Yo no sabía nada de los judíos en aquel tiempo, ni él tampoco me dijo que lo fuera. Simplemente nos enamoramos y sucedió lo que tenía que suceder. Me quedé embarazada. Él terminó la carrera y se fue a su casa en Viena, tras prometerme que volvería a buscarme para casarse conmigo. Cuando lo conté en casa, mi madre y Matthias armaron un escándalo. ¡Para ellos era lo peor que podía haberme sucedido! Mi padrastro fuera de sí, aseguró que hubiera preferido que le dijeran que había muerto atropellada. Lo ocurrido era algo muy serio entonces, ya que, por encima de cualquier otra cosa, el embarazo fuera del matrimonio significaba la pérdida del honor de la muchacha. Si como era el caso se trataba de un judío, se transformaba en un verdadero desastre familiar. Tuve que irme de mi casa. Sólo pude volver cuando tú ya habías nacido, y ellos comprendieron que no tenían otra solución que aceptar la realidad. Recibí una carta de David Goldman diciéndome que quería casarse conmigo.

En aquel momento me sentía tan mal, tan engañada y con mi vida deshecha por su culpa, que le contesté con una carta durísima, en la que le decía que no quería saber nada más de él ni de ningún otro judío. Él insistió con otras cartas, pero las rompí todas sin leerlas. Cuando quiso volver le cerré la puerta y le impedí verte. Ahora sé que solo lo hice porque era judío. Así era como ellos me habían educado.

Con el tiempo las cosas se arreglaron entre Matthias y yo. Mi madre y Matthias me ayudaron a sacarte adelante, y aprendí a apreciarle. Era un pobre hombre que solo podía ver el mundo de una manera: tal y como le habían enseñado desde que era un niño. Jamás podría salir de ahí. Para él los judíos eran los enemigos ancestrales.

No quiero morirme sin ver la otra cara de la luna. Te diré algo hija mía, y esta es la pura verdad. Tienes que perdonar mis engaños, pero siempre lo hice convencida de que era lo mejor para ti. Tu padre es David Goldman y ahora es cuando me siento orgullosa de que él lo sea. Desde hace tiempo me está ayudando sin pedirme nada. Aquí está la carta que recibí aquel día en que te mostraste tan enfadada porque él me había enviado una importante suma —Charlotte extrajo un sobre doblado de su bolso—. Esta es la verdad de la vida. Os ruego que la leáis. Fue una lección moral que recibí siendo ya mayor, cuando ya crees que nada puede cambiar en tu existencia, sólo morir un día. Hasta entonces toda la vida había vivido engañada, convencida de que nuestros verdaderos enemigos eran los judíos, gentes aborrecibles, las sanguijuelas del pueblo alemán. Eso era lo que en mi casa me enseñaron y lo que siempre creí a pies juntillas. ¡Ahora sé que es una gran mentira! ¡Al leer esta carta me di cuenta de que las cosas no eran como me las habían contado! ¡Alguien tenía un especial interés en señalar a los judíos como nuestros mortales enemigos! ¿Por qué? En estos tiempos, los nazis —Charlotte lanzó una larga mirada a Karl— insisten en la misma historia. Yo no soy política, lo único que sé es que las cosas no van como debieran ir, pero echarles la culpa a los judíos de todos los problemas de Alemania no me parece que vaya a arreglar nada.

Mientras escuchaba aquellas palabras, Ilse la observaba incrédula. Jamás hubiera creído que su madre pudiera defender a los judíos. Nerviosa, cogió la carta que Charlotte seguía manteniendo entre los dedos y la leyó de un tirón. Nada de lo que estaba ocurriendo tenía sentido, y tuvo que sentarse, confusa. Karl alargó la mano y también la leyó en silencio.

Charlotte aguardó unos instantes a que ambos leyeran la carta para proseguir. Parecía decidida a aclarar la situación de una vez por todas. A terminar con aquello.

—Sí. He recapacitado en estos últimos meses. Estaba equivocada, y aquí y ahora os lo digo a los dos para que lo sepáis de una vez por todas. Es cierto, tuve una hija con un judío, pero lo más curioso es que ahora me siento orgullosa de ello. Ilse, perdóname, sé que esto te afecta mucho, pero tendrás que asumirlo. Y tú, Karl, si el hecho de saberlo, porque no me cabe la menor duda de que lo sabes, te hizo replantearlo todo y esa fue la causa de que abandonaras a Ilse, lo siento por ti y por ella, pero esta es la verdad.

En aquel momento Karl se puso en pie. Ilse pensó que se marchaba tras escuchar la postura de su madre, pero él se dirigió a la ventana y de espaldas, como si no quisiera que le vieran el rostro, comenzó a hablar.

—¡Qué increíble casualidad! Charlotte, creo que usted ha llegado en el momento oportuno. Aquí lo que hay es una confusión sobre lo que cada uno pensamos. Me explicaré. Hace pocos meses me encontré con el que consideraba hasta entonces un amigo. Stefan Gessner. Él creía que yo seguía siendo el mismo de hace unos años. Cuando le dije que los del NSDAP me habían defraudado, que ya no deseaba seguir perteneciendo al partido y que me daba de baja, eso le llevó a amenazarme y a insultarme. Entonces replicó, sin duda intentando ofenderme, que el padre de Ilse era un judío austríaco. Un hombre llamado David Goldman. ¡No tengo ni idea de donde había sacado esa información! Aunque es cierto que Stefan vivió muchos años en Viena y, por lo que sé, allí hablar de unos y otros es un deporte nacional. Sucedió lo impensable, mantuvimos una pelea a puñetazos en plena calle. Los dos terminamos en la comisaría y nos levantaron un atestado por desorden público. Desde aquel momento Stefan se ha transformado en mi enemigo mortal. No sé cómo terminará todo esto.

Karl hizo una pausa. Charlotte se dio cuenta de que estaba muy emocionado.

—El motivo de mi enfado fue pensar que ambas os habíais puesto de acuerdo para mantenerme engañado. Ahora me he dado cuenta de que eso no era cierto. Y es que yo también he cambiado. Me explicaré. Yo era de los que creían, y sigo creyendo, que este país tiene que cambiar. Nunca había simpatizado con los judíos, era la forma de pensar de mi familia, sobre todo de mi padre, y nunca analicé de donde procedía aquel odio. A lo largo de estos últimos años he mantenido una intensa relación de trabajo con uno de mis colaboradores más cercanos, Jacob Meyer, un investigador judío. No os negaré que al principio lo observaba con recelo. Con el paso del tiempo tuve que rendirme a la evidencia. Lo cierto es que no he conocido en toda mi vida a nadie con su inteligencia, voluntad de trabajo y sobre todo su sencillez. Eso me hizo recapacitar sobre cuál era el motivo por el que yo debiera odiar a los judíos y no encontré ninguno. Sólo la influencia de mi educación, sobre todo por mi padre, que a su vez había heredado ese odio del suyo. Luego hubo otros factores, estuve en un mitin de Hitler en Múnich, la víspera del putsch, y cuando asistí al desfile en Núremberg del «Día del partido», entonces me di cuenta de que aquello era una mezcla de nacionalismo radical, mística de la raza, el ario como superhombre… algo oscuro y ancestral que algunos llevan dentro y que aflora cuando se necesitan víctimas propiciatorias que justifiquen determinadas conductas. El extranjero, el eslavo, el judío, el gitano, esos son los señalados por el odio, y por tanto los culpables de todos los males. ¡Y no es cierto! ¡Cuando vi desfilar a aquella gente con las antorchas iluminando los muros, las SA, el brazo armado del partido al que equivocadamente me había afiliado años antes, comprendí el craso error que estaba cometiendo! ¡Yo no tenía nada que ver con gente como ellos! ¡Lo mejor que podría hacer sería abandonarlo cuanto antes! Por eso, Charlotte, usted ha llegado al mismo razonamiento que yo por otras causas, que al final nos han hecho entender que estábamos engañados. Los judíos no son ni peores ni mejores. Son gente como nosotros, con sus defectos y sus virtudes. Los nazis quieren hacer de ellos una cabeza de turco. Con respecto a mí han conseguido lo contrario. Me han abierto los ojos.

Como verás Ilse, ahora todo depende de ti. Sé cuál es tu pensamiento con respecto al tema. Pero ahora sabes quién eres, y lo quieras o no, la mitad de tu sangre es judía. Quiero que sepas que eso para mí no tiene la menor importancia, simplemente es un hecho. Por primera vez en tu vida estás escuchando a dos personas que no tienen ningún motivo para engañarte. Ya sabes cómo pienso, por lo que te ruego que perdones mi actitud. No soportaba pensar que me estuvieras engañando conscientemente.

Ilse se levantó y caminó hacia la parte opuesta del comedor. Parecía indecisa y se la veía nerviosa y muy alterada.

—¡No sé qué queréis que os diga! ¡Soy yo la que se siente engañada! ¡Tú, madre, ahora después de treinta años me sales con esas! ¡Toda la vida me has estado mintiendo! Siempre diciéndome, ¡tu padre es un oficial prusiano, no ese judío Goldman! ¿Ahora afirmas lo contrario? ¿Qué ha sucedido para ello? ¡Bah! ¡Para mí es tarde! ¡Me educasteis en el desprecio y el odio a los judíos! ¿Ahora de pronto todo ha cambiado? ¿Por qué? ¿Tal vez porque ese Goldman te mantiene?

En aquel momento Charlotte comenzó a sollozar mientras se cubría el rostro con las manos, como si no esperase aquella respuesta de su hija que prosiguió dirigiéndose a su marido.

—¡Y tú, Karl! ¡Desapareces de mi vida de repente porque te sientes agraviado, insultado por ese Stefan Gessner! ¡Soy yo la que se siente insultada! ¡Yo no puedo cambiar porque vosotros lo hayáis hecho! ¡No soy nazi, pero tal vez esté más cerca de ellos que de estos gobernantes ridículos de la corte de Weimar! ¡Lo que yo sé es que los judíos no son alemanes aunque vivan aquí, y la verdad es que parecen los amos de este país! ¡No entiendo nada! ¡Dejadme sola! ¡Debo reflexionar…! —Ilse salió de la estancia sollozando—. ¡Os lo ruego! ¡Dejadme sola!

Karl abandonó el piso confuso y preocupado. No era aquella la reacción que esperaba. Creía saber cuál era el pensamiento de Ilse, pero tuvo la sensación de que estaba pagando su malestar con Charlotte. Se encogió de hombros, pensando que ya se le pasaría. Por su parte tenía la certeza de haber actuado correctamente. Ya en la calle vio pasar un par de camiones cargados de SA con sus uniformes pardos. Iban cantando a voz en grito el «Horst Wessel Lied». Movió la cabeza con desagrado.