42. LA LLAMADA DE LA SANGRE

(VIENA, DICIEMBRE DE 1929)

Desde que sabía que al menos la mitad de su sangre era judía, Eva se observaba en el espejo buscando alguna señal que le pudiera dar alguna explicación. Recordaba a su madre como una mujer bella y elegante, eso sí, con una inteligencia privilegiada, que cuando hablaba ponía los puntos sobre las íes. Ahora se daba cuenta de que su padre siempre lo había sabido, y eso explicaba algunos de los comportamientos que aquel hombre tuvo con su mujer. ¡Aquel y no otro era el célebre secreto de familia! ¡Ella y sus hermanos siempre habían pensado que se trataba de otra cosa! Su padre mantuvo relaciones extra maritales con muchas mujeres, hasta que su madre se hartó y pidió la separación. Después a los pocos meses le sobrevino la muerte por un problema cardíaco, aunque algunos amigos y parientes lo achacaron a una posible depresión. Pero ella y sobre todo María, mantuvieron durante aquel tiempo una relación muy cercana con su madre, y sabían que la separación había sido como una liberación para ella, incapaz de soportar a un hombre que fue cayendo en un proceso de degeneración personal, dejando atrás su dignidad y el respeto por sí mismo que antes había mostrado. Los últimos meses de su padre, en los que prácticamente sólo se hablaba con María, y siempre discutiendo, fueron un verdadero infierno para todos.

Sin embargo la revelación del secreto también explicaba muchas cosas. Aquella misteriosa Ada Rothman había dejado tras ella una importante fortuna y la fama de haber sido alguien muy especial. Su hija única, Hilda Horvath, terminó por casarse con Friedrich Gessner, un apuesto joven, heredero de una familia de la nobleza prusiana, que poco tiempo más tarde se demostró que estaba totalmente arruinada. Aquel matrimonio había engendrado a Joachim, Stefan, Markus, Eva y María. Todos ellos, al menos los varones, convencidos de pertenecer a la más rancia estirpe prusiana. Ella recordaba a Joachim y a Stefan presumir de ser arios de pura cepa. ¡Quería estar delante de ellos cuando se enteraran! Y por el momento, salvo su amigo íntimo y amante, Andreas Neuer, aquello seguía siendo un secreto que ella iba a encargarse de administrar.

A partir de aquel momento cuando caminaba por Viena no podía dejar de observar a los judíos con los que se cruzaba. Ella había tenido ocasión de convivir con uno durante tres años, y lo cierto era que no había notado más diferencias que la agilidad mental de su exmarido, su amor por los libros, su afición a la lectura, su vasta cultura. Por lo demás un hombre como los demás. El hecho de que fuera judío no había influido en su decisión de casarse ni de separarse de él, consciente de la parte de culpa que ella había tenido.

En ciertos momentos, mientras asimilaba su nueva situación, más que otra cosa sentía una cierta superioridad recordando una discusión que tuvo con María. Su hermana mencionaba a Karl Marx, Trotsky, Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht, Friedrich Engels, Karl Kautsky, como las personas que habían intentado cambiar el mundo a través de la revolución. Todos ellos judíos. Allí en Viena, que ella pudiera recordar en aquel momento estaban, Sigmund Freud, Paul Ehrlich, Arnold Schönberg, Gustav Meynrik, Stefan Zweig, Hermann Broch, Berta Pappenheim, Martin Buber, Theodor Herzl, Alfred Adler, y muchos otros más como el doctor Moritz Benedikt, tal vez el primer estudioso de la psiquiatría que mencionó la vida interior, del que recordaba que Paul le había hablado con veneración. Gente con la mente abierta a pesar de lo que había escrito con un cierto cinismo Hermann Bahr: «El vienés es un hombre que detesta y desprecia a los otros vieneses, pero no puede vivir fuera de Viena».

A pesar de su educación prusiana, estaba muy influida por su madre, la que más entre sus hermanos, por la que seguía manteniendo una gran admiración. Todo cambiaba al descubrir que Hilda Horvath era judía no solo por parte de madre, sino también de padre, heredera de la fortuna de Ada Rothman. Sentía una lejana y ancestral llamada interior.

Al descubrir la verdad, tras la sorpresa había sentido una sensación de alivio. Era como si algunas cosas sucedidas en su niñez, a lo largo de su vida, comenzaran a tener sentido. Meditó incluso si aquello habría tenido algo que ver en la pasión que llegó a sentir por Paul cuando lo conoció. Era evidente que no. Ella sólo vio en él a un hombre que la deslumbró y del que se enamoró, como podía haber sucedido con otro muy distinto.

Desde que tenía uso de razón mantenía amistad con Rebeca Bloch-Bauer. Ambas habían estudiado en el mismo colegio y se conocían de toda la vida.

Rebeca se había separado hacía pocos meses de Salomón Bloch-Bauer, un prestigioso abogado especialista en casos complejos de herencias. La separación fue motivada porque él estaba absorbido por su gran facilidad para ganar grandes cantidades de dinero con su trabajo. En Viena se comentaba que a él le gustaban demasiado las mujeres, y que alguna de sus amantes, despechada, había sido la causante de la separación. También los cuadros, ya que prácticamente todo lo que ganaba, que era mucho, lo invertía en arte. Alfred Kubin, Oskar Kokoschka, Egon Schiele, Arnold Schönberg. En eso pretendía emular a sus primos, los Bloch-Bauer, que atesoraban una extraordinaria colección que incluía lo mejor de Klimt. Durante un tiempo Eva y Rebeca habían permanecido alejadas, pero había llegado el momento de volver a verla y confiarle su secreto. Nadie podría entenderlo como Rebeca.

A primeros de año la llamó por teléfono y quedaron en verse aquella misma tarde en la nueva cafetería del Hotel Imperial. Cuando llegó allí vio que habían colocado en la fachada una luminaria mostrando el año nuevo con enormes números: «1930». Eva pensó un instante que era imposible que el tiempo discurriera con aquella celeridad, se estaba haciendo vieja sin sentirlo.

Rebeca la aguardaba saboreando un té de Ceylán y se levantó sonriendo al verla acercarse. Seguía siendo la misma elegante mujer de siempre. Se saludaron con afecto, ya que sólo eran las circunstancias las que se habían interpuesto entre ambas. Sus vidas eran paralelas y Eva pensó que a partir de aquel momento lo serían mucho más.

Mientras le contaba la historia de cómo se había enterado de sus orígenes, Rebeca la miraba con los ojos muy abiertos. Su amiga tenía los ojos húmedos y al terminar ambas se abrazaron. Eva sentía una gran emoción. Rebeca suspiró mirándola a los ojos.

—Eva, siempre lo había intuido. Pero recuerdo a tu padre, aquel prusiano tan estirado que al tiempo parecía tomarse la vida a broma, cuando alardeaba de su sangre. ¡Tu madre era muy distinta! Una elegante aristócrata húngara con sangre alemana. ¡Cómo iba a pensarlo! Sin embargo yo entré en vuestra casa por tu madre, ya que a tu padre no le hacía ninguna gracia que la mejor amiga de su hija mayor fuese judía. ¡El señor Gessner tenía la sensación de que podría contaminarte con mis exóticas costumbres, mi religión y mi familia hebrea! No sé si sabes que Stefan quiso aprovecharse de mí una tarde mientras tú volvías de clase de piano. Recuerdo que entonces llegó Joachim y le dijo que me dejara tranquila. Aquello hubiera estado muy bien si no fuera porque de inmediato añadió bajando la voz: «¡Pero idiota, es que no sabes que Rebeca es judía! ¡No te conviene!». Recuerdo que al escucharle salí corriendo humillada, y que tardé meses en volver a entrar en tu casa, cuando los dos ya estaban estudiando en Alemania. Desde entonces eras casi siempre tú la que venías a mi casa. Recuerdo que me contaste que tu padre no quería que siguiéramos viéndonos, y que eso a ti lo único que conseguía era enfurecerte con él, mientras me decías que lo único que te importaba era que yo quisiera seguir siendo tu mejor amiga.

Eva notó que una lágrima corría por la mejilla de Rebeca y en aquel momento sintió una fuerte emoción dentro de ella, al darse cuenta de que, a pesar de todo, hasta aquel momento no había sido capaz de comprenderla. Abrió el bolso y extrajo el estuche de cuero labrado.

—¿Quieres conocer a mi abuela?

Se lo entregó a Rebeca que lo abrió muy despacio. El broche enmarcando la delicada miniatura brilló bajo la lámpara. Tal y como podía leer en la elegante letra cursiva aquella mujer era Ada Rothman, con sus negros ojos que parecían mirar a los suyos y labrada en el platino, rodeando el óvalo, la estrella de David.